Read El laberinto de agua Online

Authors: Eric Frattini

El laberinto de agua (24 page)

Werner Hoffman, aún bajo los efectos del relajante muscular, podía notar cómo el agua fría le llegaba por las rodillas, por la cintura, por el pecho, por la barbilla. Segundos después y con la cabeza ya bajo el agua helada, pereció ahogado.

Los dos asesinos se mantuvieron a distancia para comprobar que el científico no salía a la superficie. A continuación, subieron a su coche y abandonaron el lugar en dirección a Berna. Antes se detuvieron en una cabina telefónica y Alvarado se dispuso a realizar una llamada a larga distancia.


Fructum pro fructo
.


Silentium pro silentio
—respondió monseñor Mahoney.

—La misión ha sido cumplida.

El viaje de regreso a Berna se desarrolló en silencio hasta que el padre Cornelius decidió preguntar al padre Alvarado:

—¿Cree usted que sufrió?

—No lo creo. El relajante muscular le habrá impedido aguantar mucho tiempo bajo el agua.

—¿Cree que sabía que iba a morir?

—Querido hermano Cornelius, a una persona naturalmente confiada y creyente le lleva bastante tiempo reconciliarse, curiosamente, con la idea de que, después de todo, Dios no lo ayudará. Ése ha sido el caso del señor Hoffman —afirmó el padre Alvarado con una gélida sonrisa en los labios.


Palmam qui meruit ferat,
la gloria sea para quien lo merezca —sentenció el padre Cornelius casi en un murmullo.

VIII

Venecia

Vamos, despiértate ya, hermanita —pidió Assal, saltando sobre la cama de Afdera.

—¡Oh, déjame dormir! Llegué ayer por la tarde y no me apetece hablar ahora.

—Vamos, levántate. Rosa te ha preparado un gran desayuno. Ya sabes que tiene la más firme intención de convertirte en una gorda absoluta. Además, tienes muchas cosas que contarme. Incluso sobre ese tipo tan atractivo que estuvo en el funeral de la abuela —dijo Assal entre risas mientras corría los gruesos cortinajes de la habitación de su hermana.

—No hay nada que contar —respondió dirigiéndose medio dormida hacia el baño.

—¿Es que aún no has conseguido acostarte con él?

—No. Debe de tener algún problema que le impide acostarse conmigo —gritó Afdera desde el baño.

—A lo mejor es impotente y no quiere decírtelo. —No creo que lo sea. ¿Y qué pasa contigo y con Sampson?

—Me ha pedido que me case con él —respondió Assal, mostrando a su hermana un gran brillante engarzado en un anillo de platino.

—¡Oh, querida hermanita, no sabes cómo me alegro por ti y por Sampson!

Afdera y Assal bajaron a desayunar. En una gran mesa con maravillosas vistas al Gran Canal, Rosa había dispuesto bollos calientes, pan crujiente, recipientes llenos de mantequilla salada,
prosciutto
de Parma, queso
parmigiano, pecorino
siciliano y
canestrato pugliese,
todo ello regado con grandes jarras de zumo de naranja y café.

—Siempre hace frío aquí. ¿Por qué no enciendes las calefacciones? —suplicó Afdera a su hermana, envolviéndose en una gruesa manta de lana.

—Me gusta sentir el frío y la humedad. A la abuela le gustaba mucho, pero ahora déjate de rodeos y cuéntame tus aventuras por Egipto.

Afdera comenzó a relatar a su hermana, con pelos y señales, lo acontecido en Egipto, sus conversaciones con Liliana Ransom, Abdel Gabriel Sayed y Rezek Badani, su viaje a Berna y su reunión con Aguilar y los cinco científicos encargados de la restauración del evangelio de Judas. Omitió su intento de violación, el asesinato de Liliana y el intento de asesinato de Badani.

—Debemos decidir entre las dos qué queremos hacer con el libro de Judas. Si quieres, nos lo quedamos... —precisó.

—¿Tú qué opinas, hermanita?

—Sabes que mi opinión es sólo el cincuenta por ciento de ese libro. Yo creo que deberíamos vendérselo a un mecenas o a una institución para que los investigadores de todo el mundo puedan estudiarlo. La Fundación Helsing nos ofrece ocho millones de dólares. Cuatro para ti y cuatro para mí.

—La verdad es que me importa poco el dinero. Lo que me molestaría es que lo adquiriese un tipo y lo guardase en una urna de cristal sólo para él. Si nos aseguran que el comprador lo donará a una institución para su estudio y tú crees que debemos venderlo, hagámoslo. Adelante, vendámoslo a esa fundación —afirmó Assal.

—Te quiero, hermanita —dijo Afdera, levantándose del sofá en el que estaba acurrucada para darle un beso en la cabeza.

—¿Adónde vas ahora?

—Tengo llamadas importantes que hacer—respondió, perdiéndose ya en las estancias de la Ca' d'Oro, rumbo a la biblioteca, con un vaso de zumo en una mano y un cruasán caliente en la otra.

—¿Es que no va a comer nada más que eso, señorita Afdera? —protestó Rosa.

—Sí, Rosa, sólo esto. No quiero ponerme gorda antes de los treinta y cinco.

En aquella gran biblioteca, decorada con la
Madonna con niño
de Alvise Vivarini y la
Flagelación
de Luca Signorelli, su abuela había pasado largas horas revisando documentos, escribiendo cartas a museos o respondiendo a llamadas telefónicas procedentes de todas partes del mundo. Aquella estancia estaba impregnada de recuerdos de su abuela. Incluso Assal solía decir que de vez en cuando oía pasos en la biblioteca cuando no había nadie en ella.

Acurrucada en un confortable sillón de cuero marrón, envuelta todavía en la manta de lana, Afdera escribió de forma metódica en una pequeña hoja en blanco la lista de llamadas que debía hacer. La primera a Sabine Hubert. Afdera escribió junto a su nombre diversos puntos que debía tratar con ella: «Radiocarbono, traducción». La segunda llamada sería a Renard Aguilar. Afdera volvió a escribir: «Venta, pago, ¿comprador?». En tercer lugar llamaría a Abdel Gabriel Sayed. La joven escribió: «Manuscrito, familia». Y, por último, trataría de hablar con Rezek Badani. Junto al nombre escribió: «Identidad del tipo, ¿quién lo envía? Colaiani + Eolande = Kalamatiano, salud».

En la soledad de la biblioteca y mientras sonaba de fondo la Sinfonía n° 3 de Rachmaninov, Afdera marcó el número de teléfono de la Fundación Helsing de Berna.

—Hola, querida, ¿cómo estás?

—Estoy bien, Sabine, muchas gracias. Recuperándome del largo viaje en mi casa de Venecia.

—¡Qué suerte tienes! Ya me gustaría estar estos días en Venecia y no aquí, en Berna —replicó la restauradora de forma misteriosa.

—¿Por qué? ¿Ha pasado algo con el libro?

—¡Oh..., no! ¡Con el libro no! Pero ¿te acuerdas de Werner? ¿Werner Hoffman, nuestro experto en papiro?

—Sí, por supuesto, claro que me acuerdo. ¿Le ha sucedido algo?

—Justo el mismo día en que nos reunimos contigo, tuvo un accidente de tráfico y cayó con su coche a un río helado. Murió ahogado.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Afdera se puso rígida en el sofá y preguntó a la restauradora:

—¿Cómo fue el accidente?

—La policía de Berna dice que fue muy extraño, ya que hay casi un kilómetro de distancia entre la autopista por la que circulaba y el lago en donde cayó el vehículo. La policía incluso nos ha preguntado si habíamos notado a Werner deprimido o con tendencias suicidas. ¿Te imaginas a Werner suicidándose? Era el tipo más alegre que he conocido y amaba su profesión. No creo que tuviese muchas ganas de arrojarse a un lago helado para morir ahogado. No puedo creerlo de Werner.

—¿Piensas que alguien podría haberle arrojado al lago?

—¿A qué te refieres?

—¿Podría alguien haber arrojado a Hoffman al lago?

—¿Cómo? Para eso habrían tenido que obligarlo a detener el coche, y, por supuesto, tendría que ser alguien conocido o que le inspirase confianza, porque si no, Werner no se hubiese parado. No sé por qué estás haciendo estas preguntas, pero me estás asustando, Afdera.

—Tal vez no sea nada. No te preocupes. Quizá se trate, efectivamente, de un accidente y nada más. ¿Quién lleva la investigación?

—Creo que un tal comisario Grüber, Hans Grüber o algo parecido, de la División Criminal de la Staat Polizei de Berna. Si quieres, puedo buscar la tarjeta que me dio y darte su teléfono.

—Sí, Sabine, te lo agradecería mucho —le pidió Afdera.

Tras unos momentos de espera, la restauradora volvió al otro lado del teléfono.

—Aquí está. Toma nota —dijo Sabine—, el número es el 41 de Suiza, el 31 de Berna, y el teléfono es el 633 53 22.

—Le llamaré.

—¿Para qué quieres llamarle?

—Quiero hablar con él antes de contarte algo. Déjame hablar con él, y en cuanto aclare mis dudas, volveré a llamarte para comentarte algunas cosas.

—Me da miedo que albergues alguna sospecha sobre un accidente que supuestamente nada tiene que ver contigo.

—Bueno, ahora quiero saber cómo va el libro.

—Muy bien. Está casi terminada la restauración. También tenemos ya la datación por radiocarbono. ¿Prefieres que te envíe los resultados o que te pase con John para que te los explique él mismo? —preguntó Sabine.

—Las dos cosas. Envíame por DHL una copia del informe, aunque también me gustaría hablar con Fessner para que me cuente qué ha averiguado.

—De acuerdo, ahora te paso con John. Por cierto, ¿has pensado qué vas a hacer con el libro de Judas cuando terminemos con él?

—Assal y yo hemos decidido vendérselo a un mecenas que lo donará a una universidad o institución para que puedan acceder a él los investigadores.

—Eres muy generosa, pero creo que es la decisión más acertada desde el punto de vista académico —aseguró Sabine Hubert antes de pasar la llamada de Afdera a John Fessner, el experto del equipo en análisis de carbono 14.

—¿Afdera? Afdera, soy John Fessner.

—Hola, John, ¿qué tal? Cuéntame qué habéis descubierto.

—¿Te has enterado ya de la muerte de Werner? Es muy extraño, ¿no te parece?

—Sí, John, me lo acaba de contar Sabine. Lamento muchísimo su pérdida.

—Aquí también lo sentimos mucho todos. Bueno, déjame que coja los informes y te cuento qué hemos averiguado —pidió Fessner—. Primero, quiero decirte que la datación por radiocarbono es el método más exacto para fechar los objetos antiguos derivados de los seres vivos. Mediante este sistema podemos calcular la cantidad de isótopos radioactivos de carbono producido en la atmósfera que se acumulan en todo ser vivo por igual. Cuando una planta o un animal mueren, el radioisótopo se descompone. Tiene una vida media de cinco mil setecientos años, o lo que es lo mismo, en cinco mil setecientos años la mitad del radioisótopo desaparece de forma constante. Eso nos da una medida temporal para poder calcular la edad de cualquier cosa. En este caso hemos datado la edad del papiro desde el mismo momento en que fue cortado. Las muestras recogidas del libro nos darán una datación de cuarenta años, arriba o abajo. Otro método de análisis han sido las informaciones perimetrales, es decir, aquellas que rodean al libro.

—¿A qué te refieres?

—Es sencillo. Analizamos la procedencia del papiro o qué materiales se usaron para su fabricación, como las tapas de cuero, la tinta, el papel. Se analizaron varias muestras de la cubierta de cuero y de las páginas interiores. Seleccionamos entre los cinco miembros del equipo aquellas partes del libro que eran las más interesantes para analizar. No podíamos arriesgarnos a que el evangelio de Judas fuese más antiguo que la epístola de Jaime o viceversa, así es que decidimos analizar diferentes partes.

—Por favor, ¿puedes decirme cuándo se escribió el libro de Judas?

—¡Oh, perdona! Soy científico y me gusta explicar con detalle los caminos que me han llevado hasta el final de ese mismo recorrido —respondió el experto con cierto tono molesto—. Teniendo en cuenta una probabilidad del 95 por ciento, tu libro está datado en un periodo comprendido entre los años 220 y 340 d.C.

—¿Puede haber algún error de cálculo en esta datación?

—Existen pequeñas fluctuaciones en la cantidad de carbono en el momento en el que la planta está en su fase de crecimiento, por eso hay que corregir esa fluctuación mediante una calibración. Piensa también que los resultados son una suma de probabilidades y posibilidades, pero aun así puedo asegurarte que, hablando estadísticamente, sólo hay un 2,5 por ciento de probabilidades de que tu libro se escribiese antes del año 240 d.C. y un 2,5 por ciento de probabilidades de que se escribiese después del año 340 d.C.

—Muchas gracias, John. No sabes cómo te lo agradezco. ¿Me puedes pasar otra vez con Sabine, por favor? Necesito hablar con ella.

—Por supuesto, pero antes Burt y Efraim quieren comentarte algo —dijo Fessner.

—¿Hola?

—¿Quién eres? —preguntó Afdera.

—Soy Efraim, Efraim Shemel. Sólo quería decirte que la traducción está casi finalizada, a falta de ciertos retoques gramaticales. A juzgar por la caligrafía antigua y el uso del copto en tu libro, el documento se habría transcrito, como muy tarde, durante el primer cuarto del siglo V, tal vez incluso antes. La fecha en la que se copió el evangelio podría haber sido sobre el año 220 d.C., cuando muchos evangelios competían por el dominio y la primacía de ser los verdaderos textos de una nueva religión llamada cristianismo.

—¿Estás seguro de este dato?

—Tan seguro como que tú y yo estamos hablando en este momento. Incluso te diré que podría haber sido escrito antes del nacimiento del emperador Constantino, el mismo que promulgó un decreto para declarar el cristianismo como la religión oficial del Imperio romano.

—John me ha dicho que la datación podría acercarse a principios del siglo IV. ¿Cómo sería entonces posible que se hubiese copiado durante el primer cuarto del siglo V?

—Hola, Afdera, soy Burt Herman. Yo respondo a tu pregunta. John te dio como datación entre los años 240 y 340 d.C., así que debemos analizar la obra desde los dos puntos de vista. Efraim realiza siempre sus análisis sobre la forma en la que está escrito, no desde la perspectiva religiosa. Lo que sí es poco probable, desde esa perspectiva, es que tu evangelio se copiara después del 325, año del Concilio de Nicea. Y es bastante poco probable que el texto de papiro fuera muy posterior al año 340. Si analizamos la media estadística usada por John, el año 280 d.C. puede ser su fecha de origen. Lo que está claro es que este evangelio de Judas fue copiado sólo un siglo después sobre un texto original, escrito posiblemente en griego o arameo. Se podría incluso haber copiado cuarenta o cincuenta años después de que Irineo de Lyon lo condenara en su tratado
Contra las herejías
.

Other books

Keystone (Gatewalkers) by Frederickson, Amanda
Up and Down by Terry Fallis
Angel's Touch by Bailey, Elizabeth
Full Circle by Ingram, Mona
Sunshine and Shadows by Pamela Browning
Murder on a Summer's Day by Frances Brody
An Imperfect Miracle by Thomas L. Peters