Amhai sonrió mirando hacia el mapa que se abría sobre la mesa, evitando que lo viesen en esa actitud risueña. Su querido muchacho se hacía hombre a pasos agigantados. Crecía con la adversidad; y como en un ritual secreto y pagano, le veía iniciarse en la vida adulta. Estaba cruzando el lago de la adolescencia con una fuerza arrolladora.
—Ve, ve, mi buen Amhai, y trasmite mis nuevas órdenes a los capitanes de los buques.
El aludido se inclinó reverente y salió a cubierta. Se acercó al mando principal de la birreme en que navegaba y habló con él un buen rato. La expresión del curtido marino reflejó sorpresa, pero luego se limitó a afirmar, pesaroso, con la cabeza, ya en completo silencio. Nadie osaba discutir, siquiera dudar algo, de las órdenes de un faraón, aunque fuese en el duro exilio. Así que de inmediato comenzó a dar instrucciones para cambiar el rumbo, lo mismo que a marcárselo a los otros tres navíos de guerra.
Las líneas rectas y largas que iban dejando tras de sí las birremes de diseño romano se fueron combando suavemente, levantando crestas de espuma blanca hasta que las cuatro naves viraron ciento ochenta grados. En el ínterin, el tremendo esfuerzo marcaba más los músculos definidos de los remeros, perlando sus cuerpos de sudor. Así, un brillo húmedo cubría su piel. La tensión del reciente combate naval se reflejaba todavía en el sufrido rictus de sus caras. Era el último sacrificio que se les exigía para poder salvar la vida de todo un pueblo, de lo que en realidad quedaba de él…
Los rayos suaves y nacarados de la luna iluminaban a los remeros, dándoles una aureola de héroes de leyenda que navegaban a golpe de brazo férreo, directos a la fabulosa boca de un monstruo marino que los protegiese en el interior de sus propias entrañas. Todos iban en busca de un destino aún incierto, hacia un lugar quizá poco hospitalario.
Un delgado haz de luz
–¿
N
os permitirá llegar a Philae? —le pregunté a la rusa con tono apremiante, señalándola con el índice derecho, tras ver cómo el depósito del jeep engullía el contenido de la única lata de cinco litros que había disponible.
—Sí, claro que sí; no estamos lejos de la presa de Assuan. Luego creo que será mejor abandonarlo y alquilar otro medio de transporte —repuso ella con firmeza.
Me pareció muy coherente. Krastiva se manejaba bien y parecía haberse integrado en el grupo a la perfección. Comenzaba a pensar que la curiosidad había hecho mella en su corazón de reportera.
—¿Por qué a Philae? —inquirió de pronto ella, extrañada, tras subir de nuevo al vehículo.
—Allí hallaremos la primera clave para descubrir la entrada, si es que la hay —le respondió Klug—. Es el lugar donde concluyó la persecución de los legionarios del emperador Justiniano. Nebej estuvo presente y huyó, pero dejó una señal. Si la seguimos, daremos al fin con la ciudad-templo de Amón-Ra— afirmó, impaciente.
Dubitativo, me rasqué la nuca distraídamente.
—¿Por qué desearía Nebej que se conociera la ubicación de ese fabuloso complejo religioso? —le pregunté en voz baja, como si temiese que alguien pudiera oírnos. Estaba cada vez más intrigado por la aparatosa trama en la que nos veíamos envueltos.
Mi interlocutor esbozó una enigmática sonrisa.
—Su temor era que la ciudad quedase enterrada, olvidada, y su recuerdo se perdiera para siempre en el devenir de los tiempos —prosiguió Isengard, que parecía haberse recobrado de un momento de debilidad—. Lo hizo de una manera discreta, con la estrecha colaboración de la gran sacerdotisa de Isis que gobernaba el templo de Philae, así como el de Tintyris.
[15]
—¿Una conspiración, quizás?— sugerí ansiosamente.
—Es posible —respondió Klug con calma—. Pero siempre que hablaba del gran sumo sacerdote Imhab se referiría a él en términos elogiosos.
—Podría haber deseado su cargo…
—Sí, todo es posible, pero no lo creo —insistió en su opinión.
El jeep había vuelto a rodar hacía un rato a buena marcha y la conversación seguía un curso fluido, a pesar del molesto traqueteo al que nos veíamos sometidos a causa del pésimo estado del terreno. Sobrepasamos la gran presa construida en la renombrada época de Nasser por técnicos soviéticos, aún vigilada las veinticuatro horas del día por efectivos del Ejército egipcio, y aparcamos el vehículo en un lugar bastante discreto.
—Cargad vuestras bolsas y salid despacio. Simularemos ser turistas estándar —les aconsejé a mis compañeros de búsqueda, deseando pasar desapercibidos.
Vestidos con nuestras túnicas y sandalias, recorrimos la parte superior de la colosal presa despacio, mirando la forma en que el agua resbalaba en suaves cascadas sobre el terreno rocoso y húmedo, para continuar después controlada por el lecho del Nilo. Se habían acabado las fuertes crecidas del río más largo de África con aquella impresionante obra de ingeniería.
Fingimos admiración por lo que veíamos, parloteando de forma trivial sobre sitios harto conocidos por todas las agencias de viajes, e incluso nos quejamos de la comida del supuesto hotel en el que nos hospedábamos en la región. Lentamente, sin prisas, nos acercamos hasta un embarcadero y, sin más rodeos, ni historias inventadas, contratamos los servicios de un barquero.
En un inglés muy chapucero, él intentó explicarnos que para llegar al templo habíamos de ir a otro lugar. Un billete de diez dólares americanos le convenció de forma instantánea, y los tres nos acomodamos en el interior de la falúa con el joven egipcio al timón. Esta embarcación tenía un toldo que cubría los bancos ubicados a ambas bordas, donde habitualmente se acomodaban los turistas con sus cámaras fotográficas y de vídeo dispuestas a captar las mejores imágenes del Nilo y sus orillas.
Disfrutamos del recorrido en silencio, sólo roto por el rasgar de la proa sobre las aguas tranquilas y el ruido de las velas al ser golpeadas por un viento que las hacía vibrar. Habíamos encontrado un remanso de paz en medio de tanta tensión vivida.
El pabellón de Trajano, altivo como siempre, apareció en la lejanía anunciando la proximidad del templo que pronto pudimos divisar. La isla en que se había convertido el complejo aparecía espléndida bajo el fuerte sol de Egipto, con grandes trozos de hierba verde esmeralda salpicándola en casi todo su contorno.
—Ahí está. —Klug, reverente e inclinado, se puso en pie como quien retorna al hogar.
—¿Habías estado antes? —le preguntó Krastiva, interesada.
Antes de contestar, el orondo anticuario afirmó tres o cuatro veces con la cabeza. Se le veía nervioso y feliz a un tiempo; incluso había dejado de sudar.
—Unas quince veces. Es mi segundo hogar… ¡Qué digo! Es el primero. —Se emocionó como no lo habíamos visto con anterioridad.
En sus ojos surgió una luz especial, un brillo distinto, y casi pude percibir su temblor. Por eso temí, al menos por un instante, que sus piernas flaquearan y cayese al agua; pero nada de eso sucedió, afortunadamente.
El patrón de la falúa la amarró a un pequeño embarcadero, sobre el que algo muy previsible, una tienda de
souvenirs
, se alzaba dispuesta a saquear los bolsillos de turistas europeos, norteamericanos y japoneses.
Le pedimos que nos esperase y él sonrió satisfecho.
Una vez en tierra firme, recorrimos con estudiada calma la avenida que conducía al templo, bordeada de sendas columnatas en la que cada una de ellas era distinta, con un capitel diferente. Allí se encontraban representados todos los estilos arquitectónicos de Egipto, y al fondo, como un pináculo, estaba la escalinata que llevaba directa hasta el templo.
Sus dos grandes pilonos habían sido dañados, tiempo ha, por los soldados cristianos de Justiniano, que habían desfigurado los rostros de todos los faraones y de los dioses, dejando impresas obscenas cruces del nuevo rito. La bisoña secta reinante en el mundo oriental había ocupado el recinto para celebrar sus rituales cristianos. Pero Isengard nos aseguraba que aquello eran cosas olvidadas; lo importante de verdad es que ya estaba a salvo de vándalos, saqueadores o fanáticos de cualquier pelaje.
Penetramos sin prisas en el templo. Una especial atmósfera de paz y poder impregnó nuestros sentidos. Dejamos tras nosotros el atrio y el santo, para adentrarnos en el corazón mismo del edificio. Siempre en la misma dirección, el espacio se fue empequeñeciendo y oscureciendo a un tiempo, como para aumentar su santidad y misticismo.
El austríaco, como nuestro «cicerone» particular, hacía de guía, y yo, que le dejaba hacer, miraba a Krastiva con atención, la cual parecía pensar lo mismo que el que esto relata. Nuestro amigo parecía más bien un gran sacerdote de otro tiempo, de una época muerta que luchaba por resurgir de las cenizas con todas sus fuerzas en un postrero intento.
—Nunca había estado en un lugar como éste —susurró la rusa a mi oído, vencida por la inmensidad del templo y creyendo así respetar el lugar sagrado, tal como si de una iglesia se tratara—. Creo que de un momento a otro un hombre con cabeza de animal va a salir por una esquina con su voz estentórea, a modo de dios pagano.
—Tú has visto mucha películas, cariño —le sonreí con ternura, admirado por su ingenuidad.
Era la primera vez en que, además de forma totalmente involuntaria, como por inercia, le colocaba esa afectiva palabra. No soy de los que la dicen continuamente a las mujeres, así como así.
Ella dio media vuelta y rió con ganas, soltando de ese modo parte de las tensiones acumuladas en las horas anteriores.
—Es verdad, qué tonta soy… —Hizo un mohín muy simpático con su preciosa nariz de hada—. Me he dejado imbuir por esta atmósfera tan sugerente, tan especial.
Sonreí de oreja a oreja.
—No creas que sólo te pasa a ti —admití con voz queda—. Esto impresiona a cualquiera porque mantiene el aire sacro.
—Pensarás que soy una niña… ¿A que estoy en lo cierto? —preguntó ella, desafiante.
—¿Ya eras tan guapa entonces? —Noté al momento, en su risueña expresión, que mi piropo había hecho blanco en la diana de su sensibilidad—. Francamente, una mujer capaz de realizar reportajes tan arriesgados como los que tú haces y que, además, logra burlar a perseguidores tan tenaces, no me parece nada infantil; en todo caso, sincera —le aclaré mientras movía la cabeza de un lado a otro, interesándome falsamente en las inscripciones de la pared.
Krastiva se encogió de hombros. Después me miró un instante; ¡qué instante! Era una mirada agradecida. Sus hermosos ojos verdes estaban clavados en mí con extraordinaria intensidad, como nunca lo habían hecho desde que la conocía.
Klug, que permanecía al margen de nuestra íntima conversación, quebró el hechizo al devolvernos a la inquietante realidad con sus aclaraciones en plan guía turístico.
—Nebej. —Volvió la cabeza hacia nosotros, y entonces esbozó una estúpida sonrisa—, con la complicidad de la gran sacerdotisa de Isis, Assara, que estaba en el secreto, borró una escena del santuario e hizo grabar, en su lugar, otra que se suponía guiaba hasta la entrada de la ciudad-templo de Amón-Ra… ¡Eh! —exclamó con marcada sorna—. ¿Hay alguien ahí? —preguntó, siempre pesado—. ¿Os estáis enterando de algo, tortolitos míos?
—Tranquilo, que yo puedo con todo a la vez… —repliqué rápido, algo azorado—. Creo que Nebej debió de tener mucha confianza en la susodicha Assara para hacer precisamente eso, y ella debía apreciarlo mucho para colaborar de ese modo con él.
La señorita Iganov, que se había ruborizado, me miraba con gesto admirativo.
—Era su hermana… —musitó el anticuario.
La sencilla revelación de Klug, por ignorarla, resonó entre las gruesas paredes de piedra como una evidencia aclaratoria.
—Eso lo simplifica todo —reconocí, bajando algo la cabeza.
Entramos en la cámara más íntima del templo, llenándola casi con nuestra presencia. Nos situamos alrededor del pedestal sobre el que descansaba la barca de Isis. Por supuesto que no era la original, ya que ésta, labrada, estaba recubierta de oro, y contenía el ídolo de la diosa, del mismo metal precioso.
Isengard se agachó como buscando algo. Enfocó con una pequeña linterna que sacó de su bolsa y así recorrió, con el discreto haz, cada relieve, cada símbolo.
—No, aquí no está —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Lo he buscado, sin encontrarlo, tantas y tantas veces…
—Me pregunto si la reconstrucción del templo respetó el diseño original —razoné en voz alta, pero como si en realidad hablara conmigo mismo.
—¡Eso es! —exclamó, alborozado, el vienés, sin saber yo por qué—. ¡Eso es! —insistió, nervioso—. ¡Cómo no me di cuenta antes! —Se golpeó en la frente con un puño.
Casualidades de la vida, pues pensé que él acababa de dar con la clave gracias a mi convencional comentario.
Klug, muy concentrado, miró al techo, calculó algo, y luego dirigió su inquieta mirada a ambas paredes, situándose rápidamente en la entrada de la cámara.
—Necesitaría lana roja, pero creo que no tenemos… ¿Verdad? —preguntó con un leve deje irónico.
—¿Lana roja? —repetí, incrédulo, creyendo a pies juntillas que mi cliente había enloquecido.
El arqueó mucho las cejas, como recriminándome por no caer en la cuenta de aquello tan extraño.
—Sí, hombre —comentó en tono didáctico, pero para mi parecer demasiado paternalista—. Es para simular la luz solar al incidir en las paredes.