La misteriosa historia del descendiente de la mítica Cleopatra, el ultimo faraón de Egipto.
Alex Craxell, un traficante de obras de arte, se adentrará en el misterioso inframundo egipcio, pasando las pruebas de Osiris y el mundo místico de los sacerdotes de Amón y sus extraños poderes. Junto con una periodista y un anticuario austriaco, encontrará un papiro que otorga la inmortalidad, las huellas de un descendiente de Cleopatra y la posibilidad de que se acceda por fin a las milenarias páginas de
El libro de los muertos
.
Un misterio que se abre paso entre dos épocas, un final sorprendente que atrapará al lector, ligándolo para siempre al legendario país de las pirámides.
Una trepidante trama de suspense plagada de enigmas dejará al lector sin aliento.
Kendall Maison
El laberinto prohibido
ePUB v1.0
Laura A14.03.13
Título original:
El laberinto prohibido
2007, Kendall Maison
Diseño de la cubierta: Opalworks
Composición y diseño de páginas interiores: Laura A
Editor original: Laura A (v1.0)
ePub base v2.1
U
NA TELA DE ARAÑA
Un acceso al inframundo
E
l sonido del teléfono me sobresaltó. Me incorporé de un salto del sillón en el que me había adormilado y lo cogí para ver quién me llamaba. Era Sandro. Me enviaba un SMS para saber si seguía en activo o había decidido retirarme. Hay profesiones que se eligen vocacionalmente, y la mía era una de esas.
No resistí demasiado tiempo inactivo. Necesitaba la subida de adrenalina que me producía la búsqueda de objetos perdidos hacía siglos para algunos de mis caprichosos y ricos clientes. Krastiva estaba en el Líbano, cubriendo la retirada militar de Siria de la zona ocupada. Ella, como yo, se entusiasmaba rápidamente con una nueva «misión». Había decidido seguir en la revista
Danger
para la que trabajaba hacía tiempo y, aunque no la había acompañado en algunos trabajos, tenía mis propias preocupaciones. La echaba de menos, pero sabía que ambos éramos auténticos nómadas. Y no se puede pedir a un ave de paso que camine poco a poco cuando posee alas para volar con entera libertad.
El mensaje de Sandro me trajo a la mente sucesos ya distantes. Habían pasado un par de años, durante los cuales en realidad nos habíamos conocido ella y yo.
Aquélla resultaba una mañana espléndida. Como cada día que pasaba en Roma, me había dirigido a la Piazza Navona para desayunar en una de sus tradicionales terrazas, escoltado por las monumentales fuentes sobre las que el dios del mar, Neptuno, reinaba refrescándose en unas aguas tan cristalinas que parecían eternas en su fluir. El sol iluminaba el amplio espacio que era la gran plaza, y una suave brisa matinal la recorría, acariciando con delicadeza sus viejas piedras.
—
Buona mattina, signore
—me saludó alguien con fuerte acento romano.
Literalmente absorto en mis pensamientos, no había advertido ni la llegada del camarero. Era un joven como los demás en la Ciudad Eterna, el típico arquetipo italiano de no más de veinte años de edad, de nariz afilada, cabello negro y lacio.
—Gracias —le respondí educadamente, mientras él depositaba en la mesa lo que debía consumir. Debía dar buena cuenta de un zumo de naranja, tostadas y el tan socorrido café
capuccino
sobre la mesa.
Aboné sin pestañear la cantidad que vi impresa en el tique y le añadí una generosa propina. El muchacho sonrió agradecido, y luego se retiró presto, deseándome el tópico buen provecho en el idioma italiano, todo ello mientras se le encendían sus límpidos ojos pardos.
El desayuno en Piazza Navona era para mí lo más similar a un ritual diario tan «sagrado» como el té de las cinco de la tarde para un británico tradicional. Siempre acudía al mismo establecimiento, el Viccotti, aunque lo cierto es que cambiaba de camareros cada cierto tiempo, por lo que rara vez era reconocido por alguno de ellos; lo cual no dejaba de tener sus ventajas para pasar más desapercibido entre seres anónimos.
Sin embargo, aquel día me encontraba preso de un perceptible nerviosismo. Era algo habitual en mí cada vez que daba comienzo a una nueva «operación».
Esperaba la llamada de Sandro, mi contacto en la Ciudad Eterna. El, con su cara pequeña de facciones regulares, se encargaba de recabar la información necesaria sobre las piezas que me interesaban, o sobre las personas que deseaba investigar antes de realizar transacción alguna con ellas. Sandro conocía tan bien a la élite romana como sus bajos fondos… Sus informantes eran siempre de confianza absoluta; claro que resultaba un tanto caro, pero al final sí que merecía la pena esa inversión.
En esta ocasión, Sandro estaba tardando más del tiempo acostumbrado, algo harto extraño en él, siempre tan eficaz, y mis nervios estaban tensándose como la cuerda de un arco medieval a medida que pasaban los interminables minutos de la espera.
—Piit, piit, piit…
El teléfono móvil me avisaba de que un mensaje acababa de llegar. «Por fin», pensé, aliviado.
Le di a la tecla correspondiente y el SMS apareció ante mí. Metí la cabeza en él, y debí de presentar el aspecto de un imbécil con los ojos desorbitados… Tragué saliva con dificultad porque no podía dar crédito a lo que estaba leyendo y releyendo, una y otra vez. Por un momento creí que toda la gente que había a mi alrededor estaba pendiente de mí, con sus miradas clavadas en mi transfigurado semblante. Miré alrededor y pude convencerme de que, como era lógico, absolutamente nadie había advertido aquello que para mí resultaba tan evidente.
A esa hora, algunos ejecutivos, secretarias de buen ver, e incluso algún cura que otro de semblante circunspecto, realizaban la misma operación que yo, desayunarse sin prisas y con la prensa del día. A propósito, de la «canallesca», mi periódico yacía sobre la silla de al lado, como abandonado…
Volví a leer el mensaje para cerciorarme de que realmente era de Sandro, y también de que no había error posible.
Nombre desconocido en el mundo de las antigüedades y de los coleccionistas, tanto legales como «de los otros». Pieza fuera de cualquier catálogo. Para más información, más detalles en…
Como era lo habitual, Sandro firmaba «S», y después una cantidad: 1.000 euros.
Total, que acababa de tirar a la basura urbana esa cifra sin obtener nada a cambio. Mi cara debió parecer un poema —una máscara de furia contenida— tras apretar la tecla roja del móvil, pues a nadie le gusta perder dinero.
«Así pues, resulta que nadie conoce al tal 'Lerön Wall', presunto coleccionista de arte», cavilé cariacontecido ante la frustrante novedad. Y la pieza, aun a riesgo de ser auténtica y, por lo tanto, extraída subrepticiamente de alguna excavación, era tan desconocida como su anterior propietario. Haciendo un esfuerzo mental extra, decidí dedicar toda mi atención a la bandeja del desayuno que tenía frente a mí, antes de continuar estrujándome el cerebro, y luego disfrutar del agradable sol mientras me alimentaba. Comí con deliberada lentitud, saboreando cada suave mordisco dado a las gruesas y doradas tostadas generosamente cubiertas de mantequilla y mermelada de melocotón, todo ello tras tomarme de un solo sorbo el zumo de naranja. Como era costumbre en mí, reservé el
capuccino
para degustarlo mientras me informaba leyendo la prensa del día.
La Repubblica
publicaba, en primera página, el comienzo de la nueva guerra en el Golfo Pérsico. Sadam Hussein se enfrentaba él solito contra unos Estados Unidos de América eufóricos, y la ciega efervescencia bélica yanqui hacía que se exaltaran los ánimos en una Europa casi por completo en contra de la política de garrote y tentetieso de George W. Bush, digno hijo de su ínclito padre.
Esto venía a complicar sobremanera mis actividades en la región con las mayores reservas petrolíferas. Para mí, sólo era uno de los lugares más ricos del mundo en yacimientos arqueológicos. No en vano, toda la cultura tenía su origen cerca de allí, en la antigua y legendaria Mesopotamia.
Miré todo el periódico con calma. Únicamente una noticia atrajo verdaderamente mi atención; de hecho, me hizo palidecer en cuestión de décimas de segundo, sumiéndome en la inercia de lo imprevisto. Después aspiré hondo el aire romano y leí de nuevo el titular de la gacetilla.
Asesinado en su domicilio de Roma el conocido anticuario Pietro Casetti.
En una columna, apenas ocho miserables líneas informaban del suceso en el rotativo romano. La gacetilla apenas aportaba detalles dignos de consideración. El cuerpo del finado había sido encontrado por su asistenta, con un puñal clavado en el pecho, sobre la costosa alfombra persa de su despacho. No habían robado nada; aparentemente, aquello era el ajuste de cuentas de cada día en el país de la Mafia. Pero era la segunda muerte de un anticuario famoso en un mes. La otra había ocurrido en Londres, apenas quince días antes. No obstante, el escenario y el método eran distintos.
Adopté una actitud reflexiva.
Me hubiera parecido una coincidencia —en las que por cierto, no creo; eso es para las mentes ingenuas— si no fuera porque los dos habían contado conmigo para contratar mis servicios poco antes de ser asesinados.