Krastiva Iganov
E
n las afueras de El Cairo, una bella mujer corría asusta da por el arcén de la autovía que penetraba en la ciudad con sus largos y retorcidos tentáculos por la que discurría el fluido tráfico. Todo en ella evidenciaba que huía de una amenaza inminente. Su vestido aparecía desgarrado, y se tapaba sus turgentes pechos y los pezones rosados como podía con una mano, apenas cubiertos por un sujetador negro desgarrado, mientras con la otra aferraba una bolsa del mismo color que contenía, en apariencia, material fotográfico. Largos mechones de pelo, ya apelmazado y sucio, caían por sus enrojecidos hombros, cuya piel, blanca como la nieve eterna de los Alpes, había sido castigada con saña por el astro solar que reinaba sobre Egipto, retando al tiempo y a la historia de los hombres.
Unos llamativos ojos almendrados, de pupilas vedes como los oasis del Nilo, giraban en sus órbitas, mirando atrás como si las mismísimas llamas del averno fueran a alcanzarla de un momento a otro… Se encontraba lívida por el terror que sentía a flor de piel. Había perdido el tacón de su zapato derecho, y de ahí que avanzara a trompicones como una preciosa gata de Angora, coja y muy asustada, en busca de un refugio seguro.
El tráfico era ágil a esa hora por el cuádruple carril que se internaba en la populosa urbe de color arena, la cual daba cobijo a más de 17 millones de seres humanos que robaban así al desierto su lugar, para arracimarse en colmenas que el sol castigaba inmisericorde.
La mujer trató de parar a algunos de los numerosos automóviles que circulaban a gran velocidad, frente a ella, sin dejar de correr, y en un patético intento de huir de alguien o de algo que ya había quedado lejos. Pero ante la absoluta imposibilidad de conseguir su propósito, so riesgo de morir atropellada en un 99 por ciento de posibilidades, se dejó caer en el arcén y se cubrió la cara con las manos, sollozando demudada. Apoyó su valiosa bolsa entre unos prietos muslos que ahora enseñaban su marfileña piel. Estaba débil, vencida y triste. Tenía la mirada extraviada.
De repente, sin darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor desde hacía unos minutos, una mano oscura, con dedos largos se posó suavemente en su enrojecido hombro, que mostraba la marca de la ancha correa de la que pendía, antes de romperse, su bolsa negra.
Todavía apoyada en el áspero asfalto, lanzó un largo y desesperado grito:
—¡Nooooo!
El desconocido sufrió un sobresalto. Se apartó tan rápido como si hubiera recibido una descarga eléctrica en sus genitales durante un duro interrogatorio policial.
Tras su último desahogo vital de miedo y desesperación, ella se sintió sin fuerzas para oponer resistencia. Levantó la cabeza bruscamente y, por un momento, le pareció como si en su cerebro cesase toda actividad. La sangre dejó de correr por sus venas, y un frío gélido le subió por las piernas hasta la cabeza, en forma de un escalofrío que le congelaba todo el cuerpo. Las lágrimas dejaron de fluir por sus asustados ojos, que ahora brillaban como esmeraldas bajo el agua, y miró al hombre que, enfrente de ella, le sonreía mostrando sus buenas intenciones.
A lo largo de los años que había pasado en Oriente Medio, Krastiva, una mujer agresivamente independiente, había aprendido a diferenciar a la perfección los distintos rasgos raciales de cada país. Conocía numerosas tribus semitas y camitas de Palestina, Jordania, Siria y de los desiertos de Arabia Saudi, Egipto y Sudán. Quizás por esto, cuando levantó su mirada y contempló el rostro de tez oscura, anguloso, de ojos grandes color miel, su pánico se trocó en relajación y todos sus músculos abandonaron la tensión para permitirle recobrar el ánimo. Además, el desconocido vestía a la usanza europea con un pantalón negro de pinzas y una camisa color vainilla de manga larga, recogida en ambos antebrazos con desigual fortuna.
El bigote de él, espeso y negro como cola de caballo azabache, se arqueó al desplegar sus labios en una abierta sonrisa que tranquilizó un tanto a Krastiva. Después le tendió su mano, que ella aceptó sin más para incorporarse dificultosamente mientras le empezaba a hablar en un aceptable inglés.
—Señorita… Dígame, ¿qué le ha ocurrido? ¿Cómo es posible que se encuentre en un estado tan lamentable? —Se mostraba dubitativo mientras se acercaba de nuevo a ella, aunque manteniendo una educada distancia—. ¿Puedo llevarla a su hotel…? —Él tomó aire con los dientes apretados—. Tranquilícese, soy taxista, un honrado profesional del volante… ¿Ve? —Le indicó con la mano derecha el lugar donde se hallaba aparcado su automóvil, de un color azul oscuro. El motor rugía en silencio al ralenti, como un león del desierto al acecho, expulsando un humo marrón oscuro por su tubo de escape, y silbando igual que un «animal» urbano dotado de vida propia.
Krastiva no supo por qué se dejó llevar tan fácilmente después de las dramáticas experiencias vividas; quizás porque necesitaba tanto aquella providencial ayuda, que en sí parecía surgida de ninguna parte. Así que se decidió a confiar en aquel nativo que, al menos, le brindaba la oportunidad de huir más rápido. En Egipto, pocos son los taxis que llevan sobre su techo indicativo alguno que así lo demuestre, y el coche de aquel amable egipcio carecía desde luego de él. No obstante, la joven decidió dejarse ayudar, dando por bueno aquel auxilio en carretera. Una vez en pie, él la condujo de un brazo, con todo cuidado, con mimo, como se hace con una cervatilla herida que camina a duras penas cojeando, totalmente desvalida.
Cuando se halló en el interior del automóvil, y a pesar del calor reconcentrado y el aire cargado que apenas le permitían respirar, Krastiva se notó muy reconfortada, sin sentir apenas cómo penetraba hasta sus pulmones aquel desagradable olor a gasóleo recalentado. Se veía a salvo por primera vez desde que huyera desde la zona del Canal de Suez cinco días atrás, con el pánico oprimiéndole la garganta.
Se rebulló en el asiento trasero, y luego colocó su bolsa negra sobre su regazo, abrazándola, no tanto para protegerla como para cubrirse, avergonzada, ante el varón egipcio que, acomodado en el asiento del conductor, no podía evitar echarle alguna mirada por el rabillo del ojo de un modo discreto; pero eso sí, sin dejar nunca de sonreír.
—¿Dónde quiere que la lleve, señorita? —preguntó él con su prudencia habitual, aunque mirándola, apenas un segundo y en un irrefrenable impulso, tras girar la cabeza unos sesenta grados.
—Lléveme al hotel Ankisira, por favor —acertó a pronunciar ella con voz entrecortada y con su mirada fija al frente, sin atreverse a mirarle directamente.
Salah comprobó que tenía sus preciosos ojos humedecidos por la gratitud.
Todo el cuerpo de la rusa comenzó a temblar a medida que la tensión iba dejando poco a poco a una flacidez muscular, acompañada, a su vez, de pequeñas convulsiones. Poco después notó un frío intenso y las lágrimas de nuevo afloraron, resbalando por sus mejillas entre incontrolables hipidos. Más tarde cubrió su rostro con las manos y dejó que salieran de dentro de su atormentado espíritu, como aguas amargas que saben a hiél, el miedo y la indefensión que había sufrido durante los días pasados.
El conductor, que cada veinte o treinta segundos miraba a través del espejo retrovisor, procuró no correr. Según su opinión, era mejor que cuando llegara al hotel ya estuviese lo suficientemente repuesta de su particular drama como para no llamar demasiado la atención al pasar por el inmenso
hall
.
En el ínterin, el solícito taxista se mantuvo callado para permitirle desahogarse, haciéndose preguntas mentales mientras, impotente, escuchaba sus sollozos; pero sin conseguir ninguna conclusión lógica satisfactoria ante aquella dramática situación. El ruido del bullicioso El Cairo, el olor a especias y el calor sofocantes que abrasaban las fosas nasales, penetrando a través de ellas al respirar, se entremezclaban con el tufo que desprendía el cuero recalentado y el sudor ácido que iba dejando su marca indeleble en las ligeras prendas que ambos vestían.
Krastiva tiró de una cremallera y extrajo de un pequeño bolsillo exterior de su bolsa negra un paquete de pañuelos de papel. Con uno de ellos se sonó ruidosamente, tras limpiarse los surcos que las lágrimas habían dejado sobre sus mejillas como senderos trazados para abandonar su cuerpo.
Sus pómulos eslavos sobresalían bajo sus ojos, orgullosos y brillantes. Sus largos dedos, con algunas uñas rotas, revolvieron el cabello apelmazado y lo peinaron para ahuecarlo en lo posible, echando parte de él por delante de su hombro pudorosamente.
El conductor egipcio sonrió como lo hace quien conoce bien la coquetería de las mujeres. Ella se preocupaba por su aspecto, y eso decía muy a las claras que su autoestima empezaba a resurgir de dentro de su alma de mujer, y también que el espíritu de supervivencia, a pesar del sufrimiento pasado, no habría sido aún quebrado del todo.
—¿Se encuentra mejor, señorita? —le preguntó con suavidad, al verla parcialmente recuperada.
Ella miraba a través del automóvil, intentando escrutar a través de él, para asegurarse de que nadie los seguía. Sin embargo, todos los conductores que podía divisar desde su cómoda atalaya eran nativos, detalle éste que la tranquilizó en grado sumo.
Se sentía profundamente conmovida por aquella inesperada ayuda.
—Lo siento. —Se dirigió a él con gesto sonriente, para mirarle de un modo directo a los ojos por primera vez desde que la encontrara acurrucada en el arcén—. Creo que he sido una desagradecida… —Se excusó con un gracioso mohín—. No le he dado las gracias por recogerme, y ni tan siquiera me he presentado; y eso es sencillamente imperdonable… Soy Krastiva Iganov, fotógrafa rusa. Trabajo para la revista
Danger
… No sé qué me habría pasado si usted no se hubiera brindado a recogerme tan gentilmente… Me hallaba desesperada.
El taxista del país de los faraones sintió cómo aquellos ojos verdes, inteligentes y hermosos, le atravesaban el alma con una intensísima emoción, e incluso llenaban su cuerpo y su mente, sin que ya pudiera pensar en otra cosa que en volver a mirarla. Era sencillamente maravilloso ese ir dejándose embriagar por su voz, suave y dulce como un trino. La intensa ternura que le envolvía le hizo suspirar en dos ocasiones seguidas.
—No tiene importancia —respondió tras una breve pausa, avergonzado como un colegial que se enamora por primera vez. Después con voz más firme, aseguró—: Cualquiera lo hubiera hecho lo mismo que yo.
A Krastiva Iganov se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No crea, llevaba tiempo ya cuando me encontró… intentando que alguien se apiadase de mi situación e hiciese esto por mí… Pero no lo conseguí hasta que llegó usted. —Sonrió más ampliamente, con un gran esfuerzo de voluntad, dejando ver más sus dientes, blancos y perfectamente alineados—. Nunca se lo podré agradecer lo suficiente.
—Bueno, bueno, no ha sido nada. Me alegra haberla podido ayudar… Verá cómo pronto olvida los malos ratos pasados y recupera el ritmo de su vida normal.
—Habla el inglés muy bien. —Le halagó—. No lo chapurrea como la mayoría de sus compatriotas. Estudió usted en Inglaterra… ¿Verdad que sí?
Salah intentó esbozar una sonrisa de complicidad.
—¿Cómo lo ha sabido? —le respondió el taxista, componiendo de paso su gesto afectado y fingiendo sorpresa—. ¿No será, además, de la KGB?
Los dos estallaron en grandes carcajadas ante la fina ironía, como si acabaran de escuchar el mejor chiste del mundo.
—Se ha reído. —Le señaló él, hondamente satisfecho por haberlo logrado—, lo cual demuestra que está mejor de ánimo. Así me gusta verla… Sí, estudié en Oxford, aunque sólo un par de años; luego hube de regresar, pues mi familia no podía pagarme ya los estudios. Mi padre había muerto y mi madre y hermanos necesitaban ingresos, así que… —Dejó la frase inconclusa, ya que resultaba obvio el resto de una historia personal mil veces oída en cualquier rincón del mundo.
Krastiva le dirigió una melancólica sonrisa.
—Algún día regresará… Ya verá, aún es joven… —manifestó ella con fervor—. No se resigne a su suerte. —Le animó porque estaba agradecida por la ayuda que le había prestado. Acto seguido le comentó, a modo de disculpa, con un tono tan dulce como embriagador—: Por cierto, no me ha dicho aún su nombre…
—Salah, me llamo Salah-ben-Ibah —respondió él con indisimulado orgullo, sacando pecho y recalcando bien cada sílaba.
—Salah… —Ella pronunció su nombre con respeto, lentamente, como temiendo contaminarlo con otra palabra que pudiera enturbiar su rotunda fonética—. Espero que volvamos a encontrarnos, que nuestras vidas se crucen de nuevo… Se lo digo de todo corazón… Es usted mi ángel de la guarda particular. —Esbozó una sonrisa encantadora.
Salah se mostró sorprendido.
—Comprendo el sentido de lo que dice… Yo, señorita, espero también que no se lleve mal recuerdo de Egipto… —repuso el taxista, nervioso—. Vuelva dentro de un tiempo y verá cómo lo que vea malo que le haya acaecido hoy se difuminará por completo en su mente y da paso a vivencias mejores…, Este es el país del Nilo, el país de los cambios profundos. —Dejó que fluyeran libres sus palabras, apenas sin control y desde lo más interno de su ser, que ya era un amasijo de músculos temblorosos.
—Volveremos a vernos —respondió la bella rusa con decisión. Después puso una mano afectuosa sobre el hombro derecho del profesional del volante.