Read El laberinto prohibido Online

Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (6 page)

Así pues, mi misterioso cliente había penetrado en mi habitación subrepticiamente, para dejar aquel sobre encima de mi cama. Dentro del mismo encontré un trozo de yeso toscamente tallado que me recordó vagamente el que me enseñara Lerön Wall en Londres. Era un grabado en tinta china sobre un amarillento papel, y con el dibujo de un árbol, exquisitamente dibujado por cierto, y un pequeño trozo de papel garabateado con una prisa evidente; el cual mostraba a las claras que había sido escrito con gran nerviosismo por parte del autor.

Contactaré con usted. Permanezca aquí.

Al menos, ahora sabía a qué atenerme.

¿Qué significaba aquel dibujo, gastado por el tiempo, que parecía haber pasado por numerosas manos? Y además, ¿qué tenía que ver con aquella burda copia del trozo de friso egipcio que Lerön le robara a Casetti? Con él en las manos, tirado sobre la cama, me adormecí entre tantas dudas que asaltaban mi mente.

Unos golpes secos contra la puerta me despertaron bruscamente. Abrí los ojos y salté de la cama. Sólo entonces advertí que me había quedado dormido con la ropa puesta. Palmeé mis pantalones, estiré la camisa, en un intento por aparecer medianamente presentable, y fui a abrir. Di por hecho que un camarero, con modales nada correctos, era quien se atrevía a interrumpir mi placentero sueño.

Cuando lo hice, una figura masculina, de mediana estatura y entrada en carnes, se recortó contra el umbral. El desconocido sudaba copiosamente, y miraba a todos los lados con gran nerviosismo, pasándose el dorso de la mano por la frente para evitar que el agua expulsada por los poros sobrepasara sus bien pobladas cejas.

—Soy la persona que está esperando… Permítame pasar, por favor —habló con voz grave e insegura. Se hallaba asustado y excitado a un tiempo.

—Adelante, adelante… —acerté a pronunciar, cogido por sorpresa.

Cerré la puerta y mi asustado visitante quedó parado al borde de la cama, mirándome de hito en hito. Vestía ropas de calidad, y su reloj de oro, así como el tamaño del diamante que, en solitario, adornaba su mano derecha, hablaban a las claras de una solidez económica. Tenía las características redondeces pálidas y blandas de esas personas que siempre dan cuenta de una buena mesa y nunca hacen ejercicio físico.

Por fin tenía enfrente a mi enigmático cliente. Se me ocurrían varias preguntas que flotaban en mi cerebro sin respuesta lógica, pero preferí dejar que él tomara aire. Era más que evidente que estaba muy angustiado, y necesitaba regular su respiración.

—Se preguntará… quién soy yo… por qué estoy tan alterado… y algunas cosas más… —Rompió a hablar de una manera entrecortada, desplegando una forzada sonrisa para relajar la tensión del momento—. Me llamo Klug…, Klug Isengard. Soy anticuario. Tengo una afamada tienda en el centro de Viena y colecciono piezas de arte antiguo; de ahí mi interés inicial en este asunto que ha cobrado tintes sangrientos.

—¿Inicial? —Me oí decir, extrañado, mientras arqueaba una ceja en señal de sorpresa. El detectó en mí una nota de escepticismo.

—Inicial, puesto que… Bueno, será mejor que empiece por el principio… —aseguró el austríaco con voz queda, aunque enseguida recuperó su nerviosa vivacidad al seguir hablando—: Como usted supondrá, los anticuarios de las ciudades más importantes de Europa nos conocemos más o menos bien, y aunque de cuando en cuando nos hacemos algunos favores, también nos hacemos algunas faenas… —Rió levemente, para marcar con esta ironía lo imperfecto de su «amistad» profesional—. Ya ve que le soy sincero del todo… Hoy día, gracias a Internet, es mucho más fácil acceder a colecciones privadas y conocer piezas que incluso ya se daban por perdidas. Así fue como contacté con tres de mis colegas, en Madrid, Londres y Roma. Teníamos un nexo en común. Los tres íbamos tras una leyenda… —Le acerqué un vaso de agua y una pequeña toalla, pero sin interrumpir su relato. Yo lo miraba sentado en una silla, con mi cabeza apoyada sobre mis manos que abrazaban un respaldo, totalmente embebido por la atmósfera de excitante misterio que él creaba, igual que si de un cuentacuentos se tratara. Se sentó en la cama, y luego tragó el agua con avidez, para continuar su historia sin inmutarse—: Al principio era como un juego, supongo que estas cosas siempre comienzan a modo de una inocente distracción, pero poco a poco, uniendo nuestras pesquisas y las piezas conseguidas, como cuando se van encajando los trozos de un rompecabezas, se fue presentando ante nosotros la posibilidad de que lo que parecía una leyenda resultara ser una realidad, un secreto milenario que podía irritar a poderosos estamentos sociales sólidamente establecidos desde hace muchos siglos… Así que decidimos juntarnos en Roma; pero dos días antes, Lerön Wall fue asesinado en Londres, como bien sabe, y dos días más tarde, le sucedió otro tanto a Pietro Casetti. —Isengard perdió la compostura y la pena contrajo su rostro—. Puestas así las cosas, me abstuve de viajar y me refugié en una casita que poseo junto al lago de San Wolfang, en previsión de un posible ataque contra mi persona. De momento y tras contactar con usted, he conseguido no ser detectado. Eso creo… —deseó por un momento, soltando después un suspiro de alivio.

Aquello despertó mi curiosidad.

—¿Cómo supo de mi existencia? ¿Debo suponer que se lo comunicó previamente el señor Wall? —inquirí, preocupado.

—Me avisó de que iba a ir a verle —respondió al cabo de un instante— y le entregaría el trozo de friso y las fotografías que le había hecho. Tenía inmejorables referencias suyas, señor Craxell… —Me miró matizando de esta manera su halago, que al instante agradecí con una leve inclinación de cabeza—. Di por hecho que sus primeras averiguaciones las realizaría en Roma, y por eso seguí a Casetti desde su domicilio. No me atreví a contactar con él por miedo a ser descubierto. Después hice otro tanto con usted. Por cierto, debo decirle que me hizo caminar más de lo que yo hubiera deseado, señor Craxell. Lo demás ya lo sabe.

El veterano anticuario interrumpió su explicación y fijó su mirada en mí, expectante, a la espera de mis preguntas. Comprendí que se sentía desvalido. Por su cara, mofletuda y brillante ahora a causa del copioso sudor —mezcla del miedo y la tensión acumulados—, resbalaban chorrillos de agua procedentes de su cabellera. Humedecido su rostro como el de un niño asustado, veía en mi persona su salvación, la solución a todos sus acuciantes problemas.

Esbozó una sonrisa que en realidad enmascaraba su miedo.

Isengard hablaba atropelladamente, condensando cuanta información disponía a fin de presentármela lo más detalladamente posible. No se daba cuenta de que así, resultaba imposible «digerirla». No obstante, de aquel nuevo asunto en que me estaba metiendo saqué una idea bastante clara.

Llegado este momento, el anticuario retomó su perorata, y más entrecortadamente aún, siguió con su interminable discurso.

—Además… —balbuceó con voz temblorosa—, además, sin ser nuestra intención, fuimos desvelando algo que nos hizo estremecer, un… pero no, no, no me creería… —Interrumpió su explicación, bajando la cabeza y gesticulando con sus manos aparatosamente, dando a entender la impotencia que sentía para hacer valer sus argumentos.

—Créame, señor Isengard… He tenido ocasión de conocer asuntos aparentemente inexplicables, peticiones que más se asemejaban a locuras fermentadas en una mente enferma. Incluso he debido escuchar los desvaríos de más de un megalómano que pretendió ser un antiguo faraón, y encima con la disparatada pretensión de recuperar el trono de Egipto, para así devolverle su gloria pasada… Fíjese al extremo donde llegan algunos paranoicos… No, no me escandalizará usted. Hable, hable sin ambages. Le escucho con toda atención —le apremié con energía, insuflándole la necesaria confianza.

—No, esto no…; esto es increíble… Hasta yo, a veces pienso… Bueno, verá… —Klug no se decidía a hablar, parecía aterrado, por lo que aún tuve que ayudarle usando de mi gran paciencia.

—Inténtelo al menos, que yo estoy de su parte. Aquí estamos a salvo —dije en tono relajado, abriendo mis brazos e intentando abarcar el espacio en el que nos hallábamos—. Créame, estamos seguros; al menos, de momento.

Tras dejar escapar un profundo suspiro, él extrajo entonces una pequeña fotografía, y me la acercó con mano ciertamente temblorosa. Resultó ser de una estatua de Amón-Ra, el carnero con el dios solar de Ra entre su enroscada cornamenta.

—¿Amón-Ra…? ¿Qué tiene que ver? —pregunté con ansiedad—. De verdad que no entiendo nada, oiga. —Mi sorpresa era más que evidente.

Isengard sacó de nuevo, de un bolsillo, lo que parecía ser una estampa religiosa más, y luego la puso en mis manos.

—¿Sabe quién es? —me preguntó con tono apremiante.

—Por lo que deduzco, parece una imagen católica, pero ignoro de qué santo… Cada vez me hallo más perdido. Le aseguro que mi confusión va en aumento —reconocí ante él.

—Mire ambas fotografías. Compárelas… —insistió él, algo malhumorado—. ¿Ve algún nexo entre ellas?

Observé las dos impresiones a todo color que tenía entre mis manos, y después levanté la cabeza para mirarle, torciendo el gesto para indicarle mi total ignorancia.

—No, no veo qué relación han de tener. Como no me lo explique usted… por favor… —le pedí en tono lastimero, entregándole a continuación ambas imágenes.

Mi interlocutor se incorporó cobrando una seguridad que ahora era plena. Si no le hubiese visto temblar, habría creído que era otro, y nunca el gordo y sudoroso Klug que apareciera en la puerta de mi habitación tan alterado.

—Observe el disco solar de Ra y compare con… —Apuntó con el índice derecho el círculo dorado que aparecía tras la cabeza del supuesto santo católico—. Es el mismo símbolo… ¿Qué le parece?

—Vamos, vamos, señor mío. —Reaccioné incrédulo—. Esa es una similitud muy forzada.

—¿No me cree…? Vea ahora estas dos fotografías —dijo raudo, sacando otras dos de un bolsillo de su arrugado pantalón—. Dígame… ¿Quiénes son?

Miré con atención, y enseguida ofrecí mi opinión.

—Aquí aparece Isis con Horus niño, y aquí, María con Jesús niño… No me diga que… —Dejé mi objeción inconclusa.

—Sí, las dos son Isis… Una, tal cual fue creada en y para Egipto; la otra, es una Isis camuflada para ser adorada; pero sin que resulte evidente su identidad. —Aún extrajo de su pantalón otra instantánea más—. Mire, mire, es la Trinidad egipcia… ¿Sabe cuál es el dogma más importante de la Iglesia Católica?

—Bueno, sí, la Trinidad, claro, pero…

—Pero nada. —Klug Isengard me interrumpió tajante. No me gustó su tono perentorio—, sólo es la continuación de la poderosa Orden de Amón. Antes lo fueron otras.

Resoplé con fuerza antes de expresar mi opinión con firmeza, sin cortapisas.

—Todo esto comienza a parecerme una locura, la elucubración de alguna mente visionaria —dije con voz solemne.

Klug sonrió condescendiente, y luego comentó en voz baja:

—Ya le advertí que no me creería… Sin embargo, dos personas han muerto y nosotros somos las próximas víctimas… Casetti lo sabía, y por eso decidió abrir una cuenta con prácticamente todo el efectivo que tenía para que usted pudiera hacer frente a su potente enemigo… Ni se lo imagina, señor Craxell… Este enemigo es ni más ni menos que la mismísima Iglesia Católica Apostólica Romana, o debiera decir mejor la Iglesia de Amón, para ser más preciso.

Yo, literalmente atónito ante lo que acababa de escuchar, miraba boquiabierto al experto anticuario vienés.

—Discúlpeme, pero es que esto me supera realmente… No esperaba encontrarme ante algo tan… tan… No sé ya ni cómo definirlo… Tendría que ampliar su explicación, matizarla más para que pueda comprenderla en toda su magnitud. —Le pedí con estoicismo. Noté que me empezaban a sudar las palmas de las manos.

La pesada humanidad que soportaba no parecía obstáculo ahora para mi enigmático benefactor. Cuando parecía que nada podía sorprenderme ya tras sus explosivas declaraciones, metió sus dedos, cortos y gruesos —que apenas dejaban espacio entre sí—, en la parte interna de su camisa, que ahora mostraba grandes manchas de humedad que desprendían un olor a sudor ácido, y extrajo un reblandecido grabado que sin duda había conocido tiempos mejores. Me lo enseñó con aire triunfal, esta vez sosteniéndolo entre sus regordetas manos.

—¿Qué ve ahora, señor Craxell? Piénselo bien antes de responder. Las apariencias engañan —aseguró con marcada ironía.

Ante mis ojos, arrugado y mojado, tenía un exquisito trabajo realizado por algún hábil artesano altomedieval. Calculé que su precio podría poner los pelos de punta de cualquier experto en costosas adquisiciones; de esas que se ven en una subasta de, por ejemplo, la galería Sotheby's.

—Es una representación de Amón tal como lo veían los griegos y los egipcios de la era ptolemaica, con patas de cabra —solté sin pensarlo. Cualquier entendido se hubiera sentido ofendido por aquel absurdo grabado de negros y seguros trazos.

—Échele otra ojeada. Préstele mayor atención, y seguro que enseguida encuentra otra época posterior en que esta imagen resultó ser adorada por alguna orden de gran relevancia… ¡Vamos, vamos! —Me apremió—. Se lo he puesto fácil… Créame. —Sonrió satisfecho por haberme logrado pillar por sorpresa.

Repasé mentalmente largas etapas de la Historia: Roma, los druidas celtas… Desde luego, en la Iglesia Católica no encontré absolutamente nada que se le pareciera ni de lejos. Me hallaba perdido, pero mi orgullo profesional me impedía reconocerlo.

—Veo que habré de decirle abiertamente de quién se trata… —Mi inefable visitante jugaba como un niño travieso que ha encontrado por fin algo desconocido para un padre, y disfruta con el juego de las adivinanzas—. Es Baphomet. —Pronunció su nombre con estudiada solemnidad, marcando mucho cada sílaba.

Fue entonces cuando en mi mente se abrió paso la razón, como si un velado conocimiento rasgara la niebla mental que lo ocultaba a mi entendimiento. ¡Claro! ¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Baphomet! Era el ídolo de los templarios… ¿Y qué tenía que ver con Amón?

—Sí, como usted sin duda está deduciendo. —Me halagó una vez más—, Baphomet, el ídolo de los templarios que dominaba a la serpiente, no era sino Amón dominando a la serpiente Apofis. La Iglesia Católica, o más bien el gran sacerdote de Amón-Ra del momento, decidió retomar su adoración tal y como se desarrollaron en sus antiguos templos de Egipto. … Bajo su sombra creó la orden templaría.

Other books

Prester John by John Buchan
Reckless by Stephens, S.C.
Gordon's Dawn by Hazel Gower
Birth of a Killer by Shan, Darren