El taxista asintió, ceñudo. Por la mirada de connivencia que compartió conmigo Klug supe que éste había captado mis intenciones. No deseaba, si éramos seguidos, que supieran adonde nos dirigíamos, y sin duda en un hotel de lujo encontraríamos el mejor mapa de la zona.
Una «piadosa» brisa penetró suavemente, aliviando nuestros padecimientos. El conductor preguntó qué hotel era al que íbamos antes de iniciar nuestro periplo, y tras pedirle que pasara frente al primero que encontrase, me quedé cavilando qué haríamos al llegar a la calle en la que, como yo sabía, se alzaba el edificio de un antiguo harén, junto a la mezquita azul. Era una construcción desconchada y deteriorada en todos los aspectos, usada para el culto por los pobladores del entorno del gran bazar al aire libre de El Cairo. Sus calles, habitualmente embarradas, con montículos de basura acumuladas y patios descuidados y oscuros que conocieron mejores tiempos —donde ratas de larga cola y duras cerdas hociquean sin descanso en los desperdicios—, desanimaban a unos turistas que no se solían adentrar por sus meandros salpicados de pequeños talleres, explotados por familias que se dedicaban a fabricar toda clase de objetos que luego vendían en sus puestos callejeros del bazar.
Salah pasó a prudente distancia del impresionante hold de la Cadena Hilton, con sus 36 pisos de altura, para no molestar a los taxistas que allí se apiñaban, ya que éstos, como los que se emplazaban a la puerta del resto de establecimientos hoteleros cairotas, tenían un acuerdo para poder efectuar frente a ellos su trabajo cotidiano.
Los dos nos apeamos y, con paso rápido, entramos en el vestíbulo, donde una gran vitrina abierta mostraba todo tipo de postales, mapas y guías, algunas con sus cubiertas rozadas por el uso. No todos compraban esos
souvenirs
al uso, razón por la que algunos aparecían excesivamente manoseados.
Nadie se percató de nuestra presencia en el vestíbulo que era un gran espacio coronado por una grandiosa lámpara con cristales que brillaban como diamantes, y rodeado de grandes columnas que imitaban el milenario estilo egipcio. Al fondo del grandioso
hall
se desplegaba un gran mostrador, flanqueado por dos fuentes de las que se elevaban discretos chorrillos de agua, a ras de superficie. Aquello era un mundo uparte, una especie de cápsula aislada y con potente aire acondicionado, un lugar de lujos sin fin donde aislarse de las zonas más desfavorecidas de El Cairo.
La gran vitrina, frente a la que nos encontrábamos, se hallaba a la izquierda del vestíbulo, junto a los ascensores de puertas doradas, casi a la entrada. Ojeé una tras otra las guías y mapas expuestos, y elegí uno que llamó mi atención especialmente. Al desplegarlo, vi que Egipto aparecía dividido en cuatro secciones rectangulares y bien detalladas.
—Creo que éste nos servirá. Digo que… —Elevé la voz a propósito, al ver que Klug sólo se preocupaba de vigilar el enlomo como un perro guardián jadeante— éste nos servirá.
—¡Oh! ¡Sí! ¡Claro! Lo siento… —farfulló él disculpándose—. Mis nervios saltan a la menor señal de alarma. ¿Ha encontrado entonces lo que buscaba? —me preguntó a continuación, en un esforzado intento de integrarse en la conversación.
—Sí; nos será útil —le informé con impaciencia, a la vez que me acercaba al mostrador de recepción para pagarlo.
El anticuario me seguía igual que un niño asustado al que se le ha pillado en falta. Su privilegiado cerebro era, sin embargo, nuestra mejor arma en aquella complicada situación en que los dos estábamos metidos quién sabe por cuánto tiempo.
Numerosos turistas bajaban y subían por la alfombrada escalinata de color sangre que desembocaba en la primera planta, ocupada por entero por tiendas de chucherías para ellos. Sus caras, enrojecidas por el sol, y sus ropas, informales y veraniegas, con chillones estampados en sus camisas, denotaban su condición de extranjeros en período de vacaciones. Pantalones cortos, sandalias, cámara, resultaban del todo inconfundibles. Obviamente, no podían faltar los japoneses. Una joven de rostro ovalado y piel aceitunada, plana de pecho, de largos cabellos negros que apenas asomaban por el resquicio que su pañuelo, de color verde claro, dejaba abierto sobre su frente, me sonrió calculadamente desde sus labios afrutados, y después retiró el desgastado billete de cinco libras esterlinas que le di.
Pocas eran las mujeres árabes cuyas familias les permitían trabajar fuera del hogar, por esto deduje que no estaría muy lejos el varón perteneciente a su familia que, elegido como «cancerbero» de aquella belleza nativa, la controlara de cerca con acerada determinación en sus ojos. «Quizás es otro empleado del hotel. Bueno, ¿y a mí qué me importa ahora?», pensé con toda lógica.
Con total naturalidad nos dirigimos a la salida, y sin intercambiar más palabras. Salah nos esperaba pacientemente. Tenía cerrados los ojos en improvisada duermevela, pero siempre atento a cualquier ruido procedente del exterior.
Nos dirigió una mirada perspicaz.
—Mmm, me imagino que ya han comprado lo que buscaban —comentó en voz baja, casi confidencial.
—Por supuesto que sí —respondí entre dientes.
Después le pedí que nos llevase a las inmediaciones de Jan-Al-Jalili; ya llegaríamos más tarde, a pie, hasta Zuqaq El Azuani. La prudencia debería ser nuestra compañera habitual a partir de ese momento. Si la todopoderosa y omnipresente Iglesia Católica Apostólica Romana había dictado que se nos suprimiese, como en los casos concretos de Wall y Casetti, cada individuo que tuviéramos cerca sería un posible «ejecutor» de la mafia con sotana, de los intermediarios del Cielo.
Sin embargo, ellos también debían ser cautos. Aquello no era Roma… En Egipto, los musulmanes, y más concretamente los sunníes, eran aplastante mayoría, y a los extranjeros sólo se los veía con buenos ojos como imprescindible fuente de divisas.
Atravesamos gran parte de la ciudad, inmersos en el flujo metálico y desordenado, a modo de aguas embravecidas, que es el infernal tráfico rodado de El Cairo. Cerca del gran bazar, un nudo viario y una burda imitación de parada de autobuses recibían a sus miles de incontrolados usuarios que eran puntualmente tragados por los vetustos y desportillados vehículos pesados de transporte público que se atiborraban al trescientos por ciento por el módico precio de un cuarto de libra egipcia. Para subir a un vehículo de transporte público era preciso luchar a brazo partido con demasiados individuos vocingleros y ordinarios. Aquello sí que era el auténtico runrún humano de la capital egipcia.
Le puse a Salah en las manos el dinero previamente convenido, y le añadí una generosa propina, que él agradeció con una sonrisa de oreja a oreja.
El lugar donde estábamos, un espacio abierto de grandes dimensiones, empequeñecía al estar repleto con aquel gentío que deambulaba de un lado a otro como habitantes de un colosal hormiguero que se movían con prisa. Nosotros éramos dos diminutas manchas blancas en aquella achocolatada marabunta que, como mar revuelto, empujaba en distintas direcciones, arrancándonos de un lugar para arrastrarnos a otro, todo ello sin necesidad de efectuar movimiento alguno, simplemente dejándote llevar por la impresionante «marea» de personas. A la límpida luz de un sol inclemente formábamos parte de una multitud de seres anónimos, gente con la expresión plana y vacía si no hablaba o gesticulaba por algo.
Yo había visitado el lugar en anteriores ocasiones, por lo que sólo me guié por un par de referencias, como si fuera una estrella fija en el firmamento. No existía otra forma de orientarse.
Las voces, estridentes y nerviosas de unos y otros, se entremezclaban sin pausa con los ruidos de los cascados motores de autobuses dignos de figuras en un mundo de antigüedades. Había que soportar el olor a gasóleo de automoción quemado que hería las fosas nasales, llegando a penetrar hasta en lo más recóndito de los pulmones; y eso sin olvidar el olor ácido del sudor producido por un calor asfixiante en aquella abigarrada multitud que se cocía, aparentemente impávida, bajo el duro sol del mediodía. Todos los que formábamos parte de aquélla éramos igual que cangrejos intentando huir del caldero en que el agua les hierve sin remedio.
Agarrado a mis ropas, ya empapadas por la intensa transpiración, con sus húmedas manos de dedos cortos y gruesos, Klug me seguía a duras penas, entre continuos resoplidos. Se encontraba desorientado, igual que un niño perdido en mitad de la noche, en un bosque frío y oscuro en el que sólo la mano de su padre le da la seguridad que en todo instante necesita.
Por fin, creyendo que nos desvanecíamos ante el sofocante calor y la proximidad física de tanto cuerpo sudoroso, abandonamos, a trompicones y codazos, el núcleo del gentío, aquel engorroso maremágnum, y comenzamos a andar por una zona que discurría a la derecha de una amplia calle, bajo el puente de una autopista que la cruzaba. Numerosos escaparates tenían sus persianas bajadas y los cierres echados, y apenas media docena de tiendas, dedicadas en exclusiva a los turistas occidentales, habían abierto ese día. Era la zona en que las mujeres hacían sus compras cotidianas, cuando el sol se ocultaba entre las arenas y edificios de aquel barrio famoso en el mundo, y que al anochecer mostraba otra faz.
Cuando Selene aparecía, expandiendo su luz plateada y adornando de mil luces que titilaban en el manto oscuro de la noche, comenzaba «el día» para otra parte de la sociedad. Los hombres salían a las desconchadas tabernas en las que la mugre era compañera natural para, sentados en sillas de plástico, fuera de aquéllas tomar en paz al fresco y su narguile con otros amigos. En tanto, sus mujeres, ataviadas con bellas telas de colores que ocultaban sus posibles encantos, aparecían como flores nocturnas para aprovisionarse de fruta fresca, agua, carne y verduras. Si debajo de aquellas vistosas túnicas se ocultaban algunos cuerpos voluptuosos, con senos capaces de dejarte como hipnotizado al primer vistazo, estaba claro que sus dueñas no deseaban que nadie lo supiera.
Un estallido de color inundaba entonces las calles aledañas, y las risas de hombres y los juegos de los niños animaban las castigadas calles, en las que se amontonaba la arena traída por el viento del desierto cercano, que en sí se quejaba del terreno robado por los hombres para alzar allí sus hogares, una masa asombrosa de interminables colmenas.
Pero a la hora que nosotros habíamos elegido el panorama resultaba diametralmente opuesto. Miles de turistas, ordenados en pequeños grupos y guiados como niños por un nativo la mayoría de las veces, recorrían las gastadas aceras del gran bazar paseándose para regatear en la adquisición de algún típico recuerdo de Egipto. Su desmedido afán se centraba en conseguir un precio mejor; en ocasiones, tan bajo que resultaba ridícula aquella obstinada resistencia a pagar lo exigido por un vendedor con más paciencia que el santo Job de la Biblia.
Yo, de vez en cuando, volvía la cabeza —tengo esa costumbre, para verificar si alguien me sigue; es como un acto reflejo—, controlando el entorno cercano, esperando no haber sido localizados tan pronto.
En una de estas ocasiones… ¡bingo! Vi por segunda vez, avanzando en paralelo a nosotros, a un presunto turista aparentemente despistado. Su atuendo, idéntico en todo al de cualquier otro —con pantalón corto, camiseta azul de mangas cortas, sandalias un sombrero de tela, cámara fotográfica y gafas de sol—, hizo que pasase inadvertido la primera vez que mi vista se posó en él; no así la segunda. No conversaba con nadie y no entraba en ninguno de aquellos cuchitriles llenos de baratijas, por lo que deduje que no era lo que su apariencia indicaba. Además, me percaté de que iba solo, según comprobé fehacientemente, y no se molestaba lo más mínimo en buscar su grupo de compañeros de viaje; así que era mi mejor sospechoso…
El desconocido notó la inquisitoria mirada que le dirigí, y torpemente intentó interesarse por un feo pañuelo de nailon en tonos morados y negros.
—Klug, no te muevas… —susurré casi al oído del orondo vienés—. He comprobado que nos están siguiendo. Vamos a parar aquí, y haremos ver como que nos interesa una de estas figuras que se ven en esta tienda que hay aquí, a nuestra izquierda. —Le había tratado de tú por primera vez. Al fin y al cabo, los dos estábamos metidos hasta la médula en la misma aventura y, además, con idénticos riesgos…
El aludido no respondió, tragó saliva con cierta dificultad, y luego tomó entre sus manos una figurilla con la máscara de Tutankamón tallada en piedra jabonera. Preguntó el precio a un viejo vendedor de tez apergaminada. El posterior regateo sirvió para mantenerlo ocupado mientras yo, discretamente, miraba por el rabillo del ojo, hondamente preocupado para comprobar si seguía allí «el turista». Éste me observaba ahora desde detrás de la cristalera de una de las tiendas de camisetas, cuyos colores solían servir para atraer a los extranjeros como los de las flores a las abejas que las fecundan en una soleada mañana de primavera.
Me volví bruscamente y crucé la calle en su dirección, decidido a espantarlo y librarnos de él como fuera. Al acercarme, pude ver cómo su rostro primero enrojeció, para ir palideciendo después. No había previsto una reacción como la que yo estaba teniendo.
Le grité en inglés un par de palabras fuertes, en tono muy desafiante, y enseguida un nutrido grupo de desocupados —que, por cierto, olían bastante mal, con señales de pulgas en brazos y piernas— se arremolinó en torno a nosotros. Yo me había quedado plantado en medio de la carretera, indicándole que aún podía irse si era su deseo.
Creo que «el turista» captó al instante mi mensaje, porque salió con la cabeza baja y a paso rápido, después de farfullar un juramento. De hecho, se escurrió por entre las callejuelas que, como un laberíntico dédalo, se perdían entre las sombras de sus pegados muros.
Tan pronto como inicié la maniobra de regreso, el grupo de curiosos que se había congregado se dispersó como un azucarillo en un vaso de agua caliente. Cada cual retornó a su quehacer habitual, que no era otro que la «caza» de algún turista como quien busca desesperadamente una fuente de agua en el desierto.
Cualquiera que se hubiera fijado podría haber advertido en mis ojos una maligna expresión de triunfo.
Isengard, que había adoptado una actitud estática frente a la tienducha repleta de polvorientas figuras toscamente talladas, comenzó a recuperar el resuello sudando a chorros como estaba. Permanecía de pie, lanzando miradas de soslayo, indeciso, ansioso y falto de voluntad. Unos grandes cercos se iban expandiendo bajo sus axilas que, pegadas a sus gruesos brazos, intentaban en vano mantener a raya su poderosa traspiración. Sus ojos, muy fijos en mí, contemplaban aquella escena surrealista que se había desarrollado ante él como el acto de una obra de teatro perfectamente representada, pues esto había sido y no otra cosa.