Bajo las arenas del desierto
J
amás había tenido ante mí algo como aquello que veía en aquellas fotografías. Por mis manos habían pasado piezas realmente extrañas, muchas de ellas desconocidas y fuera de los catálogos existentes; pero todas, absolutamente todas, guardaban una directa relación con la civilización a la que pertenecían, por lo que resultaba relativamente fácil encasillarlas.
Pero esta pieza era diferente. Nadie había hecho referencia a ella en el mundo de la egiptología y, además, no se la podía encuadrar en ningún sitio concreto. Aunque debo de admitir que comenzaba a sentir un cosquilleo en el pecho, una sensación de emoción contenida que me invitaba a ir más allá, a indagar en aquel asunto, no sólo por la compensación económica, sino ya por el afán de aventura.
Recordé que, cuando era pequeño, viviendo en Bilbao, mi padre —un cántabro que se había afincado allí hacía años y que se había casado con una vasca— preparaba por sorpresa búsquedas de tesoros con pistas para mí y mis amigos. Teníamos ocho o diez años de edad, y aquello nos entusiasmaba de verdad.
Mi viejo solía comprar un cofrecito de madera que imitaba a los de los piratas del Caribe de los siglos
XVII
y
XVIII
, y luego metía en su interior un par de monedas de plata y algo de dinero, y lo enterraba todo a los pies de algún árbol centenario, en algún muro medio derruido o incluso en el interior de alguna iglesia, tras uno de los ídolos, como hizo una vez. Sonreí al recordar el barullo que montamos en el templo, los requiebros de las viejas beatas y las carreras, con el papel, que hacía las veces de mapa apergaminado, el cual iba arrugado entre mis manos. Todos estábamos imbuidos por ese espíritu aventurero que condimentaba nuestras jóvenes vidas. Era la pasión por la sorpresa continua. En aquella ocasión, tras el ídolo de la Virgen de los Dolores y oculto bajo su manto negro, apareció el tesoro. Nos había costado cuatro días hallarlo.
Ahora, tras ese nostálgico
flash-back
, sentía la misma sensación que entonces, y cuando esto sucedía no podía parar hasta encontrar el tesoro de turno. Claro que en esta ocasión era adulto y me jugaba la vida, la mía y la de Klug Isengard, pues aquella gente había demostrado con creces carecer de escrúpulos.
Ya más tranquilos los dos en mi habitación del hotel, había desparramado sobre la cama el contenido de la caja que nos entregara Mustafá. En ella se extendían, de manera ordenada, la
Torá
, la
Misná
, el
Talmud
y la Biblia. Y bajo esos libros religiosos, desplegado, estaba el mapa de El Cairo, igual que una diminuta ciudad que estuviera protegida por prístinas fuerzas espirituales.
Nos habíamos sentado, cada uno en un extremo de la cama. Mi mente, absorta por completo, deambulaba por los meandros de la enmarañada capital egipcia, recorriendo cada avenida, cada calle. Trataba de descubrir algún lugar que me diese una pista, algo que seguir. Le di la vuelta al mapa para observar el plano general de Egipto, cruzado por el Nilo. Es un ardiente y legendario país que depende por completo de ese gran río, porque lo mantiene vivo, nutrido. Él lo cuida con mimo desde tiempos inmemoriales, regándolo con generosidad, igual que una madre que acaricia y alimenta a un hijo con su propia leche.
Localicé el punto en el que están situadas las pirámides de Gizah, las de Sakkara, las de Abusir y la pirámide romboidal —la primera que edificó el faraón Snefru—, así como la llamada «pirámide roja», algo más pequeña, pero la primera pirámide perfecta que se alzó sobre suelo egipcio como un pináculo que anhelaba tocar el cielo mismo, al modo de la torre de Babel, desafiando a todo, al tiempo y a los dioses. Esta también había sido alzada por el faraón Snefru.
Después situé con varios asteriscos los templos de Karnak, Luxor, Edfu, Dendera, Komombo y Wadi Seboua, e hice lo mismo con los de Abu Simbel.
Klug, en completo silencio, observaba mis manipulaciones sobre el mapa e iba siguiendo cada asterisco que yo colocaba. Su expresión aprobatoria me indicaba que, al igual que yo, estaba intentando situar cada cosa y a nosotros mismos. Por un momento, creí notar en él un estremecimiento al señalar con mi bolígrafo de tinta roja la vieja pirámide de Abusir, ahora convertida en un montón de piedras y arena que se confundirían entre las dunas del desierto de no ser por su desmesurado volumen y altura, que la hace destacar desde kilómetros de distancia.
—Siento que falla algo, pero no acierto a comprender qué es —le comenté al anticuario vienés solicitando su ayuda—. ¿Ves algo anormal en el mapa? ¿Crees que falta algo?
Mi nuevo compañero de investigación arqueológica levantó la cabeza y clavó su mirada inquisitoria en mí.
—No, no… —respondió, pero un tanto dubitativo, mientras escrutaba la superficie desdoblada del gran mapa que ocupaba un tercio de la cama misma—. Están los puntos más significativos situados en su lugar correcto… No sé, si falta algo… En realidad, ignoro qué puede ser… —Se encogió de hombros, adoptando a continuación una actitud pasiva—. ¿Qué quieres que te diga?
Lo miré con furia contenida, y en ese mismo instante él esbozó una estúpida sonrisa.
Durante un buen rato examinamos en silencio el mapa sin saber qué era lo que nuestro instinto profesional, y no otra cosa, nos decía que no habíamos tenido en cuenta. Al cabo de un indeterminado espacio de tiempo, desistimos y nos pusimos a mirar y ojear los libros sagrados que habían llegado a nuestras manos gracias al rabino Rijah.
Entre los cuatro contenían una información densa y complicada de la que ahora deberíamos extraer tan solo los datos útiles para nuestra presunta «expedición a lo desconocido»; aunque mejor debería decir «expedición al asombroso ultramundo egipcio». Entonces, incauto de mí, ignoraba lo peligrosa que iba a ser aquella búsqueda, indudablemente impuesta por las circunstancias. Suponía un viaje de retorno en el tiempo, a un mundo perdido y también a un lugar ignoto, donde no sabíamos qué diablos íbamos a hallar. En medio de mis profundas cavilaciones, le oí comentar a Isengard con aire de suficiencia:
—Comparemos el Pentateuco de esta Biblia con el de la
Torá
. Creo que puede ser un buen principio.
El hilo del que comenzar a desenrollar aquel ovillo acababa de aparecer. Como la sugerencia de Klug, así he de reconocerlo, me pareció buena, cada uno tomamos uno de aquellos valiosísimos libros y buscamos en sus primeras páginas.
Ambos habíamos usado copias de aquellos libros para muchas de nuestras búsquedas de objetos antiguos. Huelga decir que nos habían resultado muy útiles y que las manejamos con toda soltura.
—En la reconstrucción del friso al que pertenecía la pieza que me dejó Lerön Wall decía algo del Árbol de la Vida —rememoré con toda cautela, extrayendo a continuación del archivo de mi memoria las imágenes de aquel hermoso friso de escayola pintada que viera sobre la mesa de trabajo de Pietro Casetti.
De nuevo percibí un ligero temblor en Klug, como si el nombre del anticuario romano le trajese recuerdos desagradables y, por ende, peligrosos. Parecía incómodo.
—Lo único que encontraremos en estos libros sobre esos temas son unas breves referencias al Árbol de la Vida como el proveedor de vida eterna para el que comiera de su fruto —explicó de nuevo el austríaco haciendo gala de sus aptitudes como docto conocedor de aquellas obras. Después esclareció, señalando los volúmenes abiertos que teníamos entre nuestros dedos—: Me pregunto qué tiene que ver con el inframundo egipcio, que ya existía en el denominado
Libro de los Muertos
, mucho antes de que esto se pusiera por escrito…
Dirigí a Isengard una mirada calculadora.
—Existen muy pocas referencias en el mundo egipcio sobre ese supuesto Árbol de la Vida, pero hay algunas… —admití en tono mesurado—. Necesitaré mi ordenador para rastrearlas como es debido.
—Por otra parte… —comenzó a añadir él entrecortadamente— está la vida en el más allá, el Árbol de la Vida…, todo esto se reduce a una palabra en común: la vida, la vida eterna.
Klug me miró buscando una respuesta, satisfecho con su brillante deducción, clavando sus ojillos en mí como lo haría un ratón sabio tras recorrer un complicado laberinto en un laboratorio. Yo no sabía qué más era posible añadir. Resultaba obvio el nexo común, pero éste no nos aclaraba absolutamente nada. Es más, seguía pensando que, por alguna razón que no alcanzaba aún a comprender, íbamos tras dos asuntos diferentes; paralelos, como mucho.
—¡Claro! —exclamé de pronto sorprendiendo, más bien asustando, al anticuario vienés, que se hallaba concentrado en sus elucubraciones, escudriñando las zonas más recónditas de su mente—. Ya sé qué falta en el mapa… ¡Cómo no lo pensé antes! —Hice un ademán de golpearme la cabeza con mi puño derecho—. El Nilo se ha ido desplazando a lo largo de estos últimos milenios, y eso quiere decir… —No acabé la frase porque me concentré en el mapa—. Ahora, que si en verdad el Nilo, como se cree, representa a la Vía Láctea, y las pirámides de Gizah reflejan a las estrellas de la constelación de Orión… eso quiere decir —argumenté con gran seguridad, aplicando un lapicero al papel para redibujar el Nilo, colocándolo en la situación aproximada en la que debía de hallarse en aquel tiempo tan lejano— que su cauce debía ir… por aquí.
—Entonces puede ser que la puerta de acceso se encuentre entre lo construido y lo que falta por construir —contestó Isengard, cauteloso, mirándome un tanto extrañado.
—¡Exacto! —exclamé excitado—. Pero, además, es más que posible que todo esté edificado, que no falte nada en esa reproducción de las estrellas junto a la Vía Láctea, sólo que no estaría a la vista, dada su importancia.
—¿Estás diciendo que bajo las arenas del desierto puede ocultarse el inframundo egipcio de Osiris, entre el Nilo y las pirámides? —Hizo una pausa retórica, como si esperara una respuesta afirmativa—. ¿Y también piensas que esas pirámides serían pistas para hallarlo? —Su tono era de admiración y envidia a la vez—. Eso sería un descubrimiento mayor que el del Lord Carnavon… ¡Qué digo! ¡El mayor de todos!
Klug estaba muy eufórico, ya que se veía como el mayor descubridor de secretos sobre el Antiguo Egipto, como parte de la Historia con mayúscula, y por eso se desbordaba exclamando y gesticulando. Semejaba ser un histrión en la clásica comedia griega.
—¡Chiss! —le recriminé con energía, colocando mi índice sobre la boca en un intento de hacerle bajar la voz—. ¿Olvidas con quién nos las tenemos que ver? Podrían estar escuchándonos… —Mascullé un juramento—. No hables tan claro ni tan alto. ¿No ves que nos jugamos el éxito en esta búsqueda y, lo que es más importante, la propia vida? —Lo miré reprobatoriamente.
Aquello impresionó a Klug lo suficiente para quedarse callado, serio. Es más, el color se le fue de su rostro. Por un instante, creí que iba a comenzar a sudar como cuando llegó a mi habitación por primera vez. Pero no, sólo se quedó quieto, como una estatua de Buda, inexpresivo, abstraído del todo.
Pareció que el aire se tornaba más pesado, se densificaba a nuestro alrededor. Era como si el mismo tiempo se hubiera parado y la imagen se congelara por completo. Resultó ser algo realmente contagioso, pues yo mismo me sentí aprensivo y volví la cabeza a uno y otro lado para cerciorarme de que nadie extraño se encontraba al acecho en mi amplia habitación del Ankisira, la cual ofrecía privilegiadas vistas al río más largo de África.
Un mensajero le había hecho entrega de un enorme paquete proveniente de Viena. Había llegado por avión, tal y como le prometiese Gerard Bradner, su jefe.
«Espero que haya sabido seleccionar bien lo que me manda… Cuando de ropa y complementos se trata, no puede una confiar mucho en los hombres», pensó mientras esbozaba una sonrisa irónica. Se imaginaba a Bradner en su coqueto apartamento del centro de Viena y frente a su armario, intentando decidir qué extraer de él para enviárselo.
El paquete era pesado y un tanto voluminoso. Era una caja de cartón envuelta en papel de color ocre y casi totalmente sellada por el celofán. Con un cuchillo de postre del hotel, de esos que apenas cortan, lo fue rasgando. Al abrir la caja contempló el perfecto orden de la ropa, doblada con sumo cuidado. Asimismo, contenía varios pares de zapatos, bien envueltos en sus correspondientes fundas, y un par de bolsos. No faltaba su lencería fina. En un abultado sobre, que abrió con rapidez, halló su nuevo pasaporte y dinero abundante. También encontró, entre la ropa, un paquete conteniendo un móvil con cargador. Se veía que era nuevo.
«¡Vaya! Después de todo, lo ha resuelto de un modo eficaz, sí señor, y muy práctico —reconoció, sorprendida, mientras extraía un elegante vestido de noche, su túnica en punto de seda—. Ha pensado en todo… ¿Pensará que me voy a ir de fiesta? ¡Mmm! Muy bueno por Gerard». —Hizo un mohín depositándolo de nuevo en la caja con todo cuidado.
Los cosméticos necesarios para una mujer hermosa y precavida venían dentro de una de las bolsas. Allí estaban la crema hidratante de día, nutritiva para la noche, exfoliante y una completa cajita de maquillaje con sombras de ojo, rimel, lápiz de labios, perfilador, así como todos los desmaquillantes precisos. Incluso había algodones, champú limpiador y una mascarilla para el pelo.
«Estoy realmente atónita. —Abrió los ojos más aún, en un gesto de incomprensión—. Seguro que le ha aconsejado alguna mujer. No es posible tanto detalle en un hombre. ¿O tiene mi jefe una faceta oculta que yo desconozco?». Relajada y feliz por unos instantes, con fugaz expresión malévola, se echó a reír ante la marcada ironía que encerraban sus pensamientos.
El espejo le devolvió una imagen muy distinta. Vestida con el delicado vestido color chocolate, maquillada y peinada, con el pequeño bolso de fiesta graciosamente cogido por el dedo corazón de su mano izquierda, por la cadenilla, y calzada con el par de zapatos negros de tacón de aguja. Era y se sentía ya otra mujer.
«He tenido que ponerme maquillaje en tantos sitios para ocultar los morados, pero creo que lo he hecho bien. No se nota nada», se dijo con autocomplacencia, dándose la vuelta para comprobar el resultado de su concienzuda restauración física.
Krastiva Iganov abrió la puerta, dirigiéndose al ascensor con paso firme. Se sentía de nuevo segura, más tranquila. Parecía que los días malos y la amenaza de un peligro inminente habían quedado atrás… De la habitación de enfrente salían, a su vez, dos hombres. Uno era mayor, grueso, y su rostro reflejaba… ¿quizás temor? El otro era mucho más interesante, de unos treinta años de edad. Alto y de buen porte, presentaba una nariz recta y arrogante. Por lo demás, exhibía una expresión desdeñosa que parecía permanente. El tipo le miró a la cara con sus ojos grises, penetrantes y escrutadores como pocas veces había detectado, y luego recorrió su cuerpo sin ocultar lo más mínimo una mirada de profunda admiración. No le hizo sentirse molesta; es más, le agradó sobremanera que un caballero de muy buen ver pensara en qué había debajo de aquella seda que la envolvía, que no era más que un muy sensual sujetador negro Wonderbra, de la talla 95 y de escote profundo, de dar auténtico vértigo. Necesitaba subir algunos enteros su propia autoestima.