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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (15 page)

Fueron pasando los días, invariablemente lentos y tediosos, sin que pareciera posible escapar de aquel lugar que ya comenzaban a creer era el inframundo, por el que las almas de los difuntos pasaban en su devenir al más allá. Pero cuando ya se encontraban resignados a su suerte, vencidos, algo sucedió. Fue algo que cambiaría definitivamente la forma de adorar de los egipcios y, con ello, su manera de vivir para siempre.

Una gran cantidad de arena cayó del techo, como una cascada de agua que naciera para permanecer allí por tiempo indefinido, y con ella, los restos, ya medio descompuestos, de un dromedario cuyo peso, unido al de los buitres al devorarlo, lo habían empujado abriendo aquella brecha. Por ella también entró Ra con sus rayos poderosos, iluminando el lugar donde se encontraban y las entrañas del animal de carga, cuyo olor era repulsivo.

Cuando la arena cesó por fin de caer ante los atónitos ojos de los tres caravaneros que exploraban aquel sector del subterráneo, se apilaba una curiosa mezcla de huesos descarnados, plumas negras de buitres carroñeros —que, asustados, habían emprendido el vuelo al ver cómo su festín desaparecía bajo las insaciables y calcinadas arenas del desierto—, y arena, además de una pirámide dorada por la luz procedente de la superficie.

Tardaron en reaccionar, pero tras los primeros instantes de lógico estupor, y tras volver la vista a lo alto, comprobando así que una esperanza se abría ante ellos, se postraron y adoraron a Ra por enviar sus rayos en su ayuda en momentos tan difíciles.

Los tres corrieron tanto como les dieron de sí sus piernas, y con voz entrecortada y gestos exagerados contaron, como les fue posible, la increíble experiencia vivida. Los supervivientes de la caravana salieron a la superficie con sus harapos infectos, de olor fétido, no sin antes marcar el lugar para regresar, porque allí se levantaría la ciudad-templo de Amón-Ra.

El faraón Taharqá, con la ayuda del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y de los tesoros del templo de Karnak, alzó después, en el interior de la descomunal cueva, el conjunto de templos que daría cabida a lo más selecto de entre los miembros de la Orden de Amón, que ahora vivirían en el subsuelo para su mejor supervivencia. La fuerza militar de Egipto decaía a ojos vistas y la poderosa Persia amenazaba con invadirles. Allí guardarían sus tesoros, sus secretos y al sucesor del
Peraá
,
[2]
en la gran morada, el hijo de Ra, protegido de Horus, hijo de Osiris, señor de los muertos.

Imhab repasaba mentalmente, con dolorosa nostalgia de tiempos pretéritos que en sí fueron gloriosos, la historia de sus antepasados, de los anteriores grandes sumos sacerdotes que, como él mismo, habían perdido su nombre para llamarse Imhab; como el primero de los que inauguró el templo-ciudad de Amón. Había habido tantos Imhabs… que ya apenas recordaba el nombre que su padre le puso de niño.

—Amenés —pronunció en voz baja, temeroso incluso de oírse a sí mismo—. Amenés… —murmuró ahora Imhab casi para sí.

En su rostro surgió la sombra de una artera sonrisa.

Los persas dominaron Egipto, pero nunca domeñaron a los egipcios, y no, claro que no, jamás descubrieron el enclave en el que estaba ubicado el secreto mejor guardado de la milenaria nación del Nilo. Todavía podrían mantener el contacto con el exterior, y por mucho tiempo.

En Karnak y Waddi Sebova aún se adoraba a Amón. El templo de Isis, en Philae, no había interrumpido sus ritos de adoración a la diosa consorte de Osiris. Ellos guardaban el secreto de Amón-Ra en sus manos.

Una profecía de Amón —grabada en la piedra de sus muros— decía que un hombre protegido por un dios enemigo de Amón libertaría Egipto de sus opresores y luego retomaría el esplendor de Amón. A él se le proclamaría libertador de Egipto e hijo de Amón-Ra.

Pero hasta entonces, hasta el amanecer de ese día tan señalado, la nación del Nilo habría de sufrir el implacable yugo de sus opresores.

Imhab, apoyado en la balaustrada de piedra de la azotea del templo de Amón, observaba, meditabundo, el continuo ir y venir de los sacerdotes en sus quehaceres cotidianos. Se preguntaba cuánto tiempo duraría aquel orden, establecido con todo rigor, cuando se les diera a conocer que Amón-Ra había quedado aislada con el exterior…

Muchos tenían familia y amigos fuera, y aunque el riesgo de quedar incomunicados había estado latente durante las centurias anteriores, se habían llegado a olvidar que alguna vez podía ocurrir algo así.

El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón se había cubierto con una capa blanca como su túnica. Hacía horas que el sol se había puesto y el calor de las arenas que los cubrían se trocaba en un frío que calaba hasta los huesos. En aquel lugar, apartado de ojos extraños, corría siempre una brisa que llegaba de la superficie arrastrando el olor del limo del Nilo, impregnando el aire. Se podía percibir como un perfume familiar que traía la nostalgia de cuanto se abandonó, allá arriba, con la melancolía de otros tiempos pasados…

—Señor… —A sus espaldas sonó una voz respetuosa, como un susurro suplicante en la noche eterna que envolvía a la ciudad-templo de Amón-Ra—. ¿Me has mandado llamar? —Se mostraba cariacontecido.

Imhab volvió la cabeza y asintió con una languidez extraña en él. Era Nebej, que ahora se inclinaba reverentemente ante él.

—Sí, mi fiel Nebej, te he mandado llamar… —manifestó tras reflexionar por un instante—. Tengo una misión importante que encargarte. De ti dependerá la suerte de la ciudad de Amón-Ra para siempre. —Posó paternalmente sus manos sobre los hombros del joven sacerdote, dejando ver sus anchas muñequeras, exquisitamente talladas, en las que un hábil orfebre había labrado a Amón derrotando a Apofis—. He abierto las compuertas que contenían la arena. —Anunció su suprema decisión con toda la solemnidad que le fue posible, aunque aquello sonó más bien como una lúgubre sentencia—. Pero no temas… —dejó escapar un largo suspiro antes de agregar—: Tú podrás salir por el túnel secreto que conduce a Isis.

»Necesitarás algunas cosas… Esta espada es mi regalo para ti… —Se la desciñó de su cintura, presentándola sobre las palmas de las manos, como si de una ofrenda póstuma se tratara, señalándole luego una urna de piedra cuya tapa emitió un quejido al ser deslizada—. Aquí está el objeto de tu misión. Debes guardarlo donde creas que estará seguro; y tus descendientes deben hacer igual. Un día, alguno de ellos sabrá leerlo y devolverá la vida a Amón-Ra. —Extrajo dos placas de oro lisas, entre las cuales se hallaba el papiro negro con símbolos de oro.

»Es el relato del tercer gran sumo sacerdote de Amón-Ra… Él encontró algo que podía dar vida eterna a los miembros de la orden, pero desapareció. Y nadie supo leer el enigma que escribió. Son símbolos egipcios antiguos mezclados con letras de otra lengua desconocida. Nadie ha podido descifrarlo jamás; pero cuando se haga, la vida volverá a Amón-Ra.

—Señor… ¿por qué hablas así? Amón-Ra no puede morir… —suplicó Nebej, aterrado.

—Piensa en que sólo es cuestión de tiempo… Cuando tú abandones la ciudad, nadie más recorrerá el camino de Isis. Yo moriré y su ubicación se perderá hasta el final de los tiempos.

—Hablas como quien ha sido vencido, como quien se despide, mi señor —respondió el joven sacerdote con candidez y voz entrecortada. Literalmente, no comprendía lo que estaba ocurriendo en su ciudad, Amón-Ra. Y luego, notándose repentinamente audaz ante el pánico que sentía, añadió con cierta desenvoltura—: Es una despedida… ¿Verdad?

—Así es… Por eso mismo debes apresurarte. ¡Ah! Toma. —Le entregó una bolsita de piel negra—. Son rubíes. Tendrás que establecerte en algún lugar, y habrás de pagar servicios a quien te ayude. —Afirmó Imhab, tajante—. Sé prudente y sabio, hijo de Amón.

Imhab apenas podía contener la emoción. Envidiaba al joven sacerdote que iba a ser depositario del mayor tesoro del templo y que, además, viviría mucho aún en un mundo que se le abriría como un capullo al florecer en primavera, ofreciéndole su néctar, dulce y amargo a un tiempo.

Nebej le miró con expresión vacua.

—Sabré ser digno de tu confianza, mi señor y maestro. —Bajó la cabeza para ocultar las traicioneras lágrimas que asomaban por sus ojos oscuros, delatando su intensa emoción sin que él pudiera evitarlo.

El gran sumo sacerdote, en un gesto impropio de su alto rango, abrazó a su acólito y lo hizo con fuerza, tratando de insuflarle el afecto que le tenía desde que llegara al templo, cuando de niño le fue entregado para su educación sacerdotal. Había sido como el hijo que nunca tuvo. Y un poco de él viviría mientras lo hiciese el todavía joven sacerdote.

—Ahora vete, vete, no te detengas. —Le espetó Imhab—. Ve a la cámara donde se adora a Amón-Ra y toca la mano de Isis… Ella te abrirá, y después cerrará tras de ti… ¡Vete! —casi le gritó, pero con un gallo de desazón en la voz. Después tragó saliva con dificultad.

Capítulo 6

Osiris e Isis


S
i mis datos son correctos, y creo que lo son —afirmé con suprema convicción ante la visión del mapa de Egipto que se extendía sobre la mesa de mi habitación, en torno a la cual, expectantes como alumnos aplicados, se hallaban el grasiento Klug y la escultural Krastiva—, el Nilo sería la representación en la Tierra de la Vía Láctea. Y las tres pirámides de Gizah reflejan a otras tantas estrellas, dos en línea y otra algo desviada de la misma, como las estrellas de Orión. Pero para completar la representación debería de hallarse… aquí… y aquí otras… —Señalé con decisión con mi índice derecho en el mapa—. Son al menos cuatro, de las que dos nunca fueron construidas.

—O bien lo hicieron bajo la superficie —añadió Klug con voz hueca.

—¿Qué objeto podía tener una tumba monumental como es una pirámide si no se hace para ostentar el poder del dios que duerme en ella? —inquirió Krastiva, sorprendida.

—¿Quién dice que son pirámides? —preguntó Isengard con marcado tono de ironía, haciendo gala a un tiempo de su muy peculiar capacidad de deducción.

—¿Templos? ¿Crees que pueden ser templos? —inquirí al instante, entusiasmado con mis propias palabras.

Eso sería un descubrimiento aún mayor. No existe ningún templo íntegramente conservado, y las arenas lo podían haber protegido de la destrucción a lo largo de miles de años.

Klug miró el lugar indicado por mí, y en sus acuosos ojos azules brilló al instante una luz que no supe identificar.

La periodista rusa frunció el entrecejo mientras reflexionaba como si hablara consigo misma.

—¡Qué reportaje! ¡Nadie ha tenido nunca en sus manos una historia así! Sería como regresar al pasado y ver un mundo que sólo adivinamos —comentó, totalmente cautivada por lo que imaginaba como la exclusiva del nuevo siglo.

—Krastiva, hemos quedado en que no puedes usar esta valiosísima información —repuse, intranquilo, casi con tono de súplica.

—Tranquilos, tranquilos, que yo cumplo siempre mi palabra… —respondió pensando bien sus palabras—. Pero no puedo por menos que imaginármelo, y ello me produce tal sensación en el estómago que no se puede explicar ahora con palabras… ¿Cómo decíroslo? Es como un hormigueo muy especial.

Klug continuaba en lo suyo, inmerso en su estudio del lugar. Estaba como hipnotizado, tan absorto que no parecía oír nada de lo que hablábamos la eslava y yo.

Creo que fue entonces, justo en ese momento, cuando comencé a prestarle mayor atención al anticuario de Viena, y algo dentro de mí empezó a inquietarme. Me reafirmé en la idea de que este experto sabía mucho más de lo que decía y, además, que sin duda era más importante lo que ocultaba que lo que ahora compartía con nosotros. Era como si se desdoblara su personalidad por imperativo del guión que sólo él conocía…

A veces, Isengard dejaba traslucir una ansiedad que ciertamente contrastaba bastante con la calma de la que hacía gala en otras.

—Las tres estrellas más brillantes. —Señalé en el mapa— son las que forman el cinturón de Orión, Delta. —Fui nombrándolas una a una—, Epsilon y Cero Orionis. De estas tres, la más brillante sin duda es Delta Orionis. Corresponden a la cintura de Osiris. —Dibujé un esbozo de cómo se verían unidas a las otras, con la diestra de Osiris sosteniendo su báculo, al que también se aferraba su consorte Isis, y que coincidía, a su vez, con el Nilo—. Todas las pirámides que ahora nos ocupan fueron edificadas por la
IV
dinastía y, sin embargo, faltan dos, como ya os dije antes.

Krastiva me miró con mucha atención, esbozando a continuación una breve y deliciosa sonrisa.

—Interesante teoría… Nunca pensé que los egipcios dispusieran de unas matemáticas tan avanzadas como para reproducir en la Tierra parte del firmamento —reconoció, entusiasmada, mientras me observaba de nuevo, ahora con reticente admiración.

El anticuario vienés lanzó un leve bufido de desdén.

—Pero que en sí no es precisamente nada nuevo. —Su farisaica forma de mirarme reveló cómo eran sus sarcásticos pensamientos—. Lo que dices es una teoría que han difundido dos grandes aficionados a la egiptología, Bauval y Gilbert, y debo decir que yo creo en ella. No has descubierto tú solo el Mediterráneo. —Klug trató de restarme mérito ante nuestra bellísima «socia», aunque creo que en esta ocasión lo consiguió—. También descubrieron que la constelación Orión desciende un grado por siglo… En fin, amigos, que debemos tener en muy en cuenta cada dato a fin de señalar el punto al que nos dirigimos con la máxima precisión. Una vez en el desierto, será difícil, por no decir imposible, efectuar cambios en la ruta que debemos…

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