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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (17 page)

Era un camarero ataviado a la europea el que había tocado con los nudillos en la puerta, y lanzado luego su archiconocido aviso en un inglés aceptable:

—Servicio de habitaciones, señor… ¿Puedo pasar?

—¡Adelante! —repliqué en tono imperioso, a la vez que me giraba hacia una esquina de la habitación para no ver la entrada. Trataba de disimular mi comprometida situación subiéndome los pantalones.

Entró un tipo tímido y desmañado, con ojos saltones.

—Le traigo su desayuno, señor… Disculpe las molestias.

Me limité a mirarlo glacial, irritado por haber invadido mi intimidad…

El empleado venía con un carrito cubierto por un níveo mantel, en cuyas dos bandejas se acomodaban numerosos platillos con diferentes mermeladas, tostadas, un zumo de naranja, el humeante café —en una cafetera artísticamente tallada— y una gran variedad de dulces. Era un conjunto de lo más apetitoso, tanto que hizo que empezara de inmediato a segregar saliva en mis abandonadas glándulas.

Unos veinte minutos después, con el estómago lleno, me eché medio desnudo sobre la cama y me quedé dormido como una marmota, sin pensar más en la rusa. Me sentía bien reconfortado después de tantas emociones. Pero me debatía inquieto. Sudaba copiosamente y mi pecho se alzaba y bajaba con fuerza. Estaba soñando, y por mis movimientos, convulsos y torturados, podría adivinarse que sufría como si lo estuviese viviendo.

Cuando el velo negro que cubre los sueños pasó sobre mi mente y me abandonó, abrí los ojos y contemplé unos instantes el techo de escayola blanco y amarillo, intentando discernir dónde me hallaba. En esos segundos que median entre los sueños y la consciencia, y que preceden a lo que concedemos el rango de realidad, me sentí indefenso, perdido. Y los nombres, los rostros, incluso las palabras pronunciadas con solemnidad se fueron borrando de mi ocupado cerebro.

«Estoy empapado. Debo de haber descendido al averno, y haber escapado de horrores inimaginables», pensé, y seguidamente me pasé el dorso de la mano por la frente cubierta de sudor.

Haciendo un gran esfuerzo de voluntad decidí incorporarme e ir al baño. Me desnudé con desgana, y me metí bajo el chorro de agua tibia que la ducha me ofrecía. Allí me quedé unos minutos, intentando desprenderme del olor a limo que aún sentía en mis fosas nasales, y asimismo de la sensación de miedo, que ignoraba por qué demonios me invadía y me producía una incontrolable flojedad en las piernas.

Al cabo de un rato, en un estado mental de total ingravidez, con retazos inconexos vagando de acá para allá por mi agobiado cerebro, me sequé y me puse un bañador bajo los téjanos. Después me embutí una camiseta blanca de manga corta, aunque con el celebérrimo logotipo de los Rolling Stones, ese icono de la cultura pop que alguien llegó a atribuir en su día a Andy Warhol. Luego me calcé unas chanclas para bajar a la planta quinta, la cual ofrecía un refrescante servicio a los huéspedes del lujoso hotel.

Sentado en el borde de una piscina que, como un círculo mágico rodeado de columnas neoegipcias, semejaba protegerme de un mundo desconocido para mí, con la mirada fija al frente, en las aguas límpidas —las cuales reflejaban el azul de los mosaicos que recubrían sus paredes—, me removí, un tanto inquieto, para acomodarme sobre la mullida tumbona con ruedas en la parte trasera, deseando que Krastiva y Klug no se demorasen mucho.

Algunos clientes comenzaban a llegar ocupando tumbonas cercanas. La luz penetraba por las grandes cristaleras que rodeaban toda la planta completamente ocupada por la piscina. Ello creaba una sensación sobrenatural, al confluir los rayos solares en el centro mismo de las azuladas aguas. Elevé un poco el respaldo de mi tumbona, para poder observar mi entorno. Pensando en mi seguridad, había escogido una situada en el extremo opuesto al que se accedía al peristilo que rodeaba la piscina.

Un hombre, de unos sesenta años bien llevados, penetró llevando de la mano a un joven de unos quince o dieciséis. La expresión de los ojos de este último era aviesa y altanera. El primer desconocido, cuyas hebras blancas en sus sienes delataban su edad, llevaba un bañador tan largo que casi le llegaba a las rodillas. Mostraba un rostro impenetrable. No obstante, a cuenta de su físico y nariz rota, guardaba un extraordinario parecido con un viejo boxeador que aún conservara su buena forma. El muchacho, por el contrario, había elegido un bañador de
slip
y escuchaba a su ¿padre?, ¿abuelo?, con suma atención. Éste, lo que fuera en realidad, colocó sus manos sobre los hombros del chico, y luego le habló en francés con un tono suave, casi en un susurro, mientras llegaban a mi altura.

Sin nada que hacer más que observar al prójimo, metido ya en una relajante lasitud, me dejé llevar dócilmente por una ensoñación.

Capítulo 7

Delirio megalómano

N
ebej había metido el tesoro que le encomendara su maestro —las dos tablas lisas de oro que contenían en su interior el más preciado tesoro de la Orden de Amón, el papiro negro— en una bolsa hecha de suave piel de dromedario, que ahora colgaba en bandolera de su hombro derecho. Esto le permitía mantener en alto, con su diestra, una gran antorcha que iluminaba el cavernoso túnel excavado bajo el Nilo. El gran sumo sacerdote le había indicado cómo salir por él, evitando el inframundo que ahora quedaba en paralelo a él. Lo había abierto el propio Imhab, por lo que nadie conocía su existencia aparte de él, y ahora, Nebej.

No había imágenes grabadas, ni pinturas, nada. Tan solo aparecía en las paredes, cada veinte
khets
,
[3]
el
Ank
, la llave de la vida de Isis.

Así era como Nebej sabía que avanzaba por el buen camino. Mientras tanto, la oscuridad y el desaliento alternaban en él a medida que iba recorriendo lo que el gran sumo sacerdote había llamado el «Túnel de la Vida Eterna que conduce a Isis».

Llevaba recorridos casi cuarenta
khets
y su sentido de la dirección y del equilibrio le decían que el túnel daba un gran giro, como intentando rodear algo… Probablemente se trataba del inframundo, por el que los faraones y los grandes sumos sacerdotes habían de pasar, ineludiblemente, antes de acceder a su elevado rango. Un repentino escalofrío recorrió su cuerpo, sintiéndolo a lo largo de toda la columna vertebral, al pensar en algunas de las pruebas a las que los dioses los sometían a fin de probar su fidelidad, su total sumisión.

No había llevado consigo ninguna provisión de agua y ahora lo lamentaba, ya que su garganta estaba reseca y la boca la tenía ya acartonada, a causa del pavor y la tensión generada por éste. Sus labios no ofrecían mejor estado, pues un sudor frío le afloraba sobre la piel, perlando su frente y dejando delatoras manchas sobre su pecho.

El joven sacerdote de Amón-Ra titubeó de nuevo.

«¿Cuándo acabará esto? ¿Qué haré ahí afuera sin mis hermanos y mi maestro? Si al menos Imhab hubiese decidido acompañarme», pensaba Nebej, quien veía cómo los nervios se apoderaban de él. Estaba metido en el epicentro de una angustiosa nostalgia, por lo perdido y el temor a un futuro que se le aparecía muy incierto…

Imhab, entretanto, ataviado con sus mejores galas, y apoyado en el pretil de piedra del templo central, observaba, desde su privilegiada atalaya, la actividad que, como siempre, era intensa en su interior. Amhaij, invariablemente fiel a sus severas instrucciones, había sabido callar y de ahí que los guardias, como todos los días, continuaban apostados en los lugares que previamente se les había asignado. Los sacerdotes, por su parte, cumplían con sus sagrados deberes sin abandonar su trabajo. Cuando la situación degenerase —si es que lo hacía, pues eran totalmente autosuficientes para su subsistencia desde hacía varias centurias— él mismo, en persona, les informaría con detalle, y esperaba, en lo más hondo de su mente, que las cosas no se desbordaran como el gran río con sus temibles crecidas.

El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón era consciente de que la desesperación es mala consejera, y aunque habían permanecido apartados del mundo exterior, cuando supieran que ahora el contacto había sido cortado para siempre y que se encontraban aislados… Para ese crítico momento esperaba contar con el poder de Amhaij y sus hombres de armas, para controlar los posibles disturbios que pudieran surgir, aunque le repugnaba usar la fuerza contra sus amados hermanos.

Desde que el emperador Justiniano emprendió la reconquista de las antiguas provincias del Imperio Romano —partiendo de Constantinopla—, la Orden de Amón comenzó sus tribulaciones. Una parte significativa de ella —reconvertida en la Iglesia cristiana, en tiempos de Constantino el Grande, senador de Majencio, la que componían los que vivían en el exterior—, decidió escindirse en dos. Unos adorarían a los nuevos dioses cristianos, mezclando sus ritos con los de Amón-Ra. Otros, bajo secreto, seguían adorando únicamente a Amón-Ra, como sus antepasados hicieron en sus milenarios templos del país del Nilo.

Y el gran sumo sacerdote Imhab y sus escogidos mantendrían el secreto de la ubicación, del lugar exacto del desierto en el que todo permanecería inalterable, de la ciudad-templo de Amón-Ra, que era la guardiana del inframundo de los dioses. La gran oquedad cavernosa, horadada por incalculables codos cúbicos
[4]
de agua subterránea —que sin duda la desbastaron miles de años antes para desaparecer luego en lo más profundo de la tierra—, se hallaba ahora iluminada permanentemente por miles de antorchas estratégicamente situadas.

Amón-Ra semejaba una ciudad amparada por el manto tierno y suave de la noche, iluminado éste por millares de brillantes estrellas que parecían en una celebración permanente.

Justiniano, sabedor de las inmensas riquezas que los templos egipcios atesoraban en sus cámaras secretas, anhelaba saquearlos en su desmedido afán por obtener el dinero necesario para llevar a cabo su propósito, que no era otro que devolver al Imperio Romano la gloria de tiempos pretéritos, recuperar su antiguo esplendor y pasar a la Historia como el más notable de entre los gobernantes, superando incluso la fama de Constantino El Grande.

En su ambicioso delirio megalómano, Justiniano se veía como el nuevo Salomón de la Antigüedad, para lo cual había ordenado la construcción de un gran templo dedicado a la sabiduría divina: Santa Sofía. Era su intención superar al gran Salomón construyendo un templo aún más rico e impresionante. Para lograr esto, ordenó traer de sus territorios los más exquisitos mármoles, así como maderas nobles, y por eso concentró en su capital —con las principales calles siempre perfumadas de especias e incienso— a los mejores artesanos y artistas de Oriente. Recubrió de oro puro las paredes interiores de Santa Sofía, y también ordenó pintar a su esposa, la ex meretriz Teodora y a él mismo, con los dioses cristianos que conformaban la Santísima Trinidad en que, literalmente, se habían convertido Isis, Osiris y Horus.

Demasiadas «necesidades» y unas arcas casi permanentemente vacías, le llevarían hasta la diosa Isis. Así, sus legionarios llegaron a su templo, en Philae, para profanarlo y devastarlo, para saquear su inmenso tesoro y acabar con la adoración de la diosa madre.

Imhab rememoraba todo esto, ya que las ideas bullían en su mente. De haber conservado su cabello, éste se le hubiese vuelto blanco en pocas lunas, y también se hubiera podido observar cuánto era su pesar, cuán intensa su preocupación. Veía el principio del fin. La decadencia del Egipto ultrapoderoso que ya hacía centurias, más bien eras, se acercaba a su final de forma tan irremisible como precipitada.

Sólo había podido salvar el papiro negro y la memoria sagrada de Amón…

Nebej llegaba al final de su trayecto. Una larga y empinada escalera de piedra —labrada en la roca misma, de manera tosca— le anunciaba su ascenso, temido y deseado a un tiempo, a la superficie. Allí le esperaba un mundo del que no conocía absolutamente nada.

Él iba a ser ahora el gran sumo sacerdote de Amón-Ra; así se lo había confirmado Imhab antes de despedirse. Él era ahora la memoria viva de Amón y su fiel guardián.

Apoyándose en las paredes del estrecho túnel, fue ascendiendo con rapidez, uno a uno, los veintinueve escalones. Lo hizo hasta llegar a un repecho sobre el que una losa —con el
Ank
tallado en grandes y profundos trazos— aparecía como la llave a una nueva vida sobre su cabeza.

El moho y los líquenes habían ido cediendo su lugar a pequeños amontonamientos de arena roja del desierto que inexorablemente se colaba por entre las rocas. La sequedad le había ido indicando que el túnel no sólo rodeaba algo y se estrechaba, sino que ascendía en una suave pendiente hasta aquel punto. Se trataba, sin ninguna duda, del punto exacto en el que Imhab había querido que concluyera su solitario recorrido.

Alzó sus dos manos hasta que sus palmas sostuvieron virtualmente la pesada losa en la que se hallaba grabado el
Ank
. Tras aspirar con fuerza el viciado aire, maniobró intentando girarla, subirla, bajarla… Nada, no se movía ni tan siquiera la décima parte de un
dedo
.
[5]

Contrariado, retiró las manos y las sacudió para librarse del polvo. Unas briznas de éste cayeron sobre sus ojos, y se vio obligado a pasarse el dorso de la mano para librarse de él.

—¡Uf! —exclamó con hondo pesar—. No sé cómo se puede abrir esto. Creo que Imhab me lo tenía que haber dicho.

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