Grandes alfombras fueron desenrolladas, tras allanar el suelo y librarlo en lo posible de la mayor cantidad de arena. Numerosos cojines se «sembraron» sobre ellas. Además, varias sillas plegables se situaron en círculos en uno de los flancos.
Todo parecía estar previsto con aquellos «rambos» de la Iglesia Católica. Diversos materiales informáticos y electrónicos salieron de los petates y fueron instalados dejando, en un verdadero lío, numerosos cables en el suelo. Casi en un abrir y cerrar de ojos, vimos instalado un completo centro de operaciones de última tecnología.
«La Iglesia vive anclada en el pasado, pero, cuando le interesa, hay que ver cómo se moderniza», pensé mordaz. Al poco, noté un extraño tic en mi mejilla izquierda.
Cien guerreros egipcios
–
E
s posible que hallemos habitantes en las ciudades a las cuales nos dirigimos; incluso resistencia por su parte a que nos instalemos en ellas. Debemos ir preparados para hacer frente a cualquier contingencia —advirtió Amhai, señalando luego en el mapa que se abría sobre la mesa a la que se sentaban Kemoh, Nebej y él, las ciudades de Meroe y Napata.
El faraón lo miró a los ojos.
—En principio, siempre se puede intentar negociar, o incluso comprar una de ellas. —Hizo una pausa—. Naturalmente les pagaremos un impuesto a cambio, pero… —Kemoh dejó inconclusa la frase.
El visir hizo un gesto de impaciencia con la mano diestra.
—Lo de siempre, vamos, que al final se impondrá la lucha. —Señaló el mapa con el mentón—. Pero no podemos hacerles ver nuestra debilidad. Si es necesario, lucharemos.
Las arenas del desierto nubio se acumulaban en aquella zona y les protegían, al menos de momento, de miradas indiscretas. No obstante, era preciso transportar cuanto llevaban consigo, para lo cual iban a necesitar carros.
—Daré orden —dijo ansioso Kemoh—, para que un centenar de hombres armados a tu mando. —Miró a Nebej con sus grandes y almendrados ojos destellando reflejos de seguridad— se hagan cargo de adquirir carros y caballos. Llevaréis monedas de oro y alguna piedra preciosa. No quiero despertar su codicia como ocurrió con los sábeos.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra asintió con parsimonia.
Por razones de la vida, el muchacho parecía haberse convertido rápidamente en un hombre joven, pero maduro, seguro de sí mismo, capaz de guiar a un pueblo, su pueblo, hasta un lugar definitivo de descanso donde habitar en paz. Incluso los rasgos del faraón no coronado se habían endurecido. Su imagen se acercaba más ahora a la del hijo de Ra, que con sus rayos protege de sus enemigos a la nación egipcia. Los movimientos eran precisos, seguros. Nada en él evidenciaba ahora la debilidad anterior. Día a día, Kemoh se acercaba más al trono de Egipto.
Cien hombres de armas jóvenes se prepararon para conformar la unidad que, a las órdenes directas de Nebej, se acercaría a Axum, la ciudad más importante de aquel sector. El tintineo de las piezas metálicas de las armaduras y el sonido típico de los cintos al ser ajustados a las cinturas de sus dueños, así como el nerviosismo de los hombres que se iban a enfrentar, no sabían muy bien a quién o a qué, llenaba de actividad el improvisado campamento egipcio.
Los militares se fueron situando en ordenadas filas de a cuatro; después en divisiones de a diez. Eran nueve soldados y un oficial a su cargo. Todos iban armados con espadas al cinto, escudo y lanza. Estaban protegidos por piezas metálicas sobre los pectorales y los riñones, y el vientre por una banda de escamas de hierro pintadas, además del característico tocado Nemes sobre sus cabezas.
Nebej, con sus manos cogidas a la espalda, fue pasando revista a aquellos hombres decididos, ansiosos por servir bien a su faraón, que se alienaban marcialmente frente a él; todos disciplinados, con sus entrenados músculos tensos, y sus mentes entusiasmadas por lo que, para ellos, era una aventura sin igual.
Les lanzó un breve discurso, pero con matices.
—Sois un grupo escogido y sé que cumpliréis con vuestro deber. —Su voz sonó grave—. Obedeceréis mis órdenes, aun cuando creáis que puedo estar equivocado —exigió con suma frialdad—. Confío plenamente en vosotros —concluyó. Los observó con ceño.
Los rostros de los militares permanecieron impasibles, pero en sus ojos se leía el deseo de demostrar su eficiencia.
A una orden de Nebej los hombres de armas se pusieron en marcha, siempre en perfecto orden. El nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra se puso al frente y caminó erguido. En su mente iban cobrando forma varias ideas alternativas en previsión de lo que pudiera ocurrir al llegar a Axum.
Los dos
iterus
largos que distaban de la ciudad a la que se dirigían resultaban duros. Iban bien aprovisionados de agua, pero caminar bajo aquel sol implacable, hincando los pies en las dunas para subir por ellas y descender luego por sus abrasadoras laderas, casi rodando por ellas, resultaba fatigoso en extremo.
Afortunadamente, a medida que iban avanzando las dunas iban siendo cada vez más pequeñas y fáciles de sortear. El desierto se convertía en una inmensa llanura apenas recubierta por una fina capa de arena. Y tan solo a lo lejos podían divisar, recortándose contra el horizonte, algunas marcas rocosas que, como frontera entre la arena muerta del desierto y la ansiada sabana, se ofrecían a modo de meta, como lugar añorado de descanso.
Hora tras hora, Nebej veía cómo los hombres se debilitaban, y por ello pedía a Amón-Ra que anocheciese para poder descansar. No podían llegar a Axum derrotados por el desierto. Era necesario presentarse como guerreros poderosos capaces de enfrentarse a un potencial enemigo. Aún faltaban dos horas para que Ra se sumergiese en el mundo de las tinieblas, allí donde Osiris reina y la serpiente Apofis guerrea contra Ra, para impedir un nuevo amanecer.
Cuando Softis, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra, llegó a la ciudad-templo, contó al nuevo sacerdote de la ciudad subterránea que las poblaciones meroítas habían sido diezmadas por una plaga desconocida, un castigo de Amón por adorar al dios Apedemak, el dios león que competía con él por la adoración de los meroítas.
El rey Etbatana, de Axum, había decidido invadir lo que quedaba de aquel reino. Pero a su llegada únicamente encontró una ciudad fantasma, abandonada a su suerte, sola. Las ciudades fueron siendo ocupadas por sus tropas, pero al poco tiempo se retiraron. Fue entonces cuando Softis decidió refugiarse en la ciudad-templo de Amón-Ra, abandonando para siempre la superficie.
Softis contó cómo allí los hombres enfermaban y morían repentinamente. Ante esa dramática perspectiva, el soberano axumita ordenó abandonar las ciudades malditas por Amón, y así comenzaron años en que los antaño orgullosos edificios se iban a deteriorar lentamente, a ajar su singular belleza de líneas limpias. Sus colores, brillantes y vivos, se iban disolviendo inexorablemente, uniéndose a las arenas que inevitablemente penetraban cubriendo sus ricos salones, sus templos y también a sus dioses con ellos. Continuas lenguas de arena barrían sus suelos de delicados mosaicos y enterraban los escasos objetos que sus dueños dejaron en su precipitada huida.
Nebej, como muchos antes que él, había oído estos relatos de boca de un gran sumo sacerdote, en su caso, el gran Imhab. La tradición oral se imponía.
Siendo más joven, como era propio de su edad, soñó con conocer el mundo exterior, con llegar al Reino de las Candaces y ver con sus propios ojos a los etíopes, apelativo que les habían aplicado los griegos a los nubios y que, en su lengua, quería decir «caras quemadas».
A Nebej le fascinaban aquellas narraciones, hábiles y enigmáticas, que le hacía Imhab. El tono de voz, suave y profundo, de su mentor le transportaba a lugares de hermosura sin igual, a épocas en las que el
Peraá
de Egipto dominaba el mundo conocido, doblegando la testuz de reyes y emperadores.
Las descripciones detalladas de sus magníficos atuendos, cuajados de piedras preciosas, de la apostura de los faraones, el número de sus carros de guerra que, como avispas, volaban sobre las arenas tras su estela de guerrero invencible, le hacían ver un mundo nuevo que le ofrecía lujo y esplendor, que estaba ahí, dispuesto a colmar su vanidad y su ambición.
Pero sus años de servicio en la ciudad-templo de Amón-Ra, con sus responsabilidades reales, fueron emborronando sus sueños, ocultándolos tras una espesa cortina, donde comenzaban a disolverse en la cruda realidad. Después los acontecimientos se precipitaron y el gran sumo sacerdote, un admirado y amado maestro, puso en sus manos la llave de la libertad. Sería el elegido, el único que vería la luz del Sol, la luz de Ra.
Imhab, sabedor de cuáles eran sus anhelos, sus deseos más íntimos, había considerado la posibilidad de que él fuera, en un futuro, el encargado de mantener viva la llama sagrada de Amón-Ra, con el secreto de la ubicación exacta de la ciudad-templo, y también de guardar, hasta poder descifrarlo, el legendario papiro negro.
Nebej vivía ahora sus sueños, pues éstos se habían materializado. Pero cada día que transcurría añoraba más a su maestro.
Él era ahora la mano ejecutora de Amón-Ra. Él poseía el poder que anidara un día en la mente de Imhab. El pueblo egipcio confiaba en él, tanto como en su propio faraón aún no coronado, Kemoh.
Allí, al mando de la unidad militar de Amón, ahora que al fin Ra se sumergía en el mundo de los muertos y Jonsu aliviaba los ardores diurnos con su fría luz, miraba a sus hombres con rostro pétreo, circunspecto, elucubrando en su cerebro, considerando cada posibilidad que se abría ante ellos.
Los hombres de armas, aún rotos por la larga caminata del día, con rozaduras bajo las placas de sus armaduras que les escocían terriblemente, con sus pies llenos de ampollas y callos en sus manos, se alinearon con orden marcial a un inequívoco gesto de Nebej. Plantados como picas en una arena que comenzaba a cubrirse de inquietantes sombras, esperaron sus nuevas órdenes.
—Acamparemos durante tres horas. Después, aprovechando la luz de la luna, proseguiremos hacia Axum. Estamos cerca. —Señaló en dirección a la ciudad—. Es mi deseo que os presentéis con las armaduras limpias, relucientes, y las armas también. Llegaremos con los estandartes de Amón y de Ra ondeando al viento, orgullosos de ser la élite del Ejército egipcio del faraón Kemoh, hijo de Ra. —Los ojos de Nebej destellaron.
Un clamor varonil de voces graves y corazones inflamados atronó el aire antes de disgregarse la tropa.
Fueron formando pequeños grupos. Y como animales plenamente integrados en su entorno natural, unos curaron las ampollas, otros, las rozaduras. Lavaron los pectorales metálicos y las coberturas de escamas de hierro con la arena, hasta que la luz nocturna se reflejó en ellas con destellos de plata. Afilaron las espadas, las lanzas, y ajustaron los vistosos estandartes de Amón y de Ra. Vendadas sus heridas, cubiertos por sus placas hábilmente, fueron recuperando sorbo tras sorbo las fuerzas perdidas.
Las hogueras brillaron en el centro de los corrillos, alzando sus llamas al infinito manto negro con que la noche los cubría por completo. Los soldados contaron batallas olvidadas que sus antepasados protagonizaron en tiempos de gloria suprema, y desearon fervientemente ser como ellos, héroes de leyenda cuyo nombre perdurase a través de las centurias venideras. Cantaron canciones muy antiguas que hablaban de guerra, de amor, de hombres enriquecidos por el botín de mil batallas. En definitiva, llenaron de alegría y risas sus corazones, y de agua sus cuerpos.
—¡En marcha! —La orden de Nebej sonó potente en la noche.
Como un solo hombre, los cien guerreros egipcios se pusieron en pie, ocuparon su lugar en la formación e iniciaron el recorrido con renovados bríos. Estaban apenas a ochenta
khets
de Axum cuando un contingente de hombres de armas a caballo se vislumbró a lo lejos, levantado una gran nube de arena que indicaba su proximidad.
—¡Formad en cuadro! ¡Protegeos con las lanzas! —gritó Nebej, situado en el centro—. ¡Oficiales, avanzad sin perder la formación en espera de mis órdenes! —Su voz sonó más bronca.
Metido en su nueva función de jefe castrense, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra recordó al instante lo que había leído sobre las tácticas desplegadas por las antiguas legiones romanas desde los tiempos del «divino» Julio César. Conocía, al menos ligeramente, sus tácticas de guerra y sabía que les habían proporcionado victorias sobre ejércitos más numerosos.
Los jinetes fueron tomando forma, según se acercaban más a ellos, y ya podían ver sus cuerpos, de piel negra como el ébano, y sus afiladas lanzas, brillantes a la luz de la luna. Además de portar escudos redondos, todos ellos lucían un casquete azul con un penacho rojo en medio de forma cilíndrica y muy corto.
Una llamativa bandera, con un híbrido de cuerpo de león y cabeza de halcón, ondeaba en las manos del jinete que marchaba pegado al que parecía ser el jefe del nutrido grupo de guerreros.
Nebej calculó que serían tantos como ellos, no más, y esto le confortó bastante. En caso de necesidad extrema, sus posibilidades de victoria serían más altas.
—Soy Kushai, jefe de la guardia de la ciudad de Axum, a la que os dirigís. —Era un hombre corpulento y jactancioso. Montaba un enorme semental negro azabache—. ¿Qué queréis y quiénes sois? —preguntó hosco. Su caballo corcoveó y retrocedió.