Nebej conocía bien la estructura del sagrado lugar. En sí, era idéntica a la de todos los templos de Amón. Además, tenía plena seguridad de que allí estaban solos. Resultaba harto evidente que el jefe de las tropas axumitas nunca había visto a un gran sumo sacerdote de Amón-Ra, pues no lo reconoció por sus ropajes sacerdotales y, no obstante, lo reverenció, con temor incluso, al conocer su alto rango.
El templo, pues, se encontraba deshabitado. Probablemente hacía años que no se adoraba allí a Amón. Lo cual quería decir que Apedemak le había ganado la partida a aquél. ¿Dónde estaría ubicado su templo?
Entró en el santuario empujando con cada mano una de las hojas de madera, forradas de planchas de oro, que se deslizaron franqueándole el paso. Ante él, y en todo su esplendor, apareció el carnero de oro puro sobre el barco de Ra, encima del altar de piedra.
La cuadrada cámara, de ocho codos reales de lado, se hallaba completamente forrada de finas planchas también de oro; techo, paredes y suelo, toda ella era áurea.
Nebej se arrodilló ante el ídolo. Después recitó la larga letanía de encantamientos y plegarias en una lengua tan antigua como el hombre egipcio. Tras éstos, se puso en pie, levantó los brazos, con las palmas hacia el techo, y alzando la cabeza pronunció tres palabras que resonaron en la pequeña cámara como de poder.
Más tarde, extrajo de entre su cinturón una lanceta, afilada y negra, de hierro forjado en las fraguas de la ciudad-templo de Amón-Ra, y se hirió en la piel de sus antebrazos, para permitir que su sangre goteara sobre la divina cabeza de Amón.
Un sonido como el del viento cuando barre la tierra en una tormenta se oyó en la estancia; y un aire frío recorrió el pequeño espacio, imprimiendo a la barca de Ra, sobre la que descansaba Amón, un suave movimiento pendular igual que si el ídolo aceptase la ofrenda de su vida que se derramaba sobre su testuz en forma de líquido rojo y cálido, como era su sangre.
Aquella noche, Nebej la pasó realizando místicos rituales aprendidos desde su adolescencia, para llenar de vida y de poder el recinto sagrado de Amón-Ra.
En el ínterin, en sus habitáculos, los tres oficiales egipcios viajaban por un mundo hecho de sueños y fantasías, agotados por la larga jornada vivida a través de áridas tierras.
Y entretanto, Ra conquistaba a la serpiente Apofis y emergía orgulloso de su victoria, investido de su dignidad de dios, entre rayos de luz. Lo hacía por un horizonte contra el cual se recortaban las siluetas de los poderosos paquidermos que habitan la inmensidad de la sabana.
La vida despertaba en Axum, y sus pobladores reanudaban las labores cotidianas. Viejos caballos, cargados de mercaderías y soltando espumarajos de esfuerzo, recorrían los estrechos vericuetos que dibujaban las callejuelas de esa ciudad, proveyendo a los comerciantes que abrían sus tiendas dispuestos a recolectar el mayor número posible de monedas. Los apéndices nasales recibían el hedor producido por las boñigas de los distintos animales de manta y tiro, a lo que se sumaba el olor a excrementos humanos y a orina. Algunos encantadores de serpientes se instalaban entre el dédalo de calles con sus cuencos de esparto, donde escondían a las cobras negras de letal mordedura.
Los tres oficiales egipcios comprobaron in situ el sorprendente estado anímico de Nebej. Una energía nueva lo inundaba. El joven gran sumo sacerdote de Amón-Ra rezumaba vitalidad por todos los poros de su piel; ello a pesar de haber pasado la noche entera cumpliendo con los rituales prescritos para la dedicación del templo. Su faz radiante mostraba un aspecto renovado, y sus ojos brillaban de un modo extraño, retador.
—Señor, estamos dispuestos para servirte. —Se presentaron los mandos castrenses, haciendo a continuación una respetuosa reverencia.
—Hoy hemos de ultimar los detalles de nuestra misión. Compraremos lo que necesitemos y partiremos lo antes posible —urgió Nebej en voz baja—. El faraón nos esperará impaciente.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra, con las manos a la espalda y el porte muy digno, se paseaba ante las puertas doradas del santuario. A pesar de todo, sus facciones serias no lograban nublar la luz que irradiaba su semblante, igual que si una fuente de luz sobrenatural hubiese impregnado todo su cuerpo.
Seguido por los tres oficiales, Nebej atravesó la sala hipóstila y llegó hasta la cámara que precedía al hermoso jardín de la soberana axumita.
Donde antes había penumbra y sombras inciertas que pululaban por entre sus recovecos, amparadas por la nocturnidad, ahora podían verse llamativos colores delimitados por las siluetas de anteriores candaces y reyes, y de su dios Apedemak, y también del carnero Amón, y de Ra, señor de la luz y protector de la candace Amanikende.
Ahora, a la luz del día que comenzaba a penetrar radiante por la techumbre y las pequeñas ventanas cercanas a ellos, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra y sus hombres podían ver los escasos muebles que adornaban la cámara. Allí sólo había dos grandes mesas —con patas de león talladas en madera de ébano—, algunas sillas de caoba dorada y un par de grandes sarcófagos puestos en vertical. Todos esos elementos salpicaban el amplio espacio, dando la impresión de haber sido olvidados entre los gruesos pilares.
Un impresionante guerrero de cuatro codos reales de altura, de piel negra y brillante, con su cabeza completamente rasurada y cubierta por un capacete rojo —pegado a la raíz de su cuero cabelludo como si se tratara de una segunda piel—, apareció bajo el dintel de la puerta. Tenía sus pulgares en el ancho cinto, del que colgaba una corta espada, e iba cubierto por tres discos metálicos, unidos por una cabeza de león sobre su torso. Un faldellín blanco y unas grebas de hierro negro completaban el atuendo militar de aquél hércules africano. Tras él, dos soldados, armados de escudos y lanzas, esperaban sus instrucciones.
—La Candace te espera, gran señor. Está en el estanque del jardín. Hoy, en tu honor, ha adelantado su hora de trabajo. Si te dignas seguirme. —Ceremonioso, el gigantesco guerrero se inclinó con los brazos cruzados sobre su pecho—, te llevaré hasta mi señora.
Los exiliados egipcios lo observaban con semblante impasible. Siguieron en silencio al colosal jefe de la guardia de palacio, quien les condujo hacia la reina.
La candace Amanikende esperaba paciente bajo un gran toldo blanco adornado con flecos dorados, descansando sobre una silla dorada. Dos jóvenes, las mismas que Nebej conociera la noche anterior, refrescaban con grandes abanicos de plumas a la anciana señora. Estaba situada en un rincón del jardín, junto a un diminuto estanque, en el que varias carpas doradas se movían creando caprichosas líneas, como en un juego, entre las pequeñas piedras del fondo.
—Acércate, hijo de Amón. —Sonó la débil voz de la dueña de Axum—. Me he estado preparando para este momento tantos años… —Se interrumpió. Las profundas arrugas que surcaban su rostro hacían difícil determinar con exactitud su edad, que por fuerza tenía que ser muy avanzada.
—Eres, sin embargo, mucho más de lo que yo esperaba encontrar, señora —reconoció, inclinándose respetuosamente, Nebej.
—Tu juventud y tu poder sin duda rivalizan con tu modestia y tu sabiduría. Tú eres Amón-Ra en Axum. Tu predecesor murió hace trescientas sesenta lunas nuevas —musitó entre suspiros—. Era el último hijo de Amón-Ra.
Nebej se mordió el labio superior y asintió. Fue poco a poco hacia la Candace.
—Por eso el templo está vacío y oscuro.
—Así es. Lo hemos iluminado y limpiado, pero la luz se ha ido de él. —La anciana soberana reflexionó y luego le pidió con suavidad—: ¿Podrías tú devolver el poder de Amón a su lugar?
—Amón ya está de nuevo en Axum —corrigió él apasionado.
Trampa mortal
T
ras varias horas de arduo trabajo, los guardias suizos del capitán Olaza se apoyaron sobre las asas de sus palas y se secaron el sudor que corría por sus desnudos torsos, así como por sus rostros. A pesar de los relevos mantenidos cada media hora, éstos evidenciaban ya la fatiga sufrida bajo aquel tórrido sol del desierto.
—Nada, monseñor, nada. O nos han engañado, o hay un error de localización —señaló el oficial mientras se acercaba al cardenal con sus facciones desencajadas y el pelo chorreando sobre su frente. Había ayudado, como uno más, en ahondar aquellos cinco agujeros que ahora se mostraban inservibles, inútiles, y que el viento se encargaría de hacer desaparecer en cuestión de horas.
—Pero éste es el punto señalado por el ordenador, por el satélite… ¿Está seguro de que es así? —le respondió preocupado el enjuto cardenal, haciendo de paso gestos histriónicos.
El capitán de la Guardia Suiza se encogió de hombros.
—El satélite señalaba este punto exacto, monseñor. No lo entiendo. De verdad que no lo puedo entender —insistió, desalentado. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de camuflaje—. Deberíamos estar ya dentro —susurró. Después bajó la cabeza, avergonzado como estaba por el fracaso sufrido.
—¡Deberíamos! ¡Deberíamos! —Scarelli giró sobre sí mismo, furioso, apretando los puños hasta que emblanquecieron sus nudillos—. Lo único cierto es que aún estamos como al principio. La muerte de la Iglesia depende de esto… ¿Comprende eso, capitán? —Se enfrentó al oficial con ojos desorbitados, a unos escasos cinco centímetros de su cara sudada.
Olaza vaciló, y tuvo que respirar hondo para conservar la serenidad que el caso requería. Tragó saliva con mucha dificultad. Agotado, y sin embargo, aún con la mente muy abierta, ofreció la única alternativa posible.
—Hay que cambiar de sitio, monseñor. Debemos buscar alguna pista nueva. De nada nos ha servido hasta ahora la sofisticada tecnología de la que hemos dispuesto.
—No me diga… —contestó el cardenal exasperado—. ¿Es acaso usted arqueólogo? Si es así, adelante. —Abrió los brazos ante el castrense con teatral sarcasmo—. Yo no sé nada, absolutamente nada, de excavaciones… ¿Y usted, capitán? Dígame… ¿Sabe algo usted…? ¡Dígalo de una vez, hombre!
—Algo sé, eminencia. —Olaza le sorprendió con su respuesta—. Si me permite seguir… —El cardenal sonrió indulgente—. La empatía es imprescindible cuando se busca algo que otro, siglos antes, ocultó bien. ¿Puedo seguir con mi idea?
Scarelli afirmó con cierta vehemencia al bajar dos veces su cabeza.
—¡Roytrand, Jean Pierre, Delan! —El oficial llamó a tres de sus hombres gesticulando además con su mano derecha, para indicarles que se acercaran—. Cada uno de vosotros se encargará de explorar en una dirección, pero sin alejarse mucho, y sólo lo haréis si en el horizonte se vislumbra algún montículo, roca o duna sospechosa de albergar algo. ¡Vamos! ¡Ya! ¡Quiero rapidez!
Los tres hombres, obedientes, se introdujeron cada uno en un jeep y se pusieron en marcha con diligencia. Como los brazos de una estrella marina, partieron del punto en el que habían cavado infructuosamente. Lo hicieron a marcha lenta, escrutando en el horizonte cercano con sus potentes prismáticos.
Dos de los jeeps retornaron al punto de partida al poco, pero el tercero se fue alejando paulatinamente hasta que sólo fue un punto negro en la distancia. Entonces frenó, y el capitán Olaza pudo ver cómo Roytrand bajaba presuroso de su vehículo y se dirigía con paso firme hacia un amontonamiento de arena y piedras sueltas que se alzaban a unos dos metros del suelo, ante él.
Como un buitre paciente en busca de una presa codiciada, Roytrand rodeó los montículos de arena y piedras, y luego procedió a excavar enérgicamente con sus manos enguantadas entre ellas. Apartó primero la arena, la cual formaba una gruesa y protectora capa, y dejó al aire el montón de piedras que, colocadas unas sobre otras, capa tras capa, formaban una desmochada pirámide. Al secarse, el mortero debía de haberse disuelto con el tiempo y convertirse en polvo que, mezclado con la arena, desaparecía ahora. Un símbolo egipcio del tamaño de una mano apareció ante él. Sus ojos brillaron codiciosos al reconocer el que sin género de dudas era representativo por excelencia de la diosa Isis: ¡el
Ank
! Era igual que si con un hierro al rojo hubiese penetrado sobre la piedra, dejando impresa para siempre la milenaria marca. Con manos temblorosas y sus nervios a flor de piel, el guardia suizo liberó de arena y polvo un área mayor.
—¡Por fin! —exclamó, aliviado, sin poder contener su júbilo—. Aquí está la entrada, seguro. —Pletórico de moral, alzó sus brazos y los cruzó varias veces sobre su cabeza, para llamar la atención de sus compañeros.
Olaza, que con su acerada mirada parecía un ave de presa dispuesta a asaltar cualquier despojo, captó enseguida la señal de su eficaz subalterno desde la visión que le proporcionaban sus excelentes prismáticos de campaña.
—Roytrand nos hace señales. Creo que ha encontrado algo. ¡Vamos ya! No hay tiempo que perder. Vosotros. —Indicó a cuatro de sus hombres—, ocupaos de nuestros «invitados».
Una actividad inusitada y frenética se apoderó del campamento vaticano. Krastiva, Klug y yo fuimos introducidos en la parte posterior de uno de los vehículos todoterrenos, que ocupó la cabeza del convoy, en espera de que todo fuese desmontado y metido en los maleteros y vacas de los vehículos. La eficacia de aquella tropa era sorprendente, ya que en media hora sólo los cráteres indicaban el lugar en que antes había habido una sofisticada instalación provisional cuyo suelo había desaparecido debajo de unas alfombras recubiertas por doquier de cables.