El laberinto prohibido (57 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

Nebej hizo una importante aclaración.

—He añadido cien monedas de oro de más para los hombres de la Candace, en agradecimiento a su protección, y seis rubíes más como regalo para vuestra soberana. Espero que con su fuego sin igual iluminen su hermosa faz.

—En representación de mi candace Amanikende, te agradezco, hijo de Amón, tu gracia y te entrego, en su nombre, un regalo para tu
Peraá
Kemoh.

El hercúleo guerrero miró hacia atrás y dos de sus hombres se abrieron paso hasta el gran sumo sacerdote de Amón-Ra. Llevaban de los brazos a dos dromedarios que avanzaron con su típico balanceo. Cada uno de los animales tenía en sus costados, en sendos haces, dieciocho colmillos de elefante.

—Éste es el tesoro que más abunda en Axum —aclaró con una abierta sonrisa que enseñó una dentadura perfecta—. Es tuyo para adornar a tu rey, a su reina, a sus hijos y a tu reino, mi señor. —Se inclinó ceremonioso desde su colosal estatura, cruzando sus brazos sobre el pecho.

El gran sumo sacerdote de Amón-Ra se quedó mirándola boquiabierto. En modo alguno esperaba tan especial obsequio.

—Te doy las gracias, poderoso guerrero, en nombre de Kemoh, el hijo de Ra.

Los últimos dromedarios cambiaron de manos y dos egipcios, desde sus corceles, tomaron sus bridas para hacerse cargo de ellos.

Nebej metió el pie en un estribo y se alzó hasta quedar a horcajadas sobre su caballo, suntuosamente enjaezado, que relinchó suavemente, expulsando vapor por los ollares. El animal, que tenía un pelaje negro resplandeciente, se movió nervioso, relinchando y caracoleando. No reconocía a su nuevo jinete. Extrañaba su olor.

Lo acarició con mimo en el cuello, y luego le susurró unas palabras en la oreja que parecieron tranquilizarlo; al menos de momento.

Los egipcios sentían que esperaban algo, o más bien a alguien. Se lo decían los ojos del jefe de la guardia palaciega, que se volvían para atrás. No tardaron en obtener la respuesta. Por las puertas del palacio-templo acababa de aparecer la candace Amanikende ataviada como solo Nefertiti pudo hacerlo en su esplendoroso tiempo.

Un complicado tocado cubría la cabeza de la soberana de Axum, sobre la larga peluca negra que llegaba hasta sus hombros, voluminosa, magnífica. Dos plumas de oro se alzaban de la parte posterior de la corona de oro que la ceñía. Delgadas líneas oblicuas, hechas enteramente de turquesas y lapislázuli, y que se alternaban, le conferían un aire de realismo especial. Sobre su frente aparecía el disco solar de Ra, su protector, y saliendo de éste se encontraba la cabeza de la diosa buitre Nejbet. Un gran collar pectoral ostentaba sobre su pecho la cabeza de Apedemak, el dios león.

La túnica blanca de lino de la candace Amanikende, ceñida por un cinturón de seda azul celeste, revoloteaba a medida que sus porteadores —cuatro musculosos y hercúleos nubios— la llevaban en su palanquín. Iba cubierto éste por un baldaquín rectangular, de lino blanco y ribeteado en oro, sostenido por cuatro delgadas columnas de caoba bañadas en oro puro.

Los huesudos brazos de aquella marchita mujer, que más bien parecía de otra época muy lejana, descansaban sobre los reposabrazos de la silla palanquín. Allí ella, erguida, digna, orgullosa incluso, se esforzaba por dar una imagen de poder que estaba muy lejos de ser real, pero que infundía nuevos ánimos a su sufrido pueblo. Sobre su piel negra, como madera de ébano ajada, habían dejado un maquillaje preparado con polvo de oro.

Dicen las leyendas del Imperio de las Dos Tierras que la carne de los dioses es de oro bajo su piel, razón por la cual lodos los cuerpos de los faraones eran maquillados con polvo de oro para simularlo. Y la candace Amanakinde, como hija de Ka, era la diosa encarnada en Axum.

Cuando la gran señora de la ciudad estuvo a la altura de Nebej, abrió los ojos y le sonrió, aunque fue en una mueca patética. Sin embargo, ésta demostraba afecto y gratitud a su ilustre huésped y también a sus acompañantes.

—Espero que al faraón Kemoh le agrade mi regalo —pronunció con toda solemnidad, con patética lentitud, arrastrando las palabras—. También he preparado un presente para tu pueblo, hijo de Amón. Por eso te he hecho esperar… —Entrecerró los ojos y elevó su cabeza al cielo. Fue entonces cuando un numeroso grupo de jinetes apareció de pronto como surgido de la nada, igual que si hubiese estado esperando el momento de hacer su aparición en una gran escena teatral en la plaza principal de Axum—. Son cincuenta hermosas muchachas y cincuenta muchachos sanos, con buena salud, que serán ahora tus servidores. Nuestros pueblos morarán así juntos para la eternidad… —Su voz amenazaba con quebrarse de un momento a otro—. Tengo la seguridad de que no habrá violencia ni desprecio de uno para con otro, pues nuestra sangre será vuestra sangre, y la vuestra, la nuestra… —Finalmente la anciana suspiró y dijo—: Que sea para siempre.

Nebej esbozó una ancha sonrisa.

—En verdad que la sabiduría mana de tu boca, candace Amanikende. Acepto muy gustoso tu presente. Esos jóvenes serán parte del pueblo egipcio, en igualdad total —contestó él con naturalidad y añadió sin ningún tipo de recelo—: Nunca serán servidores ni esclavos, sino aliados, dignos representantes de tu pueblo. Por Amón que serán honrados como tales. Mi agradecimiento es infinito.

Un murmullo general de sorpresa y admiración por ambos circuló espontáneo ante la fachada principal del palacio-templo, invadiendo el aire de honda satisfacción. Además, una emotiva atmósfera de hermandad, entre los dos poderes del Antiguo Egipto, flotaba ahora como el aroma del loto en primavera a las orillas del Nilo.

Para celebrar el clima de extraordinaria unión entre dos pueblos, del palacio comenzaron a salir músicos y bailarinas que portaban en sus manos extraños y bellos instrumentos musicales que lanzaron sus alegres notas al aire.

Nebej se inclinó sobre la silla y tiró de las riendas para obligar a su caballo a girar ciento ochenta grados. De este modo, tras saludar con el brazo al pueblo, enfiló él primero la boca de las estrechas callejuelas que desembocaban en las altas murallas de Axum. Sus hombres hicieron otro tanto y la larga comitiva se puso lentamente en marcha.

Las calles de la ciudad, oscuras y sombrías, se «tragaron» a los jinetes y los animales, dejando el espacio ante el templo-palacio desolado, vacío de su presencia. La candace Amanikende, situada con los porteadores de su primoroso palanquín al lado de Nebej, continuó su desfile seguida de los músicos y bailarines, y también de su imponente guardia personal.

El gran sumo sacerdote de Amón-Ra y sus soldados traspasaron el dintel de la puerta principal, que se abría en la gran muralla, y se fueron alejando. La figura de la Candace, dorada como si fuese la mismísima Isis, se fue empequeñeciendo hasta quedar sólo en un punto luminoso de la lejanía.

Como no podía ser de otro modo, Nebej se sentía muy satisfecho con lo conseguido, que realmente superaba todas sus previsiones más optimistas. Llevaba consigo doscientos caballos, ciento dos dromedarios y a cien jinetes más aparte de los egipcios. Los cincuenta muchachos y la igual cifra de muchachas, que viajaban sobre otros tantos corceles, constituían un gran valor añadido, el sello de la soñada alianza con un pueblo que, a diferencia del sabeo, los había acogido con los brazos abiertos.

Los rostros negros de los jóvenes axumitas que se marchaban de su ciudad con los soldados de Kemoh brillaban bajo el sol. Eran los descendientes de los hijos de faraones, sacerdotes, militares y artesanos, de perdidas dinastías que habían sobrevivido a los tiempos y sus amargas vicisitudes.

Los varones estaban ataviados con el uniforme de los hombres de armas de Axum. Formaban de hecho un escuadrón de lanceros, e iban protegidos por escudos redondos que lu illaban como joyas a la intensa luz solar del mediodía. Las muchachas, que vestían vistosas túnicas de colores, semejaban ser las más bellas flores del jardín de la Candace.

Entre ambos grupos de jóvenes axumitas, una veintena de carros —cuya forma recordaba a las antiguas pirámides, con sus cúspides cortadas— avanzaban aplastando las hierbas de la sabana bajo sus pesadas ruedas, dejando una huella indeleble que permitía seguirlos sin dificultad. Cargados de especias, carne, frutas, hortalizas y grandes tinajas de agua y de vino, suponían la energía revitalizadora de su pueblo, un resto que se negaba a dejar de existir.

La sangre de viejas dinastías corría por las venas de aquellos axumitas representantes de la antigua Meroe. Sonrisas de satisfacción, ante la perspectiva de emprender una excitante aventura, se desplegaban en sus juveniles rostros con cuerpos de adultos, bien proporcionados en su desarrollo. Sus mentes creaban ya la imagen idealizada de un gran
Peraá
, señor de las Dos Coronas, guerrero invencible, capaz de conquistar el mundo conocido para entregarlo a su pueblo, del que ellos ahora formaban parte por derecho propio. Así presentaba la tradición oral a los faraones que habían hecho Historia con mayúsculas.

Las lanzas de los jóvenes de Axum brillaban al ser heridas por los implacables rayos del sol, que se pegaban a sus cuerpos hasta recalentarlos como una segunda piel. Los musculosos brazos de estos guerreros de la sabana lo soportaban todo con estoicismo. Sus recias figuras parecían de ébano aceitado mientras aferraban las astas de sus armas. Iban erguidos en sus sillas, orgullosos de servir al gran
Peraá
.

Las muchachas axumitas, hermosas y alegres, cabalgaban por contra con la esperanza de hallar a un gran guerrero que las cubriera de adornos de oro, turquesas y lapislázuli. Sabrían corresponder en el lecho, siendo ardientes como ascuas. Soñaban despiertas con alguien que las hiciese reinas de un gran palacio de mármoles blancos y columnas de mil colores, todas con capiteles de flores de loto.

Capítulo 31

La trinidad egipcia

L
a sangre salió a borbotones de los lacerados cuerpos de aquellos guardias suizos, resbalando hasta el suelo, colándose lentamente en las rendijas por las que salían las hojas de metal afilado y mortal.

Los miramos horrorizados, paralizados por el miedo, con los ojos abiertos como platos. Sentí que el vello de la nuca se me erizaba admonitoriamente.

Sólo el cardenal dijo algo.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó, angustiado.

Nunca olvidaré aquellas caras de facciones contraídas por el intensísimo dolor que sufrían. Era aquél un sufrimiento atroz que, por momentos, les robaba la vida. Sus cuerpos, descuartizados como si fueran muñecos de cera, inertes y en posiciones imposibles, quedaron tendidos sobre el ensangrentado suelo.

Nada podíamos hacer ya por esos pobres diablos (Y que el Vaticano disculpe la expresión al uso).

Monseñor Scarelli, que tenía el rostro desencajado, tuvo un «detalle» cristiano, y eso que no estaba de servicio, sino atento a sus propias ambiciones. Se persignó con mano temblorosa y los bendijo trazando una cruz en el aire. Los cuatro guardias suizos que quedaban en aquel pasadizo de la muerte le imitaron y luego se quedaron en silencio.

Quizás se preguntaban quién sería el próximo…

Fue Klug Isengard quien luego rompió el impresionante mutismo en que nos hallábamos.

—El túnel continúa, pero hemos de seguir aún sobre las barras si no queremos correr el riesgo de acabar como ellos —aseguró con voz hueca.

Miré hacia delante y «barrí» la penumbra con mi linterna. Efectivamente, las barras habían salido de una pared, ensamblándose en la opuesta a lo largo de muchos metros.

Calculé que las alas de Isis «nos llevaban en el aire» para salvarnos de Geb, el cruel dios de la tierra.

Igual que chimpancés, a dos patas, pero doblados al máximo, encorvados de espalda y temerosos, avanzamos torpemente con cuidado de no caer. Menos mal que cada barra se distanciaba de la siguiente sólo unos quince centímetros. Si teníamos cuidado, no caeríamos para resbalar en el líquido rojo viscoso de los dos desgraciados que nunca más volverían a ver la luz solar.

Krastiva me seguía a mi derecha. Podía oír el ritmo de su agitada respiración. Su corazón latía acelerado y su aliento brotaba como una nube de vapor lleno de vida, junto a mí.

No se quejaba.

Por delante, Klug, igual que una rana gigante y pesada, pegaba las plantas de sus pies y sus manos a las barras de bronce, atento a cada detalle. No lo reconocía. Era una persona completamente distinta. Su cerebro parecía haberse agudizado, y sus procesos mentales se producían a una velocidad y con una seguridad nada habituales en él, un ser torpe e inseguro que temblaba de miedo mientras el sudor lo empapaba de un modo increíble, como nunca lo había visto con anterioridad en una persona. Monseñor Scarelli y el capitán Olaza, lo mismo que los otros tres guardias suizos supervivientes, relegados a un segundo plano, iban detrás como la sombra que, inmisericorde, anuncia la parca.

La penumbra tan solo era penetrada por la luz ocasional de las linternas, creando una atmósfera de misterio que llenaba de temor nuestros corazones, encogiéndolos sin remedio; sobre todo tras ver morir a los dos hombres de Olaza de aquella espantosa manera. Los férreos cuchillos habían estado esperando pacientemente durante cientos de años, quizás miles, para cumplir con su macabro cometido.

Para cazar a dos hombres.

Para robarles la vida en cuestión de unos dramáticos segundos.

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