—Tú eres el experto, creo —le recordé, oportuno.
—Sí, claro que sí… —Klug asintió con insistencia—. Además, por eso te digo que tú serás el último en pasar. Así te asegurarás de que los tres conseguimos superar esta prueba, que es de las más importantes que debemos afrontar hoy. —Captamos que lo dijo con cierta insolencia de mando, pues parecía crecerse por momentos en su papel de guía por el mítico inframundo egipcio. No supe cómo reaccionar a sus palabras debido a que allí, en aquel laberinto de túneles, cámaras y trampas, estaba en sus manos.
De la teoría a la práctica, pues acto seguido extrajo una pequeña libreta y un bolígrafo color plateado, y fue garabateando palabras con una excelente caligrafía por cierto. Cuando hubo concluido, nos dio una hoja a cada uno arrancándola de la espiral metálica con decisión. Sin titubear lo más mínimo, nos miró con rostro muy serio y comenzó a darnos las instrucciones que eran de rigor.
—Prestad toda la atención que podáis… Esto es lo que cada uno de vosotros debe recitar. Debéis hacerlo en voz muy alta, porque esta cámara posee un delicado mecanismo que registra los sonidos y su engranaje se activa por medio de ellos… ¿Comprendéis ahora la importancia de lo que os digo? —Nos observó con severidad.
Afirmé en silencio, con la cabeza, pero la rusa aún tenía dudas razonables.
—Pero no sé lo que pone aquí —dijo con voz queda—. Está en… —Miró, aún indecisa, los signos que aparecían escritos en su pequeña hoja de papel.
Isengard hizo un gesto de paciencia abriendo las manos. Su tono de voz sonó al de un profesor que debe repetir la lección a los alumnos despistados.
—Supongo que a estas alturas no esperaréis que los sonidos correctos provengan de un alemán o un inglés actual… El mecanismo estaba diseñado para oír sonidos en el idioma oficial del antiguo Egipto —aclaró, desdeñoso, levantando mucho la barbilla en plan altivo—. Sólo espero pronunciar bien cada palabra… —Afirmó, algo dubitativo—. He usado nuestro abecedario para que podáis pronunciarlo. Creo que servirá… No vaciléis. Hablad alto, claro y con decisión. Ved ahora cómo me sitúo yo y el modo en que lo hago.
Ni corto ni perezoso, el de Viena nos sorprendió al subirse a un plato, el opuesto al que sostenía la pesada pluma de oro, y ya en pie, comenzó a recitar en alto un conjuro en toda regla.
—Soy el sacerdote Aklussis en Amón, el que exalta a aquel que está en el montículo. Soy el profeta de Amón el día en que la tierra se halla en culminación. Soy el que contempla los misterios en Ra-Stau; el que lee el ceremonial del carnero divino que está en Mendes. Soy el sacerdote Aklussis realizando sus funciones. Soy el sumo sacerdote el día en que se coloca a Henu sobre su soporte.
Su voz resonó en la cámara como un trueno en medio de una tormenta del desierto. Nos dejó anonadados ante su ancestral elocuencia. Y entonces sucedió lo increíble, que su plato, sobre el que estaba erguido, comenzó a elevarse hasta treinta centímetros y un panel se abrió sobre el suelo, justo debajo de él.
El inefable anticuario, mi cliente, descendió del plato y tanteó con su pie derecho en la oscura boca del cuadrado que se abría en el suelo. En aquél había escalones de piedra que descendían a lo más profundo y oscuro. Los miró y, no sin sentir una gran inquietud, empezó a bajar con lentitud, apoyando sus manos en las paredes, inseguro. Cuando se hubo perdido en el negro pozo, una gruesa losa de piedra se cerró sobre él y así, paralizados por la sorpresa, la rusa y yo contemplamos cómo de nuevo el plato retornaba a su lugar original.
Instintivamente, miré a Krastiva y, aunque yo estaba tan nervioso o más que ella, le sonreí por puro compromiso, en un vano intento de relajar la tensión que flotaba en el aire.
Ella se agarró aún con más fuerza a mi brazo izquierdo y, con una cara pálida como la misma muerte, casi me suplicó sin palabras que no la dejase allá sola por nada del mundo. Había llegado el momento de dar el siguiente y gran paso. Escogí las palabras con cuidado.
—Yo iré en último lugar; ya lo sabes. Tranquilízate —le dije con suavidad, como en un afectuoso susurro—. Todo irá bien si seguimos las instrucciones de Klug… Estoy seguro. Nos vemos al otro lado… —Ella asintió tres veces en silencio y continué hablando—: Ven, yo te ayudaré. —Tomándola por la cintura, mientras caminábamos al unísono, avanzamos juntos con suavidad—. Sube al plato. —Se apoyó en la mano que yo sostenía en alto—. Ahora mira tu hoja y lee en voz alta, con mucha energía. Imagina que eres Desdémona… no, claro que no. Mejor que eres la mismísima reina Cleopatra o, si lo prefieres, la más bella sacerdotisa de Isis… —Ella sonrió débilmente ante mi cumplido—. Y recita con serenidad y, repito, en voz alta. Vamos. Que tú puedes…
Krastiva reprimió un suspiro y asintió. Con el rostro ahora contraído y gris, aspiró aire y fue leyendo en voz alta el conjuro que le permitiría pasar la insólita prueba.
—Que sean dadas órdenes, en mi favor, al séquito de Ra durante el crepúsculo, porque el Osiris revive tras la muerte, como Ra cada día. Y si en verdad Ra renace de la víspera, el Osiris renace a su vez también.
Pronunció bien aquellas palabras, para ella guturales y de desconocido significado, que traducidas, decían lo anterior. Una vez más el plato se alzó y apareció debajo de sus pies la abertura al deslizarse la pesada losa. Bajó del plato y con gran temor tras mirarme, dedicándome un nervioso mohín con su preciosa nariz, fue bajando uno a uno, lentamente, todos los escalones hasta desaparecer por completo.
Y otra vez el increíble y antiquísimo artilugio funcionó a la perfección, dado que la losa se cerró.
Ahora yo estaba solo. Sentía la boca muy pastosa y un movimiento extraño en mis tripas. Si algo iba mal, aquello sería mi tumba; bueno, no, en realidad lo sería el estómago de «Ammit», quien rondaba en torno a mí como incansable cazador al acecho. Dispuesto a morir en el intento, me acerqué al plato de oro y creí que las piernas no me iban a responder para subir a él. Pero lo logré mejor de lo que pensaba.
Miré en torno a mí y vi de nuevo los ojos, codiciosos y amenazantes, del gran cocodrilo del Nilo que simbolizaba al dios devorador Ammit flotando sobre las turbias y frías aguas que rodeaban el lugar donde, como una isla, se asentaba la balanza de la justicia de aquel infernal inframundo.
El corazón se me aceleró con latidos que iban
in crescendo
. En mi fugaz neurastenia creí que iban a hacer estallar aquella cámara con su potente resonar, pero sólo los oía yo, claro. Me situé como hiciera Klug, miré mi hoja como un niño que se examina ante su estricto profesor y después recité el texto que me había entregado. Lo hice muy en mi papel, como en una obra de teatro, metiéndome en la piel de un personaje del antiguo Egipto.
—Te adueñas y tomas, por medio de la violencia, a las víctimas que ya están inertes. Nunca estaré inerte ante ti; nunca estaré desfallecido ante ti. Tu veneno no entrará jamás en mis miembros. Tú no quieres estar paralizado; yo tampoco quiero estar paralizado. Así tu entumecimiento no penetrará en mis miembros, que están aquí.
Las palabras brotaban de mi boca como sentimientos desgarradores, sin que por ello pudieran comprender lo que decía, escrito como estaba en el legendario idioma de los tiempos faraónicos.
Resoplé, profundamente aliviado, al comprobar que el proceso se repetía por tercera vez; con decir que casi sentí alivio al adentrarme en la oscura sima que se abría ahora para mí, bajo mis temblorosos pies.
Allí olía a humedad, a aire rancio muy viciado. Noté un escozor en la nariz e, instintivamente, me la cubrí con las manos.
Ningún erudito había seguido los rituales del submundo de los faraones, uno a uno, sala a sala. Allí estaba encerrada toda la sabiduría de los antiguos egipcios, incluso desde cuando aún eran un montón de tribus mal repartidas y que se mezclaban con las de los naturales hijos de Cus.
Mientras, vacilante, avanzaba paso a paso, recordé cuando Menes, con más pretensiones que poder y más decorados que lujos palaciegos, alzaba la cabeza al cielo, hacia su padre, Ra, para solicitar de él la fuerza para domeñar a su pueblo, confiar las tribus y gobernar los Nomos con mano firme para dominar el mundo conocido.
Sensación de ahogo
E
n el submundo oscuro y tenebroso por el que deambulaban, manejados como simples marionetas, al capricho de unos hombres que murieron muchos siglos antes, quizás milenios, Mojtar seguía caminando; pero ya no sabía muy bien si hacia la salida o hacia la muerte, más probable sin duda esto último.
Miró atrás, volviendo la cabeza levemente para observar a sus excelentes amigos. «Si algo les ocurriera, no me lo perdonaría nunca», caviló en un momento de debilidad mental.
Ellos se esforzaban en descifrar los jeroglíficos que veían en los paneles, de crear paralelismo entre lo que conocían y lo que descubrían en aquel mundo surrealista en el que se veían obligados a estar por voluntad propia, empujados a continuar hacia delante en un avance que empezaba a ser desesperado.
Mojtar no se atrevía a imaginar que Mohkajá o Assai pudieran morir víctimas de una trampa letal, algo creado por una mente, de ingenio mortal, que yacía descompuesta desde hacía varios miles de años. Pero allá abajo, en el asombroso inframundo egipcio, el tiempo se disolvía; parecía dejar de existir… Ya no recordaba cuándo había comido o bebido la última vez; ni siquiera cuándo había sentido hambre o sed. Era…, era… ¡como estar todos muertos! Un escalofrío le recorrió entonces, de los pies a la cabeza, igual que una repentina descarga de electricidad, al curtido jefe del quinto distrito policial de El Cairo.
La oscuridad pesaba como un manto negro que apenas se resquebrajaba, únicamente herida por la luz de las antorchas que otros habían dejado tras su paso, encendidas, como un indicador. Se cernía sobre sus abatidas figuras, amenazando con aplastar un ánimo que comenzaba a notar el efecto nocivo de su prolongada permanencia allí, en el lúgubre mundo de los muertos.
Habían tenido suerte o habían gozado de la protección de los dioses, lo mismo daba a fin de cuentas. A veces, Mojtar sentía un frío que le llegaba hasta los huesos; entonces acampaban juntos, como uno solo y encendían un fuego con lo que iban encontrando en su ruta. Los tres querían pensar que disponían de un «día» y una «noche», mientras les mantenía la idea de que aún permanecían en el mundo de los vivos…
A la luz anaranjada y cálida de la lumbre, con sus manos cerca de las llamas, intercambiaban opiniones, conocimientos y, a veces, se perdían en rancios recuerdos que olían a moho y polvo al traerlos a la mente tras un largo tiempo olvidado. Para aliviar tensiones, reían fingiendo una alegría que estaban bastante lejos de sentir.
Una atmósfera especial, mezcla de terror, amistad y afecto, les envolvía como un velo suave y fragante. Cuando las llamas decrecían y la negrura se iba apoderando del lugar que ocupaban, dejaban que sus párpados cayeran pesadamente, transportándolos al objeto de su fantasía, un mundo donde el sol llegaba iluminando una tierra fértil, eternamente verde, cubierta por un cielo azul…
El comisario dejó que el curso de los sueños lo guiara por el mundo oscuro de los antiguos señores de Egipto, y por eso susurró entre dientes una palabra en su idioma materno:
—Insalah.
En su ensoñación, veía al fin los rostros de los implacables perseguidores, con sus facciones endurecidas por el afán del rastreo, y también otros, más dulces, atemorizados, huyendo delante de aquellos en una acalorada caverna del inframundo.
Y ellos tres, sus amigos y él, iban detrás, poderosos, implacables, dispuestos a cazar a todos, para demostrar a un mundo incrédulo que sólo poseía fe en las pruebas, lo que valía la intuición y la iniciativa de un buen policía.
Desmadejados, con sus músculos relajados, como si de muertos se tratara, los tres hombres se abandonaron al descanso tras tantas horas de tensa búsqueda, de intensa concentración. Se fundían con su entorno, que los abrazaba tiernamente.
Hasta ahora, el conocimiento del mundo egipcio de dos camaradas había conseguido sacarlos de apuros, evitando las trampas, pero ahora, cuando el laberíntico dédalo de cámaras que se sucedían amenazaba con tragarlos sin remedio, lo que más le preocupaba no era eso.
No, no era eso.
Mojtar se preguntaba quién iba delante de ellos. ¿Quiénes marchaban tras qué objetivo que aún ignoraba? Su experimentado instinto profesional le decía que un peligro mayor los aguardaba, un peligro que no venía de tiempos pretéritos, sino de depredadores humanos actuales, vivos y muy vivos.
Sólo sabía que un grupo perseguía a otro, pero le preocupaba el grupo perseguidor. ¿Por qué esa terca tenacidad? ¿Qué podía ser tan importante como para perseguir por medio Egipto, y matar incluso, a cuantos se oponían a su tenebroso propósito?
El era policía, un auténtico profesional; estaba dispuesto para aquellos avatares. No le temblaría el pulso si se veía obligado a apretar el gatillo; pero se preguntaba cómo reaccionarían sus dos amigos, carentes, como estaban, de cualquier preparación de su profesión.
Acariciaba la pared rocosa, cortada a pico y pulida por manos hábiles, como quien toma las medidas de una celda de piedra que pudiera convertirse en su tumba. Nunca había sentido claustrofobia, pero ahora una extraña sensación de ahogo le oprimía el pecho, mezcla de precaución y miedo.