El laberinto prohibido (77 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Ya… ¿y esos? —Mojtar apuntó al cardenal y sus tres «gorilas» con un significativo movimiento de la pistola que empuñaba con decisión.

—¡Ah! —exclamó Casetti, displicente—. Esos cuatro que quedan son los malos… ¿Sabe? No hay película en la que fallen y en ésta tenía que haber alguno, claro está… Ellos son nuestros malos, los perseguidores. Ese elemento de ahí —apuntó con el dedo índice acusatoriamente, con desdén— es un tal Scarelli, importante cardenal de la Curia Romana. Ha dejado sus obligaciones en el Vaticano para dedicarse a la búsqueda de la inmortalidad a cualquier precio… Él es el siguiente Papa de Roma, si alguien no lo remedia a tiempo… Sí, hablo en serio —insistió al ver la cara de sorpresa que puso el policía—. El que está a su lado es el capitán, ¿o es comandante?, Olaza, un hombre sin escrúpulos, dispuesto a todo por una causa fanática, un perro guardián obediente a su amo… —El oficial de la Guardia Suiza lo «fusiló» con una descarga de sus ojos de acero—. En cuanto al que está temblando más allá, ése es un guardia suizo que cree que su destino será el de sus diferentes compañeros ya muertos aquí entre horribles padecimientos… Se llama Delan. El otro es Jean Pierre, otro de ellos.

Mojtar reconoció la capacidad de su interlocutor.

—Veo que está usted bien informado —ironizó sin bajar la guardia.

—Verá, yo les he traído aquí… Y ya entenderá que cualquiera no es capaz de llegar hasta esta ciudad-templo de Amón-Ra.

—Como puede observar. —El comisario señaló a sus dos acompañantes—, nosotros hemos conseguido hacerlo.

Casetti abrió las manos de forma exagerada.

—Ya lo veo… ¿Tendrá la amabilidad de presentarse? —le requirió con extremada cortesía.

—Soy el comisario Mojtar El Kadem, jefe del quinto distrito policial de El Cairo. Ellos son mis amigos, Assai y Mohkajá, eruditos —exageró— en temas de índole egipcia.

—Señores —se inclinó el italiano, ceremonioso—, sean bienvenidos a esta ciudad. Yo, su gran sumo sacerdote Ameneb, les ruego acepten la hospitalidad que les ofrezco en nombre de mi dios, Amón-Ra.

Por la cabeza de Mojtar pasaron, como
flashes
, numerosas ideas, aturdido como estaba por hallarse en el ojo del huracán de tan aparatosa situación, algo para lo que no estaba entrenado ningún policía del mundo. Tras un titubeo, tomó el mando de la situación.

—Para empezar, salgan ya de esa maraña de ramas —ordenó con energía.

Monseñor Scarelli torció el gesto.

—No son ramas, comisario, son las raíces del árbol más maravilloso jamás concebido por mente divina alguna, un Dios único, capaz de ofertar la vida eterna —respondió altivo.

—Me da igual, usted baje de ahí si quiere seguir vivo. —Lo amenazó con el cañón de su arma corta reglamentaria—. No creo que sea inmune al plomo a pesar de su cargo.

—No sea estúpido, Scarelli —le recriminó abiertamente Pietro, ahora metido en el papel de Ameneb—. El Árbol de la Vida no le puede dar lo que desea… ¿No ha visto lo que sucede cuando se toma uno de sus frutos?

Una cínica sonrisa cruzó el semblante del cardenal.

—¿A mí me lo dice? Entonces explíqueme ahora por qué lo buscaba su secta con tanto tesón, a lo largo de los siglos, si no era por eso precisamente.

—Era un misterio. Sólo eso. Sabíamos que pertenece a un dios enemigo de Amón-Ra y mucho más poderoso. Nunca, ¿me oye bien?, nunca osaríamos tocar sus frutos. Créame si le aseguro que no nos pertenece a los mortales que…

El Kadem sintió que su paciencia había sido rebasada con creces.

—¡Basta ya de estúpidas discusiones filosóficas! —rugió cortante—. ¡Bajen todos inmediatamente de ahí y ahora mismo! —ordenó colérico, acompañando sus duras palabras con un significativo arco que su pistola trazó en el aire.

Obedientemente, uno tras otro, descendimos sorteando cada raíz enroscada; algunas parecían serpientes milenarias que se hubiesen abrazado, unas con otras, en anillos imposibles para hibernar. Eran como guardianas leales y mudas de un hombre que tuvo el mundo a sus pies una vez. Pero antes de salir de la gran cámara volvimos nuestra mirada al cuerpo del macedonio más universal de todos los tiempos, al hijo de Amón, al servidor del Árbol de la Vida.

Los segundos transcurrieron lentos, como el goteo de la miel, y luego desfilamos delante del comisario y sus acompañantes, retornando al camino que nos llevara hasta allí. Sin embargo, en la cabeza de todos bullían preguntas cuya respuesta solo tenía ya Ameneb.

Monseñor Scarelli avanzaba cabizbajo, abatido. Era la viva imagen de la derrota. Tenía el rostro descompuesto. A él poco le importaba Alejandro el Grande ni el Árbol en sí, ni tan siquiera las vidas de los tres guardias suizos que lo habían protegido con las suyas propias. Tan solo le interesaba conseguir la inmortalidad. Su suprema ambición era ser el Papa eterno. «Solo» eso… Nada menos que eso.

Pero no había contado con la opinión de Dios.

Junto a la gran piscina rectangular, ubicada a un lado del templo de Amón-Ra, en el interior del recinto sagrado donde se purifican los sacerdotes, los tres grupos, sentados en círculo, tensos, pero intrigados por la serie de enigmas que flotaban a su alrededor, como un mundo fantástico que los envolviese, se miraron con fijeza unos a otros.

Con sus maneras corteses y sus nervios bien templados, Ameneb había conseguido convencer a los recién llegados de que ninguno, absolutamente ninguno de ellos, estaba allí por las razones que creía, sino por haber sido atraído al corazón mismo del Egipto faraónico. Un sabio de la Antigüedad dijo en su día que «una palabra amable aparta la furia» y esto es lo que había servido para sentar, uno frente a otro, a personas con intereses en verdad muy encontrados.

—Antes de que formuléis vuestras preguntas —habló Ameneb en relajante tono—, permitidme contar el relato de los hechos tal y como sucedieron cuando Ra aún derramaba su poder protector sobre la nación del Nilo… —Con evidente nostalgia, entornó los ojos por aquellos tiempos pretéritos tan gloriosos—. Comenzaré por explicar cómo ha permanecido en la memoria de los vivos la situación exacta de la ciudad-templo de Amón-Ra…

Durante una larga hora y media, y ante los extrañados componentes de aquel forzado auditorio, el ínclito «anfitrión» narró el periplo del gran sumo sacerdote Nebej. Lo hizo a grandes rasgos, aunque sin olvidarse de esclarecer la extraordinaria personalidad de Imhab, su maestro, hasta llegar aquél a la abandonada ciudad de Meroe.

—Allí, cuando Nebej hubo envejecido y sintiendo acercarse su muerte, haciendo acopio de todas sus fuerzas y tras pedir permiso a su faraón Kemoh, inició su viaje de regreso. Lo emprendió con su preciado tesoro, el papiro negro, siempre protegido entre las dos planchas de oro y en el interior de su vieja bolsa de dromedario. Por la entrada por la que hemos penetrado en este submundo y de la que le había dado detallada información su maestro, se introdujo en las entrañas de Egipto y retornó a su amada ciudad-templo de Amón-Ra.

»Imhab aún vivía. Su antaño porte sobrio y altivo había degenerado en un cuerpo enflaquecido y rugoso que se ayudaba de un largo bastón de cedro, adornado con una artística cabeza de plata, para caminar. Los ojos del anciano brillaron de emoción al ver de nuevo al que consideraba más un hijo que su discípulo aventajado. En sus largas conversaciones tuvieron tiempo de escrutar los misteriosos símbolos del papiro negro y entonces descubrieron algunos de sus contenidos al lograr descifrarlos al fin.

»Pero la muerte les sobrevino a ambos antes de trasmitir su recién adquirido conocimiento y su último estudio.

Así, su
Ka
abandonó su carcasa y tan solo su
Ba
sobrevivió, a la espera de conseguir atraer a los elegidos para desempeñar sus funciones y las de su maestro.

Mojtar, que había escuchado el relato ceñudo al principio y luego boquiabierto, hizo una pregunta como si fuera un niño hacia su profesor.

—¿Quieres decir que fuimos atraídos por una fuerza irresistible o algo así? —preguntó literalmente fascinado.

—Sí, algo así debió ser… —Ameneb contestó con agudeza. Después se encogió de hombros y sonrió levemente—. Así, por ejemplo, Klug y yo, como descendientes de Nebej, debíamos venir a relevarlos en sus funciones de grandes sumos sacerdotes. Yo lo hice primero, por lo que asumí el poder para ejercerlo en esta ciudad subterránea. Confiaba en que así fuera, por lo que dejé todos mis bienes a Alex. —Me llamó por mi nombre por vez primera— y fingí mi muerte para evitar ser eliminado como Lerön Wall, al que Klug asesinó y robó… —Su rostro se endureció extraordinariamente—. ¿O tal vez fue usted, Scarelli? —inquirió, mordaz—. Para el caso, ahora da igual.

Krastiva y yo dimos un respingo, ya que ambos miramos al austríaco de forma recriminatoria. ¡Cómo había fingido miedo en el hotel Ankisira de El Cairo! Hubo un tenso silencio entre nosotros.

—Klug Isengard será —continuó Ameneb— el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en la superficie. No ha habido uno desde que fue quemado en la hoguera Jacques de Molay, el gran maestre de la Orden del Temple.

Una sorpresa sucedía a otra. Abrí los ojos de par en par, desconcertado, y le pregunté con voz queda:

—¿Él era también…?

—Sí, él era descendiente de Nebej, pero profanó el templo de Salomón y entonces le alcanzó su maldición.

—Pero entonces… ¿quién asesinó a Mustafá El Zarwi? —inquirió Mojtar, deseoso como estaba de resolver aquel caso que tan difícil estaba resultando para él; al fin y al cabo había sucedido en territorio egipcio y, por ende, en su propia jurisdicción.

—Scarelli y los suyos —repuso Ameneb con frialdad, luego los miró inexpresivo—. Él busca ser el siguiente Papa de Roma a cualquier precio. Pero no es suficiente aún para «su eminencia», pues desea ser el Papa eterno, el último, hasta que llegue el Apocalipsis… Ahora ya sabe que es imposible —apostilló, irónico.

Moví la cabeza a ambos lados antes de intervenir de nuevo.

—¿Y yo? ¿Qué narices pinto yo en esta increíble historia? Me veo fuera de lugar —aduje un tanto aturdido.

—Oh, no, Alex… Eres la pieza clave… Créeme. Sin ti no hubiera descubierto la cámara del Árbol de la Vida… —Hizo una breve pausa para carraspear—. Cómo fuiste elegido, es un misterio incluso para mí. Lo que sé es que «ellos» me dijeron que tú sabrías hallarlo porque habías tenido una experiencia similar en tu niñez.

—El tesoro que papá escondió en el muro… —casi murmuré.

Todos me miraron esperando una explicación; y todo sea dicho, yo deseaba ofrecerla. Incluso Ameneb se preguntaba cómo lo hice…

Capítulo 44

Una nueva religión

M
e habían observado descender por el tortuoso camino de tierra y piedras hasta llegar a la gruta inundada, de cuyos techos se filtraba el agua en gruesos goterones; de tal manera que al andar nuestros pies chapoteaban en los dos centímetros de agua que cubrían el suelo; pero todos ignoraban qué escenas se iban sucediendo en mi mente mientras procuraban que no cayese al tropezar con algo.

Después pasé a relatarles aquel juego inocente que mi padre me propuso hasta llegar a aquel viejo y desportillado muro situado a las afueras de la ciudad:

—Entonces estaba de pie, ante él. Lo rodeé un par de veces y comprobé su grosor, de unos treinta centímetros. Saqué el arrugado papel de mi bolsillo delantero y releí: «Golpea con furia allí donde no hay nada y calcula el centro de tu dolor. Aprieta fuerte y verás el resplandor». Miré alrededor y descubrí que cerca, apenas cubierta por una tela sucia, asomaba un mango. Levanté los harapos y una hermosa porra apareció. Golpear con aquel objeto tan pesado, más que furia, me supuso un esfuerzo titánico. Finalmente el empedrado cayó a trozos, dejando al descubierto el enladrillado.

»Pensé en el punto que más me solía doler, el estómago. Calculé dónde se hallaría, poniéndome de espaldas al muro y marcando el lugar con un trozo de yeso tras de mí. Resultó ser un ladrillo cuyos bordes sólo tenían la apariencia de estar unidos a los otros. Presioné y lo extraje fácilmente. En el interior, un cofrecillo de madera oscura, ahora cubierto de polvo y residuos del yeso, se mostró a mi alcance.

»Cuando lo tuve entre mis manos, corrí a ocultarme mirando a todos los lados. En un rincón de la obra abandonada lo abrí ansioso. Tres monedas de plata de 1898, dos topacios amarillos, tres amatistas y un hermoso topacio azul brillaron ante mis ojos con el resplandor de un auténtico tesoro. La satisfacción que sentí al poseerlo fue algo inconmensurable.

Ninguno de aquellos nueve hombres, aparte de la mujer, pudo sustraerse a la fascinación de aquel vivido recuerdo que me había proporcionado la clave para hallar la cámara del mítico Árbol de la Vida. Ni una sola de aquellas personas se podía explicar cómo conectaban mi experiencia infantil y la ingeniosa obra de enmascaramiento que algún hábil arquitecto fabricó para ocultarlo.

Pasados los primeros minutos de estupor, la atención fue dirigiéndose a Ameneb, pues él no había aclarado todavía cuál era su papel en aquella prodigiosa historia. Creo que fue cuando todos se apercibieron de que vestía a la usanza del antiguo Egipto.

¿Quién era aquel hombre, ahora poderoso?

—Me toca, supongo —se defendió él, capitulando por fin ante las inquisitivas miradas del resto de los componentes del heterogéneo grupo que formábamos allí—. Ya os dije que desciendo de Nebej y que, como tal, siempre he conocido lugares enterrados en el olvido del desierto que me han proporcionado pingües beneficios. —Me miró acusador—. Gracias a esto, he sido uno de los mejores anticuarios de Italia. Mi fortuna, nada exagerada por otra parte, me ha permitido indagar hasta hallar a los compañeros de viaje tras, eso sí, descubrir el lugar donde se ubicaba esta ciudad-templo de Amón-Ra.

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