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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (72 page)

—Eso sí, claro. —Pensativo, Mojtar bajó la cabeza.

Mohkajá dio una sonora palmada.

—Recapitulando, amigos… Tenemos que reflexionar sobre todo esto y encajar cada pieza en su lugar. Solo así comprenderemos qué hacemos aquí, qué buscan esos dos grupos de tenaces aventureros y le podremos dar sentido a todo esto.

—No obstante, me parece del todo improbable que haya datos escritos sobre tales cosas —se extrañó el policía.

—Eso es verdad —convino Mohkajá—. Lo más que podría saberse es lo que ese rabino ha escrito.

—A menos que alguien lo haya localizado ya antes y haya regresado acompañado —aventuró Assai.

Sus amigos lo observaron perplejos. No habían considerado en momento alguno que eso pudiera haber ocurrido. Pero la cuestión era en sí saber quién era el que ya había estado allí antes.

El comisario cerró el
dossier
y se lo guardó en la bolsa.

—Ya no podemos regresar a la superficie por donde entramos… —reconoció con voz queda—. Así están las cosas… —Tragó saliva con dificultad—. Descubramos de una vez por todas cuál es el misterio que entraña esta aventurada búsqueda a tres bandas; y que Alá nos proteja… ¿Seguimos? —preguntó Mojtar con cara de circunstancias. Se sentía culpable por la suerte de sus mejores amigos.

Capítulo 42

Una maravillosa locura

L
a losa se cerró sobre mi cabeza y la oscuridad más densa que se pudiera imaginar me envolvió con un frío abrazo. Aquello era algo capaz de estremecer a cualquier mortal. Sin embargo, aquella viscosa y desagradable sensación no duró mucho; apenas unos segundos que, al menos a mí, lograron aterrorizarme.

Otra baldosa se abrió bajo el último escalón de piedra mohosa y entonces un haz de luz penetró instantáneo para guiarme, conduciéndome a una estrecha y lóbrega cámara donde me aguardaban impacientes Krastiva y Klug. Las paredes aparecían desnudas, sin adornos ni pinturas de ninguna clase. Sólo una luz reverberaba de sus piedras. Eso era lo que yo había visto antes en el conducto por el que descendieron.

Pero era una luz verdosa y fría, desacogedora.

Comprobé de facto hasta qué punto la rusa añoraba mi presencia en carne y hueso, sano y salvo.

—¡Por fin estás aquí! —exclamó, abrazándome. Literalmente se colgó de mi cuello. Pensé de inmediato que ese gesto compensaba con creces cualquier penalidad pasada y las venideras—. Esto es tan estrecho, parece que estemos emparedados en vida. —Las lágrimas afloraban incontrolables por sus ojos rasgados de eslava pura—. Sólo deseo salir cuanto antes de aquí. —El encierro, ya tan prolongado y sin saber por dónde escapar de él, comenzaba a hacer mella en su ánimo; esta vez más que nunca.

Con mayor grado de confianza en la química que había nacido entre nosotros, metí los dedos de mi mano entre los mechones de pelo que le caían por la cara. Eso sí, los coloqué con mucha delicadeza, tras sus orejas. Después, le alcé con dos dedos la barbilla e instintivamente no me pudo frenar por más tiempo, pues la besé con ternura. Fue un ósculo breve, pero cargado de maravillosa intimidad. Sus ojos parecieron agrandarse, iluminando el óvalo de su bellísimo rostro.

—Tranquila, disfruta de esta «estancia» en el mundo de los muertos —le susurré al oído izquierdo con un deje de alegre ironía—. Cuando regreses al mundo de los vivos, valorarás más sus placeres y los saborearás con intensidad para sentirte más viva que nunca.

Mis palabras parecieron reconfortarla, aunque se apartó como si estuviese avergonzada.

Una vez más, la voz del austríaco que teníamos al lado mismo rompió aquel hechizo que surgía entre la exquisita profesional de la información y yo.

—Oídme bien, si es que podéis dejar las carantoñas para El Cairo… —Lo dijo en un tono entre divertido e irritado—. Esta es una antecámara —aseguró poniendo cara de pocos amigos—. Ahí detrás se encuentra la última prueba para el difunto. —Señaló un rectángulo de piedra que, al menos por su tamaño, semejaba la forma de una puerta—. No voy a recordaros —remachó más mordaz que nunca— que el «difunto» somos nosotros tres.

Apenas cabíamos entre aquellas paredes y mirando al frente el umbral, nos hacía sentir como genuinas cobayas en un laberinto de laboratorio.

Klug seguía muy metido en su papel de guía del inframundo egipcio.

—Eso ha de ser la sala de los cuarenta y tres dioses —observó frunciendo mucho el ceño—. Atentos. Yo iré primero y luego…

—Luego irá Krastiva, como antes —afirmé rotundo, interrumpiendo sin ningún miramiento su frase.

Me miró de hito en hito, limitándose a afirmar con la cabeza mientras me decía:

—Claro, luego irá ella y después tú. —Bajó el tono de la voz.

—¿Y cómo penetramos en ella?

—Empujando —soltó, lacónico, sin ambages, e inmediatamente presionó la pétrea puerta con sus gordezuelas manos hasta que ésta cedió.

La losa de piedra, que hacía las veces de puerta, se hundió un poco y se desplazó sin dificultad a la derecha. Isengard se paró unos segundos en el umbral y oteó ansioso a su alrededor, tras lo cual entró y se situó en un punto. No habló, sólo esperó algo. No mucho.

Y algo sucedió.

La puerta se cerró ante nosotros bruscamente y entonces se oyó un extraño crujir. Era como si mil lenguas lamieran las paredes, el techo, el suelo, todo.

Luego, nada. La puerta se abrió sola, y comprobamos que en la estancia ya no estaba el anticuario. Había desaparecido de nuestra vista. Nos miramos con aprensión y nos dispusimos a sufrir el destino que nos esperaba.

Ella arrastró sus piernas como si fuesen de madera y, mirando a todos lados con un perceptible temblor y la piel de gallina, se situó en el círculo que ocupaba el ojo de Horus en el suelo. En ese instante recordé el sueño. El ojo… Fuego…

La puerta de piedra volvió a cerrarse, tragándose a mi chica. De nuevo escuché aquel sonido, inquieto, misterioso, como absolutamente todo lo que estábamos viviendo.

La arcana puerta se abrió otra vez y noté enseguida un olor característico a carne quemada. Todo mi cuerpo temblaba como un flan. La soledad me pesaba y sentí un miedo atroz. Pensé que ya era tarde para todo…

Desde la retaguardia, iba tras mis compañeros de asombrosa aventura egipcia.

De pie, ante el Osiris de piedra que se alzaba ante mí, mirándome con aquellos ojos rojos y tras él —me di cuenta ahora— estaban los numerosos sarcófagos, cada uno con el rostro de un dios. Supuse que serían los otros cuarenta y dos a los que adujera Klug, pero me parecía pequeño a mis ojos diminutos, como una mota de polvo en el universo infinito.

La puerta se cerró con un chasquido quejumbroso y siniestro. De repente, los ojos de Osiris brillaron con un color escarlata, como rayos láser incidiendo en mi pecho. De los demás sarcófagos también escaparon otras tantas líneas rojas y mil lenguas de fuego brotaron de paredes, suelo, techo, inundando la cámara de un modo inexplicable.

Ese era el sonido que yo había percibido estando tras la puerta. Afortunadamente, el fuego no penetró en el círculo en que me hallaba. Lo rodeó, lo acarició, y luego cesó por completo.

El sarcófago de Osiris se movió y noté que mi corazón se paraba de la tremenda impresión. Tras él había una abertura que me dejó ver una tenue luz anaranjada. Salté como impelido por un invisible muelle y así me encontré por fin al otro lado.

Dos pares de brazos me sujetaron con fuerza. El sarcófago volvió a encajarse en la abertura y ésta quedó oculta de nuevo. Era lisa, como pulida por un marmolista.

Klug dejó salir un largo suspiro de alivio y satisfacción.

—Ya está… Ha acabado —anunció alzando los brazos, clara señal de triunfo—. Ya no nos ocurrirá nada.

Boquiabierto, miré su cara, en la que se desplegaba una amplia sonrisa, y después la mucho más agradable de la rusa. Mi pulso se aceleró.

—Yo sentí lo mismo —me consoló ella—. Casi me desmayo cuando el sarcófago me miró. Fue como en el sueño que tuve…

Hice una muy nerviosa mueca con el labio inferior antes de pronunciar una sola palabra.

—Estamos… —balbucí mirando alucinado alrededor—. ¿Ya no hay más trampas?

Klug me observó divertido.

—No, ya no hay más pruebas —afirmó él con voz solemne—. Como «difuntos» que somos, hemos llegado al Duat, al paraíso egipcio.

Algo más calmado, contemplé el espectáculo que se ofrecía ante mí, y me asombré como nunca en mi vida. Tenía delante de mis narices algo impensable. Era un mundo nuevo y antiguo al mismo tiempo.

Descubrí un lago y en él, anclado, un hermoso navío, de aspecto ligero, llevando en medio de él un gran carnero sobre su testa, con un disco solar entre dos plumas. El buque se mecía en unas aguas oscuras y tranquilas, atracado en un muelle. Estaba allá abajo, cerca de la más hermosa ciudad que se pudiera contemplar, justo al otro lado. Parecía el Shangri—La soñado por tanta gente, el paraíso perdido donde dicen que habitan los seres humanos perfectos.

El anticuario se hinchó como un pavo real cuando, con desmedido orgullo, ofreció su explicación.

—Es la ciudad-templo de Amón-Ra… Yo seré su gran sumo sacerdote si logro, con la ayuda de Amón-Ra, derrotar a la serpiente Apofis.

Lo observé preocupado, pues por un momento creí que había enloquecido. Había olvidado que todo lo que allí sucedía era ya una maravillosa locura. Íbamos de sorpresa en sorpresa. Y como un niño intrigado, me oí preguntar con tono ingenuo:

—¿Y dónde está Apofis?

—Ahí. —El vienés señaló el gran lago, situado como unos cincuenta metros más debajo de nuestra privilegiada posición—. Cuando yo llegue hasta la ciudad-templo de Amón-Ra, ella huirá a su cubil, del que ha salido tan solo para luchar conmigo.

Asentí vacilante, pero, obviamente, lo miré atónito. De refilón me di cuenta que a Krastiva le sucedía otro tanto.

—¿Qué quieres que hagamos? —inquirí inquieto, por decir algo coherente.

—Nada —contestó él con cierta rudeza. Me dio la impresión de que tenía la mente en otra parte—. Esperadme aquí. Cuando todo concluya, yo os llamaré… —Carraspeó dos veces antes de continuar hablando—: Entonces podréis bajar sin que nada os ocurra.

Y sin mirarnos, comenzó a descender por un tortuoso camino apenas trabajado, a trompicones, hasta que al fin llegó abajo físicamente entero. El barco comenzó a separarse suavemente del mulle y los dos dedujimos que Klug lo gobernaba. En ese inefable ínterin, un silencio poderoso amordazaba nuestras bocas.

Nada pareció ocurrir hasta que la embarcación se halló justo en medio del lago. Pero las aguas parecieron hervir, pues miles de burbujas subieron imparables a la superficie. Se agitaron como un mar cuando se embravece y un oleaje cada vez más fuerte balanceó el navío.

De pronto y sin previo aviso, un monstruo inimaginable asomó su cabezota, emergiendo luego del agua entre ruidosas crestas de espumas blancas.

Aquello sí que era una horrible pesadilla hecha realidad ante nuestros desorbitados ojos.

Pudimos ver una serpiente de tamaño descomunal, con sus fauces abiertas y sus gruesos y muy desarrollados colmillos destilando letal veneno. Una larga lengua, bifida y vibrátil, salió de su bocaza. Después, con ojos amarillos y brillantes, se irguió en el agua, acercándose peligrosamente al barco en el que se apoyaba Klug. Este, situado en el lado de babor, se alzaba orgulloso, retándola.

Krastiva gritó su desesperación con todas sus fuerzas, pero su voz resonó contra las paredes rocosas inútilmente.

La serpiente se paró ante el vienés y situó su hedionda boca bien abierta ante él, pero nuestro compañero de viaje no se inmutó lo más mínimo. Por el contrario, con un valor nunca visto en él, gritó con fuerza:

—¡Isen-Ank-Amón…! ¡Thot Amón Ra, Thot, Di, Anj, Remi, Djet Hem…!

Su impresionante chorro de voz, seguro y grave, pareció inundar con sus ondas sonoras las distantes paredes de aquella colosal caverna de tiempos pretéritos.

Isengard repitió la invocación varias veces, sin resultado aparente, pero al término de la última y de quedar en silencio, tras recitar incansable la misteriosa letanía, algo se agitó por fin. Fue como si aquellas palabras de poder perturbasen el descanso de un poderoso ser que yaciese en las frías profundidades acuosas del lago.

A Klug se le veía diferente, seguro, conocedor de los antiguos arcanos del viejo Egipto. Esperó paciente el resultado de su conjuro al dios de la magia, al dios de la vida, y también al dios creador, para, junto a ellos, vencer a Apofis.

No sé muy bien de dónde vino, pues un haz de luz llegó hasta la testa del carnero de oro y brilló. Lo hizo con tanta intensidad como si fuese incandescente. La gran serpiente acusó el ataque de su luz en los ojos, no acostumbrados a ella, y chilló aterradoramente, sumergiéndose al instante en las turbulentas aguas.

Un gran remolino ocupó su lugar y al poco, éstas se calmaron por completo.

Nada parecía haber sucedido. El navío concluyó su corto recorrido y atracó sin problemas al otro lado, en una orilla del lago donde la luz era más intensa. El anticuario descendió y nos hizo una victoriosa señal alzando los pulgares. Ya podíamos bajar, ir adonde él se encontraba. ¿Pero cómo hacerlo?

Krastiva y yo descendimos agarrados de la mano, igual que dos niños a quienes su padre espera al otro lado del río y, bajo su atenta y protectora mirada, confiando plenamente en él, se disponen a seguir sus instrucciones.

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