Cada egipcio había tomado posesión de la casa que más le había agradado y aún así, habían sobrado algunos cientos de ellas. Ahora se asomaban a los alféizares de las ventanas para ver pasar a su soberano que, sin escolta, se perdía por entre las callejuelas explorando su pequeño nuevo reino. El sol se reflejaba en su aparatoso y dorado armamento, convirtiéndolo en un dios mítico a ojos de su enfervorizado pueblo.
Nebej, en el interior de su templo, realizaba las libaciones y ofrendas prescritas para sus predecesores y augurar así, ante los dioses, el futuro de la colonia.
Amhai, por su parte, organizaba con celo el aparato del diminuto Estado egipcio, con su imprescindible maquinaria burocrática. Además, se encargaba del reparto del trabajo, diversificándolo. Era sin duda el alma de la nueva administración en marcha.
La actividad apenas cesaba unas horas, por las noches, cuando refrescaba. Sonrisas de satisfacción se pintaban entonces en los rostros de los flamantes moradores de Meroe, que ahora se sentían en su casa tras mucho vagar. Era su nuevo hogar.
Como una ciudad nueva que nace bajo el sol, para dar bienestar y orden a sus moradores, Meroe se alzaba sobre sus restos cual ave fénix que renace de sus propias cenizas, para brillar de esta forma con un esplendor aún mayor.
Las risas de mujeres, las voces de los niños, los golpes de las herramientas, los animales domésticos circulando por las calzadas empedradas, los muros recién edificados, daban otro aspecto a lo que antes sólo era una ciudad fantasma. Eran sonidos que llenaban el aire, atravesando el cielo turquesa que cada día cubría la renacida Meroe.
La actividad de una ciudad de la
XV
dinastía se reproducía en ella. Era como traída a la memoria de un tiempo en que los poderosos
Peraás
y los visires y grandes sumos sacerdotes gobernaban la que fuera primera potencia mundial. Parecía transportada en el tiempo y el espacio.
—Hemos de realizar los preparativos para la entronización, señor. Debes ser el faraón y para esto es imprescindible que el pueblo asista a tu coronación con las dos coronas del Alto y del Bajo Egipto de manos del gran sumo sacerdote de Amón-Ra —aseguró Amhai a su soberano, preocupado por la imagen que debía ofrecer éste a sus súbditos.
—Sí, yo también lo creo así, mi señor —convino Nebej sin reservas—. Eso dará confianza al pueblo y se sentirá seguro bajo tu férula. —Se inclinó ceremonioso.
Kemoh asintió impaciente.
El día era como cualquier otro. El cielo se veía raso, azul intenso, y la temperatura era tan alta como de costumbre. Hacía crujir las fachadas de los edificios bajo su ígneo poder, disputando el espacio en el que se alzaban.
Pero no era un día más; ni mucho menos. Era el día señalado para la fastuosa coronación del
Peraá
Kemoh, último descendiente de la dinastía ptolemaica. La sangre de la legendaria Cleopatra VII corría por sus venas.
El templo de Amón-Ra aparecía engalanado con estandartes de color sangre y blanco, como las dos coronas que iba a ostentar el poderoso faraón de Meroe. Frente al edificio, había dos hileras de sacerdotes ataviados con sus túnicas blancas de lino y ceñidos por cinturones de seda y oro, con sus cabezas rasuradas, y sobre ellas, un capacete rojo. Todos flanqueaban la rampa que conducía a la puerta principal, sobre cuyo dintel aparecían las dos plumas de Amón y, entre ellas, el disco solar de Ra.
Otro tanto sucedía en el palacio del faraón, donde una nutrida guardia, combinada de egipcios y nubios, formaba un largo pasillo desde sus puertas, por donde debía aparecer Kemoh para dirigirse al templo. Las armaduras, las picas de sus lanzas y sus escudos bruñidos, todos brillaban al sol como joyas heridas por la intensa luz ambiental.
Tras ellos, intercalándose con los miembros de la guardia, los músicos llevaban instrumentos donde se combinaban los de percusión con los de cuerda y los de viento, tal como tambores, panderetas, liras, cítaras, arpas y flautas. Otros, como clarines y timbales, también permanecían silenciosos en espera de que llegase su momento álgido para elevar al aire unos roncos sonidos anunciando la salida del gran rey.
La pequeña multitud que habitaba la ciudad, en pie tras el cordón de seguridad, esperaba, nerviosa, la aparición del hijo de Ra.
Por razones obvias, se había prescindido del viaje en barco del faraón por el Nilo, siendo sustituido por un símbolo que era el palanquín que lo iba a transportar al templo y que tendría adrede esa forma. De este modo, Ra, en su barco, iría de nuevo a la casa de Amón para fundirse en uno y, al salir, reinar bajo la suprema protección de Horus.
Una figura se recortó contra las sombras que llevaban el interior inmediato del palacio. Alta y espigada, apareció solemne con sus brazos alzados, mirando al cielo, donde el sol ya reinaba en su cénit.
Un suspiro contenido silbó en el aire, cargado de tensión, al reconocer a Nebej, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra, que precedía la procesión. El que fuera discípulo favorito de Imhab y su digno heredero en la superficie, pronunció con voz ronca y potente misteriosas y místicas palabras que tan solo realmente unos pocos iniciados, como escribas y nobles, lo comprendieron bien.
En ese preciso instante sonaron con fuerza timbales y tambores. Además, un ruido potente se entremezcló con el sonido melodioso de las arpas, las cítaras y liras, que adornaban con su dulce tintineo el potente resonar de los instrumentos de percusión.
Ceremonial, Nebej fue descendiendo con calma estudiada para la procesión, con el gran visir Amhai detrás. Iba ataviado con túnica blanca, con su efod de oro y, en su centro, un halcón coronado. En su mano ostentaba el báculo de oro con el disco solar entre los cuernos de la diosa Hator. Y seguido a esos dos personajes llegaba, sostenido por ocho poderosos servidores, el barco de madera con baño dorado que servía de excepcional palanquín a Kemoh, quien se encontraba sentado sobre él, al descubierto. Estaba con los brazos cruzados, vestido de oro, con el tocado Nemes y los símbolos del poder real en sus manos.
Un griterío ensordecedor se elevó al cielo, aclamando al faraón Kemoh. El pueblo se mostró enfervorizado. Eran apenas dos mil, pero sonaron como miles y miles de gargantas que vociferaban vivas y bendiciones al
Peraá
.
Lentamente, los tres dignatarios de la nueva nación egipcia descendieron por la gran rampa y se encaminaron —escoltados por cincuenta hombres de armas a caballo, colocados en fila de a dos— al templo de Amón-Ra.
El trayecto no era sino apenas poco más que la décima parte de un
iteru
, por lo que el paso fue deliberadamente lento. Inmóvil, igual que una estatua, Kemoh semejaba ser parte integrante del primoroso barco-palanquín. Su faz, más impenetrable que nunca, mostraba unas facciones pétreas, serias, como en las idealizadas esculturas de los períodos clásicos del Egipto antiguo.
Kemoh debía demostrar a su exiguo pueblo su sólida voluntad para que así éste confiara en todas sus decisiones, en su poder. El aire caliente sofocaba a los presentes en el acto y rozaba sus cuerpos, haciendo revolotear unas vestiduras que retenían parte de la arena que flotaba en la atmósfera. El zumbido de moscas y tábanos era constante allí, pues se encontraban ebrios de calor.
Nebej había preparado una sorpresa a Kemoh en el templo. El y sus sacerdotes habían trabajado en secreto, incansables, noche tras noche, para terminar su peculiar regalo al
Peraá
en el inolvidable día de su histórica entronación. Una sonrisa de íntima satisfacción, tan leve que nadie pudo percibirla, se dibujaba en su rostro.
El era ahora el único gran sumo sacerdote de Amón-Ra. Y lo iba a demostrar con creces.
Cuando Kemoh, siempre en su peculiar «navío», giró para enfilar la rampa por la que se iba a internar en el templo de Amón-Ra, los músicos silenciaron todos sus instrumentos y un silencio más poderoso aún que su sonido flotó enfático en el ambiente.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra alzó de nuevo los brazos de frente al faraón y el sol fue oscureciendo al presentarse la luna ante él. De nuevo habló y, al cabo de un rato, el astro rey del límpido firmamento brilló de nuevo; y un suave murmullo, muy agradable, como de aguas cantarinas, se oyó. Una fina capa de agua salió del templo y resbaló por la rampa, mojando, casi a la vez, los pies de Nebej y Amhai, primero, y de los servidores que cargaban el palanquín y los de los miembros de la guardia armada, después.
Al poco, el agua fue cambiando a otro color, rosa primero y carmesí intenso más tarde.
Se estaba convirtiendo en sangre.
Un temor mórbido invadió a todos los asistentes, pues aquello debía interpretarse como que Amón-Ra estaba hablando.
Nebej dio media vuelta y se internó en el templo con mucho ceremonial. Tras él, lo hicieron Amhai, Kemoh y el resto del séquito. Todos fueron «tragados» por la colosal y colorista arquitectura hasta que desaparecieron a la vista del expectante público.
La guardia de sacerdotes se situó frente a la puerta y de espaldas a ella, en dos filas cerradas y desde dentro. Tras eso, las dos hojas de bronce y madera se cerraron con calculada suavidad.
Comenzaba el ritual secreto de iniciación y coronación del faraón Kemoh, todo él a cargo del gran sumo sacerdote de Amón-Ra.
En el interior, Kemoh había «desembarcado» ya con paso lento y muy solemne avanzaba en dirección al sitial que, por su alto cargo, le correspondía, situado sobre el altar, frente al santuario.
Detrás del trono, el gran sumo sacerdote esperaba al hijo de Ra. Había dos acólitos sosteniendo los máximos símbolos entre sus manos. Uno tenía la corona roja del Bajo Egipto y el otro la corona blanca del Alto Egipto.
Una pesada atmósfera oprimía el ánimo de los presentes en la ceremonia, en el tan esperado acto religioso. Un olor intenso a especias, que ardían en los pebeteros de oro situados a lo largo del corredor que conducía al santuario, lo dominaba todo. Flotaba bajo el alto techo, lo mismo que una sobrenatural nube, espesa y brillante.
Kemoh se sentó en el trono, cruzó los brazos de nuevo y cada uno de los sacerdotes que tenía por cada lado le ofreció los símbolos del poder real. Impasible, con todos sus sentidos alerta como nunca en su corta vida, el soberano se dispuso a ser purificado, aprobado y coronado por Nebej. Este alzó la voz y pronunció entonces un antiguo conjuro, olvidado más allá del tiempo, y tomó de las manos del sacerdote que se hallaba a su diestra la corona roja. La alzó mientras otro le despojaba al soberano de la Nemes y la depositó suavemente sobre la cabeza afeitada de Kemoh, en la que encajó a la perfección.
Una vez más, el gran sumo sacerdote pronunció otro conjuro para solicitar de su dios, Amón-Ra, la debida aprobación y tomó la corona blanca, que introdujo en la roja. Dos sacerdotes, ambos vestidos de oro, le acercaron sendos cuencos. Uno estaba lleno de agua y otro vacío. Los dos eran de idéntico metal áureo.
Nebej se volvió, penetró en el habitáculo sagrado de Amón-Ra y colocó a los pies de la imagen de oro un cuenco vacío, para posteriormente regarlo con el agua que contenía el otro. Apareció de nuevo tras el trono y roció las dos coronas con el agua bendecida por Amón-Ra. Después, dando una entonación dramática, gritó a voz en cuello:
—
¡Peraá
Kemoh! ¡
Peraá
Kemoh! ¡Hijo de Ra!
Los cimientos mismos del templo parecieron retumbar y el corazón de los asistentes se encogió de profundo temor.
El aludido se levantó y extendió en cruz sus brazos, sobre los que el gran sumo sacerdote de Amón-Ra colocó una gran banda roja y otra blanca, ambas de fina seda, a modo de chal.
La guardia armada, que había quedado en la sala hipóstila, oyó los ruidos y voces que les llegaban del interior del templo, casi diluidos en el aire y sus miembros se miraron unos a otros interrogativamente, removiéndose nerviosos. Pero nadie osó hacer algo ante aquel ceremonial sagrado.
También afuera, todos esperaban al nuevo rey de Meroe, a pesar del sofocante calor que castigaba sin piedad a los que permanecían vigilantes, en paciente espera de la salida del templo del faraón ya coronado al fin.
No hubieron de esperar mucho más, pero no vieron lo que ansiaban. Las dos hojas de bronce y madera de la puerta principal se separaron hasta llegar cada una a un tope. De dentro escapó una luz anaranjada que silbaba como las alas de miles de mariposas en vuelo. Se oyó enseguida un sonido potente que fue aumentando de intensidad, hasta hacer temblar el suelo.
Algo volaba hacia ellos.
¡Era el faraón Kemoh!
Montado sobre un carro de guerra de madera forrada de oro, luciendo la corona azul de guerra y con un arco aferrado en su izquierda, Kemoh hizo su espectacular aparición ante el asombrado pueblo. Después de él se puso la guardia a caballo, al trote.
Las gargantas de los asistentes aclamaron a su jovencísimo soberano con idéntico fervor que los adoradores de un dios recién creado. Un griterío ensordecedor atronó el aire del mediodía en la renacida ciudad de Meroe.
Nebej ordenó quemar un producto de color morado en los pebeteros de hierro forjado y que se abrieran los ventanucos de la techumbre. Una luz intensísima llenó entonces el edificio de culto, escapando al instante por cuantos orificios y aberturas encontró.
La admiración y el temor populares consagraron no sólo al nuevo faraón, sino también al gran sumo sacerdote de Amón-Ra, quien en esa ceremonia demostraba su poder por medio de aquel increíble alarde.
Del tocón talado había salido una rama, delgada, vulnerable, la vida de un nuevo reino en medio de la nada desértica.
Alrededor de la cámara, que tendría una extensión de unos cuarenta codos de tierra
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y en la que se hubiera podido elevar un hermoso palacio con grandes pilonos, docenas de estatuas de oro representaban a otros tantos faraones de desconocidas dinastías perdidas ya en el largo devenir de la Historia.