El laberinto prohibido (67 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Entonces todo está aclarado. Seguimos juntos los tres hasta el fin de lo que sea que encontremos… —sentenció en tono grave.

Mojtar suspiró aliviado, expulsando luego hasta la última gota de aire de sus pulmones. Sus amigos eran increíbles. En realidad, no estaba seguro de contar con fuerzas suficientes para poder proseguir solo, sin apenas conocimientos sobre escritura egipcia y, además, en un lugar tan extraño y posiblemente plagado de trampas. Los tres rieron abiertamente otra vez y después se palmearon las espaldas uno a otro como excelentes compañeros que eran, quebrando así el macabro hechizo que les helaba la sangre en las venas. Quedaba claro que su camaradería estaba por encima de todo.

Aquel pasadizo, exquisitamente trabajado, resultaba cómodo a la hora de recorrerlo. Tan sólo el fétido olor a carne putrefacta que se hacía insoportable, a cada paso que daban, les resultaba incómodo y sumamente desagradable.

No tardaron en llegar hasta las «alas de Isis». Atónitos, contemplaron el horror extendido ante sus ojos incrédulos. Allí había dos cuerpos de varones jóvenes, ataviados con ropas militares de camuflaje desértico, que yacían ensangrentados en el suelo. Estaban ensartados en largos y curvilíneos cuchillos de metálicos filos.

Era lo nunca visto, incluso por el comisario, una espantosa carnicería.

A lo largo de una veintena de metros el suelo se erizaba de aquellas hojas letales que emergían del suelo, ahora regado con la sangre reseca y maloliente de los dos guardias suizos.

—La venganza de Geb alcanzó a estos desdichados… Seguramente no supieron leer correctamente las advertencias… Ya os dije que no eran en vano —señaló Assai, meditabundo ante el horror que contemplaban atónitos.

Mohkajá no pudo aguantar más tiempo la intensa sensación de asco y vomitó sobre uno de los cadáveres. Un repelente chorro, rojiblanco y cremoso, salió violentamente expulsado de su agitado estómago para caer ruidosamente en el suelo.

Tras un tenso silencio, Assai abrazó por la espalda a su compañero. Después le ofreció su pañuelo y un frasquito de perfume con el que lo había empapado.

—Evitará que se repita —le aseguró, ofreciéndoselo con una sonrisa que más bien era una mueca de circunstancias.

Mojtar cerró un instante los ojos y aspiró el enrarecido aire.

—Esto cobra tintes sangrientos —murmuró fúnebre. Tragó saliva con mucha dificultad—. Si seguimos, podemos acabar como ellos.

Assai negó con la cabeza.

—No. No de momento, al menos —aseguró Assai con cierta vehemencia—. Fijaos aquí, enfrente. —Extendió su brazo derecho.

Mohkajá, ya bastante recuperado tras tres sonoras arcadas, preguntó intrigado:

—Lo veo, pero… ¿qué es? —Al hablar, sintió todavía un regusto ácido en su garganta.

—Son las alas de Isis. El suelo debe seguir sembrado de cuchillos, pero si vamos sobre esas barras de bronce, con las alas talladas en ellas, os garantizo que estamos a salvo… Alguien conocedor de los secretos de la escritura del antiguo Egipto nos precede… Será nuestro
Ba
protector.

Assai parecía saber muy bien lo que se hacía. A sus amigos, que se veían empujados a continuar, los tranquilizaba un tanto su seguridad, su entendimiento sobre los legendarios jeroglíficos egipcios. Pero los dos parecían temer la mente del escriba que los pintó en tiempos tan pretéritos.

Assai y Mojtar colocaron sus manos entrecruzadas a dos palmos del suelo, para que Mohkajá pudiera impulsarse sobre ellas e izarse hasta la primera de las barras de bronce que, a modo de escalera en el aire, les llevaba a lugar seguro. Ambos pisaban sobre los restos a medio pudrir del primer guardia suizo que cayera en la letal trampa metálica. Después Mojtar hizo lo propio con Assai, y ya entre éste y Mohkajá izaron a puro pulso al policía.

Como primates prehistóricos, avanzaron con paso torpe que no correspondía al del bípedo inteligente, a través de cada peldaño. Lo hicieron así hasta llegar a una sala cilíndrica donde el suelo, formado por tensas y brillantes baldosas, volvía a ocupar su lugar enseñándoles los rostros de los hijos de Horus y a su padre, Osiris.

—Parece que habremos de valemos de nuestros propios medios —aseguró Assai, que era quien llevaba la voz cantante en aquel asombroso inframundo—. La protección de estos dioses nos garantiza que no habrá trampas —comentó a media voz, acuclillado desde arriba, ya sobre la última barra de bronce.

—Por lo menos no se ven más cadáveres destrozados y malolientes —dijo Mojtar, un tanto aliviado.

Assai sacudió la cabeza enérgicamente.

—Eso podría resultar engañoso, pero me fío de estos dioses… Atención, compañeros… Cuando yo lo haga, seguidme, rápido, sin dudar. Voy a saltar sobre Amset… Tú, Mohkajá. —Le indicó con un índice—, lo harás sobre Horus, y tú Mojtar, saltarás sobre Osiris. Confiad en mí y no ocurrirá nada malo. —Su tono era de certeza absoluta en lo que decía.

Y dicho esto, Assai echó su cuerpo hacia atrás para tomar impulso, se apretó más, como si de un muelle se tratase, y saltó sin pensárselo dos veces. Cayó en pie sobre Amset, no sin tambalearse. Mohkajá lo imitó y «aterrizó» a medias sobre la imagen de Horus, pero nada anormal sucedió. El comisario hizo lo propio sobre Osiris, sin ningún contratiempo.

Una vez que estuvieron en pie, en el centro de las losas, suavemente, con un sonido de piedra rascando piedra, se deslizaron hacia abajo. Lo hicieron simultáneamente los tres, con el ánimo encogido, en un ascensor siniestro que parecía que los enviaba de forma directa al averno mismo.

La tensión nerviosa comenzaba a aflorar cada vez más en los tres egipcios al comprobar cómo descendían sin remedio más y más en las entrañas mismas de la tierra y que tras ellos, a sus espaldas, se cerraba cada puerta por la que accedían a un nuevo lugar.

Se encontraban ahora ante la trinidad egipcia, que parecía contemplarlos indolente y altiva, dominando la situación desde su privilegiada situación. Una luz reverberaba en sus ojos, convirtiendo a los tres dioses en siniestras entidades demoníacas que sembraban el terror en sus corazones y en sus mentes, precisamente cuando las necesitaban mantener frías, muy frías…

Assai resopló dos veces ante lo que contemplaba con indisimulado asombro.

—Tenemos otro enigma. Lo digo porque, para seguir, habrá otro problema a resolver, claro. —Pensó en alto, como si hablara consigo mismo—. Veamos… Tengamos calma… Hay tres dioses protectores de Egipto… —Meditó unos segundos, ceñudo, y luego añadió—: Hasta ahora, cuando son dioses protectores no hay trampas letales… —Recapituló sus deducciones con gesto concentrado y apoyando la barbilla en el hueco que formaba su mano izquierda abierta.

El policía, ya de por sí alterado en ese increíble día, intentó ayudar.

—Habrá algo que desentone… —farfulló—. No sé, que nos dé una pista… ¿No crees?

—Déjame pensar, por favor… Sí… sí… —Assai miró fijamente a cada estatua, recorriendo con paciencia de escultor cada detalle. Con los ojos muy abiertos, «barría» sus líneas y las pulidas superficies hasta que una luz se iluminó en su privilegiado cerebro y exclamó triunfante—: ¡El
Ank
! ¡Es el
Ank
! —Tenía el rostro tan dominado por el entusiasmo como pocas veces lo habían visto sus dos amigos.

Como era típico en Isis, de su brazo derecho, que colgaba hierático y engarfiada en su mano, pendía la llave de la vida, el
Ank
. Assai intentó moverla, bajarla, subirla, pero nada ocurrió. Fue un trabajo infructuoso, inútil, vano, para este arqueólogo de carrera.

—Tiene que ser otra cosa —musitó frustrado, pero se rindió ante la imposibilidad de conseguir algo positivo.

Tras mantener un tenso silencio, estudiaron de nuevo los detalles que adornaban los tres ídolos.

—¿Qué tienen en común? —preguntó repentinamente Mojtar.

—¡Claro, eso es! —exclamó Assai, dándose a continuación una palmada en la frente—. ¿Cómo no lo pensé antes? Me he dedicado a pensar como un egipcio vulgar, no como un sacerdote de la época… ¡El escarabeo! Es el escarabeo. … —explicó alterado, pero íntimamente complacido.

—Hay tres —apuntó Mohkajá.

—Entonces es algo que exigirá compenetración, simultanear la acción… Hay que presionarlos a un tiempo.

Mojtar lo estaba observando con una sonrisa displicente.

—Eso no será fácil… —objetó, desalentado—. ¿Cómo subimos ahí? —preguntó Mojtar, escéptico.

Assai lo miró inquisitivamente y replicó muy seguro de sus palabras:

—Escalaremos abrazados a las estatuas… No hay otra forma, amigos. Yo ascenderé por Isis. Tú. —Señaló a Mojtar— lo harás por Osiris y tú. —Hizo lo propio con Mohkajá—, por Horus… ¿Os parece bien así?

Asintieron por toda respuesta. El era el guía del inframundo.

Ya descalzos, cada uno de ellos trepó pegando las plantas de los pies y las palmas de las manos al terso granito rojo. Al poco, perlas de sudor fueron recubriendo sus frentes para asirse y resbalar, incontenibles, por su rostro en forma de largos chorrillos.

A aquella altura eran más que conscientes de que un error en uno de los pasos a dar podía significar la diferencia que hay entre la vida y la muerte.

Assai se sentía especialmente responsable tras el fracaso obtenido en un primer intento. El comisario, por su parte, se culpaba, en su mente, por haber arrastrado a sus dos mejores amigos a aquella peligrosa aventura que comenzaba a lomar tintes de película de terror.

Había que intentarlo otra vez y lo hicieron.

Mohkajá se notaba aún debilitado por los vómitos que le había producido la contemplación de los cadáveres de los guardias suizos, ensartados en el corredor que habían dejado atrás, y dudaba de que pudiera seguir con vida mucho tiempo.

—Los tres a una… ¿Estáis listos? —preguntó Assai mirando a sus dos apurados compañeros.

—Sí… sí… Vale —farfulló Mojtar.

—Sí… yo también; cuando digas… —dijo Mohkajá, un tanto sofocado.

Assai torció la boca antes de dar la orden.

—¡Ahora! Apretad.

Pero todo permaneció igual.

Mohkajá se resbaló y estuvo a punto de caer, pero en el último instante se estabilizó y recuperó, no sin miedo, su posición anterior.

—Ahora tiraremos de ellos. Es la única cosa que se me ocurre —avisó Assai con voz grave.

Sus compañeros, que comenzaban a sentirse ridículos en aquella situación, afirmaron con sus cabezas en silencio. Además, el sudor les recorría todo el cuerpo como una corriente fría. Aquello se había convertido en todo un reto.

—¡Ahora! —gritó Assai.

Los tres a una tiraron de los escarabeos y éstos se desprendieron al fin para quedar colgando de unas tiras de piel.

Pero nada ocurrió.

—Lo siento, amigos, he fallado. Debe ser otra cosa. Yo…

Apenas había llegado a concluir Assai su disculpa, cuando un ruido de piedras rozándose les anunció que esta vez sí habían acertado. El suelo se abrió igual que una boca negra y ardiente, como si de la de un dragón rojo se tratara, para permitir que el impresionante conjunto escultórico comenzara su descenso al corazón de la noche.

Como un siniestro ascensor —a cuyas piedras talladas se abrazaban los tres árabes—, el suelo fue bajando con la misma dignidad de un frío dios hasta quedar a la altura de una suave pendiente que se hundía en las nubes de vapor.

La trinidad egipcia volvió a ascender a su posición inicial hasta que el suelo se cerró bajo ella, dejando en sus entrañas al policía y a los dos expertos en arqueología.

Sólo les quedaba una opción y ésa era avanzar, avanzar…

Juntos, como niños asustados por el tamaño del ogro que deseara devorarlos entre sus sucias fauces, avanzaron lentos en una lucha contra el miedo y lo ignorado. Atravesaron los cálidos velos de vapor que olían a madera y a incienso quemado y se les pegaban a la piel, impregnándolos con su aroma a almizcle ácido y perfumes funerarios. Era un camino de ida.

Un camino… ¿hacia qué?; ¿hacia quién?

Mojtar rememoró su infancia cuando, como muchos otros niños, soñaba con descubrir la tumba de un gran faraón olvidado, o quizás una pirámide aún enterrada en las calcinadas arenas del desierto sahariano.

Ahora estaba en el hogar de los dioses, en el auténtico corazón del inframundo egipcio, y era posible que al final algún hombre de carnes áureas, con cabeza de halcón, decidiese qué hacer con los profanadores de su santuario más secreto, profundo y peligroso.

Era allí donde sólo habitaban los dioses, envueltos en un combate sordo por la conquista del corazón de los hombres. Había una eterna lucha entre la luz y la oscuridad, entre Ra y Apofis, en una guerra entre dioses que hacían temblar a los hombres.

Los tres intrusos parecían como pequeñas hormigas en aquel mundo de dimensiones descomunales, donde las paredes de piedra cortadas a pico se medían por decenas de metros en decenas de metros.

Capítulo 38

Un alarde de poder

L
as paredes, únicas supervivientes de otro tiempo, parecían reverdecer a pesar de todo, y se llenaron de sus marronáceos y dulces dátiles en poco tiempo. El gran palacio de las candaces y reyes meroítas se alzaba ahora colorido y resplandeciente, listo para recibir a un nuevo dueño.

Kemoh paseó en su artístico palanquín, que iba sobre los hombros de ocho recios servidores, por entre las calzadas que se distribuían caprichosamente.

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