Una cámara circular
S
entía que los párpados me pesaban como el hierro y por ello me esforzaba por alzar la cabeza, pero mi cuello se doblaba vencido por el cansancio.
Miré a Krastiva. Su pecho se alzaba y descendía de forma regular. Además, su respiración, apenas perceptible, le confería una dulce imagen. Era sencillamente adorable. Klug sonaba como un elefante, lo que en más de una ocasión, en que estuve a punto de irme por el camino onírico, me ayudó a no caer en el pesado sueño que luchaba contra mí.
Miré alrededor y comprobé que todos los del Vaticano se habían entregado a los brazos de Morfeo, lo mismo que soldados derrotados tras sostener una ardua lucha. Era el momento tan esperado, el idóneo para escapar del férreo control de los «gorilas» de Scarelli y avanzar por nuestra cuenta.
Me relamí de gusto, como un gato doméstico, sólo de cavilar cómo seguirían ellos, dejados a su aire, sin conocer las trampas, sin poder leer los jeroglíficos e interpretar los enigmas. Froté mis ojos con energía y me incliné entre Klug y Krastiva.
Para evitar posibles exclamaciones de alarma, les cubrí la boca con una mano a cada uno y apreté suavemente para poder despertarlos. Ambos abrieron los ojos, sorprendidos y asustados.
—¡Chiss! No digáis nada —les pedí silencio absoluto. Para hacerlo más elocuente le coloqué un índice a cada uno sobre la boca—. Todos duermen como «angelitos»… Debemos huir ahora mismo, o ya no podremos hacerlo… —susurré excitado por el plan—. Levantaos poco a poco, sin hacer ruido, y dirigíos hacia la muralla de piedra agujereada.
La eslava bostezó primero y el germano lo hizo también.
Después, con todo sigilo, cada uno cogió su bolsa y, como gatos negros que se mezclaran con las sombras de la noche, nos perdimos saltando entre los cuerpos de los guardias suizos, de su jefe y del cardenal, para quedarnos pegados a la rocosa pared, que estaba reseca y afilada.
Yo palpé los cintos de Roytrand y de Delan, y de ese modo, subrepticiamente, extraje sus pistolas y su correspondiente munición de reserva, formada ésta por un par de cargadores. Estaba seguro de que no dispondríamos de otra ocasión tan inmejorable como aquella para armarnos y poder ofrecerles resistencia si, llegado el caso, ésta era necesaria.
Exhibiendo una sonrisa diabólica, me llevé el ordenador portátil de Scarelli. Éste se removió inquieto, quizás por un cargo de su conciencia, nada limpia por cierto. Me quedé quieto y cuando él se relajó de nuevo, tras dejar escapar un suave ronquido, cogí de un lado el dichoso aparato informático y lo metí en mi bolsa, que me colgué en bandolera.
Pisando de puntillas llegué hasta unos compañeros que ya comenzaban a dar muestras de lógico nerviosismo.
—Ya estoy aquí —afirmé con total frialdad y en voz muy baja—. Ahora nos iremos, solos. —Miré a lo alto.
El anticuario dudó sólo un instante. Me leyó el pensamiento cuando señaló la pared de piedra con el índice derecho, pero vaciló un instante.
—¿No pensarás…? —me preguntó con sequedad.
Me encogí de hombros dos veces.
—No hay más opciones… ¿No crees? —Aunque a regañadientes, Klug asintió en silencio—. Tenemos que trepar hasta una de las oquedades. Una vez allí, veremos cómo continuar, y lo haremos antes de que éstos se percaten de nuestra fuga. —Los señalé con el brazo derecho bien estirado—. Lo único que siento es que no vamos a ver el cabreo que va a coger el monseñor ése.
Krastiva golpeó con la palma de sus manos la piedra, como para comprobar la dureza, y enseguida comenzó a escalar bien abierta de piernas y brazos; todo ello causando, una vez más, mi más rendida admiración.
Ascendimos colocando nuestros dedos en los salientes que cortaban como cuchillos y que, a veces, se partían, obligándonos a agarrarnos de otro pico. Nuestro mayor temor era que despertara alguno de los guardias suizos y decidiera dispararnos todo el cargador. Éramos un blanco perfecto, al menos en los primeros cincuenta metros.
Como tres pesadas arañas, pero escasas de patas, subimos metro a metro, sudando copiosamente, hiriéndonos en piernas y brazos, con las manos sangrantes y los dedos rígidos como garras de león africano.
—¡Ánimo! —los arengué respirando con dificultad—. Estamos cerca de una cueva… Allí descansaremos —añadí para elevar la moral de la tropa.
Me alcé sobre mis brazos y encaramé la pierna derecha sobre el borde que sobresalía de la primera cueva, la cual se abría a unos ochenta metros de altura sobre el suelo de la colosal caverna.
Krastiva se había rezagado un poco; pero apenas distaba un par de metros de mis pies. Isengard, sin embargo, aún estaba a medio camino; aunque debo reconocer que se portaba excelentemente dada su precaria condición física.
Le tendí una mano a la rusa, que se agarró a mi antebrazo con fuerza. La tomé por el suyo con la otra mano y la elevé hasta mí.
—¡Aaaah! —se quejó tomando aire a un tiempo—. Este ascenso ha sido duro… ¿Y Klug? —preguntó sofocada.
Lo señalé con la barbilla, enarcando los ojos, y ella miró entonces hacia abajo. Sonrió aliviada.
El vienés subía lento, pero sin detenerse. Se asía bien de los salientes más fuertes y, además, los elegía con criterio.
En ese preciso instante vi que dos figuras se movían en el «campamento base». Deduje que eran Roytrand y Delan, y recé para que no alzasen la vista. Era demasiado pronto para que nos descubrieran. La temida alarma sonó a voces en el nivel del suelo y todos se prepararon para lanzarse a la caza, pero lo hicieron en otra dirección. Por fortuna, a ninguno se le ocurrió mirar hacia arriba, y así Klug, ayudado por nuestros dos pares de brazos, consiguió al fin llegar sano y salvo, sin ser visto por los chacales del Vaticano.
Reconociendo su descomunal esfuerzo, traté de animarlo.
—Bien, Klug, lo has hecho muy bien. Eres un tío con dos pelotas.
Respiraba a borbotones y se palpaba su cada vez más pequeña tripa, como para comprobar que aún estaba en su sitio natural. Luego se inclinó sobre la pared de la cueva y trató de recuperar el resuello.
Krastiva sonrió con disimulo y me preguntó:
—Ahora estamos libres. Pero el caso es… ¿por dónde seguiremos?
—Vale, vale… —Me mordí la lengua para hacer una pausa verbal—. Dadme cinco minutos, que esto de hacer de Indiana Jones es algo a lo que no estoy acostumbrado. —Los tres reímos espasmódicamente mi trivial comentario.
Nos adentramos en la cueva, que no mediría más de un metro veinte de altura por dos de ancho, perdiéndonos en la densa oscuridad que ocultaba a nuestra vista el paso siguiente a dar.
Cogidos de las manos, doloridos pero satisfechos por haber logrado liberarnos del asfixiante yugo de Scarelli, nos internamos más y más. A medida que lo hacíamos, la luz que provenía de la boca de la cueva, filtrándose del exterior, se debilitaba y se hacía cada vez más lejana, tenue; hasta que al fin quedamos sumidos en un velo de negrura que nos congeló la sangre en las venas.
—No os separéis —les pedí con voz hueca—. Hemos de proseguir y ver adonde conduce este nuevo túnel.
Ellos no respondieron. Yo creo que el temor a lo inesperado, a lo desconocido, les impedía pronunciar palabra alguna.
Durante unos minutos, que a mí se me antojaron siglos, anduvimos a tientas, pegados a la pared, tanteando con los pies el suelo para asegurarnos de que aún había donde asentarlos con seguridad. Iba en primer lugar, llevando de la mano, a mi diestra, a Klug y con mi siniestra a Krastiva, ambos un poco atrás. De pronto Klug, cuyos ojos parecían los de un agudo halcón, exclamó:
—¡Allí! ¡Allí! Hay una luz… ¿La veis? —inquirió inquieto.
Escrutamos en el agobiante lienzo de oscuridad que nos envolvía, intentado atravesarlo con nuestras miradas, pero apenas distinguimos un punto verde muy allá, en el fondo. Apreté la cálida mano de Krastiva, que se aferraba a mis dedos con la suavidad del terciopelo, resultando una agradable caricia.
Ella me devolvió el apretón y eso me dio toda la moral del mundo. Había química entre nosotros. Aceleré el paso, deseoso de abandonar aquella nada que nos rodeaba.
Isengard tenía razón. No tardamos en ver un punto de luz que fue haciéndose más y más intenso, agrandándose paulatinamente hasta que el resplandor bañó nuestras caras primero y nuestros cuerpos más tarde, llenándonos de nuevas esperanzas.
Por si acaso, nos acercamos cautelosos al borde del final del túnel, tratando de ver de dónde procedía aquel extraño resplandor verdoso que, al menos, nos permitía vernos. Ya sueltos de las manos, nos pegamos a las paredes y asomamos la cabeza como niños curiosos que viven su primera y emocionante aventura.
Adherida a las paredes había una rara sustancia que, por lo que pudimos deducir, era producida al combustionar con el oxígeno del aire. Era sin duda la que despedía aquella luz de un tono verdoso. Palpé la piedra y una pequeña cantidad se quedó en mis dedos. Me convencí de que un mineral, aún desconocido para mí, despedía aquel «polvillo» que nos servía de excepcional luz guiadora.
Apenas había un metro hasta el suelo y el espacio en que nos encontrábamos, tras saltar, era como de unos trescientos metros, irregulares, abierto por un costado. Una pendiente, con forma de lengua pétrea, descendía perdiéndose a la vista.
Miramos hacia arriba, pero solo divisamos una espesa niebla, como genuino puré de guisantes, la cual flotaba sobre nuestras cabezas. Altas paredes escarpadas se alzaban como colosos, perdiéndose en la nube de vapor producida por la condensación.
—Está claro… —dije con voz queda—. Sólo hay un camino a seguir —añadí resignado con nuestra suerte.
Krastiva, que estaba como ensimismada, señaló tras un breve silencio:
—¿Os habéis dado cuenta de que siempre es así? Nos conducen hacia una dirección precisa… No me gusta —nos advirtió con ira contenida.
Isengard asintió lanzando un corto suspiro.
Yo, por mi parte, miré en derredor con ojos desconfiados.
—Veamos. De momento, eso sólo indica que vamos en la dirección correcta —señalé con una mano, quitando hierro al asunto—. Sin embargo, me pregunto si hemos dado con el túnel adecuado o si, por el contrario, todos conducen a esta gran «sala pétrea».
Como nadie respondió, me limité a encoger los hombros.
El suelo era peligrosamente resbaladizo y al avanzar sobre él caímos un par de veces. Una tercera caída nos enfiló hacia la lengua de piedra y ya no pudimos evitar ir por ella hacia un ignorado lugar. Así llegamos a un muro tras veinte o treinta segundos de incontrolado descenso y nos golpeamos duro contra él.
Mi hombro izquierdo se resintió lo suyo tras chocar. Krastiva se golpeó con un tobillo de Klug una de sus rodillas y también se raspó algo una mano. Por el contrario, el austríaco rodó y rodó hasta acabar cómodamente sentado, sin daño alguno. Tras los consabidos quejidos de la rusa y míos, miramos alrededor pero no vimos ninguna salida.
Al hacerlo hacia arriba lo comprendimos al instante.
—Esta vez subimos —ironicé en voz baja. Me mordí el labio inferior en un gesto mecánico.
Un oscuro pozo, ancho, en el que se veían dos o tres asideros de metal, aparecía sobre nosotros como único conducto de escape.
Krastiva hizo un mohín de disgusto al contemplarlo y valorar nuestras auténticas posibilidades.
—Está muy alto —objetó, consternada. Para demostrarlo, se puso en pie, estirando un brazo a la vez—. ¿Veis? —inquirió con una sonrisa forzada—. Lo toco sólo con las yemas de los dedos.
—No te preocupes —repuse en un tono tan tranquilizador que hasta yo mismo me sorprendí de oírlo—. Nos ayudaremos subiendo. Primero lo haremos entre dos a uno; luego el que quede abajo aupará al segundo y entre los dos que hayan subido, pues éstos tirarán del otro hasta izarlo.
Ambos me miraron sorprendidos.
—¿Sí o no? —pregunté apremiante.
Lo dejaron en mis manos al encogerse de hombros.
Dicho y hecho, aunque nos costó ímprobos esfuerzos izar a un Klug que, como el más pesado con diferencia, subió el último. Pero una vez que lo hubimos logrado, trepamos con relativa comodidad por los asideros de bronce, idénticos en todo a los de la entrada al impresionante inframundo egipcio.
Todo resultó más largo de lo que supusimos en un principio. Menos mal que al llegar al final nos vimos recompensados. Lo digo porque nos encontrábamos en medio de una cámara circular. Nos dio la impresión de hallarnos en un enorme cilindro. Todo él estaba decorado profusamente con antiquísimas pinturas egipcias que relataban las peripecias que un difunto debía pasar, como pruebas divinas, para ser declarado justo y alcanzar con ello la vida eterna.
Al principio no lo vi, pero al acercarme me percaté de que había un sarcófago perfectamente incrustado en un punto de la pared y con su tapa encajada en ésta, sin sobresalir ni un milímetro. Era como si hubiesen hecho el hueco para encastrarlo a propósito, cosa que no dudé ni por un momento.
El anticuario de Viena se acercó al percibir que le prestaba más de la acostumbrada atención a una pintura. Su mofletudo rostro se iluminó de inmediato.
—¡La apertura de la boca! —exclamó entusiasmado.
Me volví raudo, interrogándolo con mi más inquisitiva mirada.
Mi todavía cliente señaló el rostro idealizado de la máscara funeraria que aparecía tallada en la tapa del sarcófago.
—La salida aparecerá al abrir la boca de «él» —afirmó manteniendo una pose afectada—. Aunque más bien debiera decir «pintada».
Krastiva observó interesada la hermosa y delicada pintura. Ésta mostraba con detalle el cuerpo de un hombre que en vida fue
Peraá
y que estaba ataviado con una increíble túnica, hecha con las alas de Isis y el tocado de Osiris. Por lo demás, debo comentar que llevaba los brazos cruzados como correspondía a su rango real y en sus manos sostenía los símbolos del poder.
—Pero sólo es una pintura; eso sí, hecha por un hábil artista. Es cierto, pero… —dudó la rusa, dejando en el aire su última frase.
—Yo descubriré cómo hacerlo —se ofreció Klug, muy seguro de conseguirlo, mientras abarcaba el sarcófago con los brazos.
El experto en antigüedades acercó sus ojos a los del «difunto» y luego los bajó con deliberada lentitud, como si fuese un experto relojero suizo, recorriendo sus facciones con gran detalle para pararse ante la boca de aquel rostro impasible. Así estuvo unos segundos que crearon una tensión ambiental digna de la mejor película del genial Hitchcock. Al cabo de un rato, que a la rusa y a mí se nos hizo interminable, tal como cruzábamos las miradas, el austríaco tocó con la punta de su índice derecho el labio superior y luego el inferior del milenario rostro. Nada ocurrió.