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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (31 page)

Volvió la cabeza hacia la proa de la birreme y observó con renovado interés al faraón Kemoh, quien se mantenía impertérrito, al menos en apariencia, en pie igual que una estatua de oro puro del dios Osiris. Junto a él permanecía Amhai, su fiel visir, como si fuese un hijo de Horus extendiendo sus alas de sabiduría paternal en torno suyo, cubriéndolo protectoramente. Entonces los vio desde un ángulo distante, con un enfoque diferente. Quizás él, hasta entonces, sí, él mismo, no había sabido interpretar las señales atrapado en su propio escepticismo. Era posible incluso que el propio Amón-Ra lo estuviese guiando hasta la nueva tierra, allá en Oriente, donde él, Amón, iba a desarrollar su propio plan.

Grandes lienzos de niebla fueron cayendo, como velas grises, sobre los barcos que perdían el contacto visual entre sí —a pesar de los fuegos encendidos en los pebeteros de hierro situados en proa y popa—, alejándose en una noche sobre la que las estrellas titilaban con un rumor de seda que se desgajaba sobre la tierra misma.

Un espeso puré flotante, que casi se podía casi palpar, los aisló unos de otros, sembrando el terror. Porque el hombre teme a la oscuridad en la que cree habitan los espíritus que, como jirones de niebla, se manifiestan a los mortales para abrirles una página de su futuro y enseñarles a ser razonables con sus semejantes.

Cada cual se apretó contra su compañero de viaje, en un intento de impedir que el húmedo contacto de la niebla los tocase, contaminando su
Ka
, penetrando en sus cuerpos, hasta entrar en sus huesos mismos y poseerlos sin remedio.

Todos extendieron sus mantos cubriéndose, dándose calor, amodorrándose en brazos del dios del sueño, confiando en que, al despertar, sólo conservaran dentro de sí su propia energía. Los capitanes de los cuatro navíos ordenaron echar el ancla, confiando que el alba dispersase la niebla y pudieran reanudar su curso sin riesgo de colisión entre ellos. Tenían que llegar indemnes al Reino de Saba. Allí repostarían y alegrarían sus cuerpos con el reconfortante calor del vino embriagante y el sonido de los instrumentos que calmarían así a los espíritus abatidos que, con ellos, compartían la larga singladura hacia no se sabía muy bien dónde…

Persia sonaba a demasiado grande y lejana. Además, desconocían el punto concreto donde realizarían el desembarco. Sólo Kemoh y Amhai poseían ese dato, realmente fundamental. Esos mismos viajeros ignoraban entonces que aún lejos de allí, en un punto todavía ignoto, les aguardaba un lugar que era su mundo nuevo, una tierra escondida en lo más profundo de la nada.

Amhai se acercó a Nebej, y posó sobre su hombro la mano derecha. Lo hizo igual que un padre experimentado cuando desea trasmitir calor y afecto a ese hijo más amado.

—Algo dentro de tu mente está cambiando… —dijo Amhai, pensativo—. ¿Verdad que estoy en lo cierto? No te abrumes ahora, que todo se irá aclarando ante ti. Aparecerá con total nitidez cuando llegue el momento… ¿Me crees? —le preguntó a bocajarro.

Nebej pensó seriamente si aquel visir tan especial podía leerle los pensamientos. Tan oportunas eran sus palabras y tan enigmáticas a un tiempo… Sintió como si de la delgada mano de aquel hombre pasara a él una energía cálida, embriagante, que lograba sosegarlo, como solo Imhab sabía hacerlo con anterioridad.

—Me encuentro confuso —dijo con pesar—, en medio de un sinfín de ideas, recuerdos y sentimientos que llegan a mí, de un tiempo lejano, de un lugar perdido…

—Sí, lo sé —repuso Amhai sin rodeos—. Pasas por una fase de autodefinición, de autoafirmación. Te aseguro que la superarás, y en ese momento verás cuál es tu lugar… Un mundo nuevo se te ofrecerá para que tú lo gobiernes con sabiduría.

Un escalofrío recorrió de improviso el espinazo del joven servidor de Amón-Ra. Incluso le pareció que su sangre se le congelaba en las venas. Fue una rara sensación. Así algo imprevisto sucedió en aquel mismo instante. Su sudor comenzó a colorearse de un rojo pálido resbalándole sobre la piel, ahora de un extraordinario blanco.

Amhai le tomó del brazo, y se lo llevó apresuradamente a la cámara que compartía con Kemoh, antes de que alguien lo viese y cundiese el pánico en la atiborrada birreme. Ver cómo el sudor se transforma en sangre es algo que puede petrificar al más templado.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué tanta prisa? —le espetó Nebej, que aún no había visto su extraña metamorfosis.

—¡Entra, entra! —inquirió Amhai con tono apremiante—. Seguiremos hablando aquí, es más seguro. —Le acercó un espejo de manos, hecho de bronce bruñido, y entonces el joven sacerdote de Amón-Ra pudo ver por sí mismo lo que le estaba ocurriendo.

—Pero… ¿qué me está sucediendo? —se preguntó, incrédulo ante lo que contemplaba—. ¡Es terrible! —exclamó, desconcertado, al ver cómo todo su cuerpo, al menos lo que de él quedaba al descubierto, se perlaba de gotas rojas que, al juntarse, corrían por su piel resbalando en chorrillos para caer al suelo, formando un sanguíneo charco.

—No te aterrorices… —dijo con tono tranquilizador—. Esto es obra de Amón-Ra, que se está manifestando en ti. Sólo lo he visto una vez. Fue al gran sumo sacerdote Kemós… Murió cuando yo me iniciaba en los ritos de Isis.

—¿Eres sacerdote? —preguntó bajando la voz.

El visir sacudió la cabeza.

—No, pero conozco los poderes de los que gozan los sacerdotes de Isis y de Amón-Ra, y también de Osiris, incluso los de los esclavos de Set. Cuando cumplas con el ritual de Amón-Ra, cesará ese desagradable efecto causado por…

—Desconozco ese ritual —lo interrumpió Nebej, confuso, hecho un manojo de nervios—. ¿Cómo es posible eso? —preguntó con una nota de histeria en su voz—. Si Imhab me lo hubiera explicado… —dijo, súbitamente entristecido—. ¿Cómo es posible esto que me pasa? —repitió, incrédulo.

—Es algo que sólo debe conocer el nuevo sacerdote de Amón-Ra, y en el momento preciso en que sucede esto. —Señaló el líquido rojizo que sus poros expulsaban al exterior, amenazando con deshidratarlo en cuestión de poco tiempo.

—¿Cómo sabré cuál es el ritual? —musitó el joven sacerdote, cada vez más sorprendido.

—Yo te ayudaré. Fui el acólito del gran Kemós cuando éste realizó su rito tras acaecerle lo que a ti. Yo colaboré con él en el ritual —le confesó con aire de suficiencia—. Mira, aún conservo el libro de los encantamientos de Kemós… En él se relata cómo se debe realizar. Lo describe con gráfica nitidez.

Amhai rebuscó en un arcón de madera con herrajes de oro, y extrajo luego de él dos pergaminos cuidadosamente enrollados y sellados. Cada uno de ellos presentaba cuatro lacres rojos.

—¿Qué es esto que me enseñas? —preguntó Nebej con voz entrecortada—. Tienen el sello de Amón-Ra… —Su rostro pareció cambiar de color al ver aquellos sellos.

—Son los papiros de Amón, de Kemós… Antes de morir los dejó en lugar seguro… —dijo Amhai, apacible—. Los dejó en mi poder… Nunca creí que llegaría el momento de usarlos, de abrirlos. —Los sostuvo con reverencia sobre sus manos abiertas, ante un Nebej cuyos ojos, dilatados al máximo, no salían de su asombro—. Tómalos. Debes abrirlos ante mí, que soy su guardián —le aseguró con resolución—. En ellos se describe el ritual que te convertirá en el nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra y, además, te conferirá grandes poderes… Vamos, ábrelos sin temor alguno.

Una vez que el visir hubo terminado, Nebej se mostró indeciso.

—¡Ábrelos de una vez! —insistió con voz ronca.

El joven sacerdote de la Orden de Amón-Ra le respondió dejando escapar un profundo suspiro. Por fin, con manos temblorosas, mirando fijamente a Amhai, cerró sus dedos en torno a los papiros. Era como si temiera que su inmemorial poder lo fuera a abrasar.

Amhai —cuya sombra ahora parecía tener vida al temblar las débiles llamas en los pábilos de las altas y talladas velas con forma de diosa Isis— observaba al joven Nebej alimentándose de la nobleza que la juventud exhibe cuando es aún inexperta. Le acercó una hoja de oro, delgada y fugaz para que cortase los lacres. Nebej, con los supuestos papiros en su diestra, le dio, uno tras otro, un corte limpio a cada sello que cedió liberando la piel curtida del pergamino que ya había tomado la forma del rollo.

—No son papiros de verdad —le recriminó con ingenuidad, exhibiendo su nerviosa sonrisa.

—No, no lo son… —apuntó el visir—. Los papiros auténticos están a buen recaudo. Estos son unas copias que yo mismo hice.

—Pero los sellos… —repuso Nebej, dubitativo.

—Kemós me entregó lacre y el sello de Amón-Ra.

Amhai los extrajo de entre su nívea túnica, como el ilusionista que saca de la nada una hermosa paloma.

—Es el sello de Amón-Ra… —Se admiró Nebej—. Creí que sólo Imhab lo tenía.

—Siempre ha habido dos. Uno lo tiene el gran sumo sacerdote de la superficie. El otro está en poder del que gobierna la ciudad de Amón-Ra.

La comprensión penetró en la mente de Nebej, como un dardo dirigido con precisión.

—Es como si hubiese dos mundos paralelos, opuestos y, sin embargo, idénticos… —dijo en tono sibilante.

La amplia sonrisa que Amhai desplegaba en su noble faz le respondía con mayor firmeza que cualquier frase preparada al respecto.

—Vas comprendiendo —afirmó el visir con aire triunfal.

Nebej abrió el primer rollo y leyó, ávido de conocimientos, saboreando cada símbolo, conocido y amado a un tiempo.

—Son los encantamientos de Amón-Ra, los conjuros más secretos. —Miró de nuevo admirado a Amhai.

—No temas, que yo no podría usarlos… Sólo un sacerdote de Amón-Ra es capaz de ello… Si alguien lo intentase sin serlo, moriría de forma terrible —le comunicó con expresión torva.

El joven sacerdote continuó leyendo, devorando literalmente cada signo, asintiendo con la cabeza, llenando las lagunas que en su mente le iban exigiendo más y más sabiduría.

El pergamino estaba sellado, al final, por los sellos de cien sacerdotes, cien gran sumos sacerdotes de Amón-Ra. Sin lugar a dudas, copiarlo del original debía haber resultado un trabajo lento, tedioso y muy duro.

—Abre el segundo, hijo —le pidió, en tono paternalista, el visir.

Nebej cortó los sellos del otro pergamino y, sin más dilación, leyó luego el testamento de Kemós.

—Es la última voluntad de Kemós… Son sus instrucciones concretas —murmuró, temeroso.

—Lo sé, lo sé… Es impresionante… ¿Verdad? —dijo el visir con una amplia sonrisa.

Por toda respuesta, el joven sacerdote de Amón-Ra se limitó a mover la cabeza en sentido afirmativo. Era demasiada información para poderla asimilar, así, de golpe, sin más.

La voz de Amhai le sonó a Nebej más solemne que nunca cuando hizo una contundente afirmación.

—A partir de hoy eres el heredero de Kemós y de Imhab… —señaló el visir con toda solemnidad—. Recuerda bien que nunca nadie obtuvo tanto poder en Egipto —añadió sin vacilar.

Se inclinó ante Nebej con sus brazos cruzados, como si a Osiris mismo reverenciase en aquellos mágicos momentos.

Capítulo 15

Al sur de Dashur

E
l comisario, sentado sobre la alfombra persa de su salón, en calzoncillos a rayas, con la espalda apoyada en la parte baja del sofá y rodeado de folios en franco revoltijo, iba conformando en su mente una imagen bastante cercana a la realidad. Sólo una pieza parecía escabullirse tras analizar, una y otra vez, los hechos adornados con buena dosis de hábiles deducciones y «sazonados» también con un poco de imaginación que, en todo caso, le hacían sentirse importante.

No confiaba en los ordenadores, pues él era un producto de la vieja escuela. Creía mucho más en el instinto potencial que se ve aguzado con la experiencia, en las corazonadas, y muy especialmente en la abundancia de confidentes y expertos que aportaran sus conocimientos. Aquello era como si de un rompecabezas se tratara, en el que él y sólo él, pudiera ir encajando pieza tras pieza para ver cómo va formándose ante él el recortado paisaje que le mostraba la solución sin ambages.

Fue apilando metódicamente, en montoncillos claramente separados, los folios que contenían una información importante seleccionando con paciencia datos y nombres.

Escribió en un
post-it
«Conexiones», y luego lo pegó sobre el primer montón de folios blancos.

«Creo que por fin he dado con un hilo del que tirar», se reafirmó con complacencia mental, tanta que se relajó hasta el extremo de soltar una fuerte ventosidad para aliviar la incómoda opresión que sentía en las tripas. El «aroma», que tan familiar le era, quedó flotando en la estancia más tiempo de lo normal.

Riéndose todavía entre dientes de esa escatológica «salida», le dio unos simbólicos golpecitos al taco de folios y lo dejó sobre el asiento del sofá, para desviar su atención al grupo de los que estaban amontonados en completo desorden. Mientras daba una fuerte calada a su sempiterno cigarrillo negro, sus ojos brillantes traspasaban la nube de humo, la cual flotaba como un banco de niebla espesa y amarillenta. Se sentía ansioso por momentos, embargado por una seguridad nueva en sí mismo.

«Voy a conseguir atraparos. Dadlo por seguro. No sé aún quiénes sois, pero os seguiré la pista», se vanaglorió apretando el cigarrillo entre sus labios.

Cerca de él, en un plato, un sándwich vegetal mordisqueado y una cerveza —con dos dedos de espuma en una jarra de cristal— semejaban ser la ofrenda obligada al dios del conocimiento. Agarró el sándwich —del que se desprendió una rodaja de tomate que fue a caer muy cerca del taco de folios— y lo mordió con fuerza, como en un intento de demostrar su poder físico a un imaginario enemigo cuyo espíritu flotaba ante él, impasible, en forma de nube de humo.

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