—Vosotros tres registrad todas las tiendas y las dunas cercanas. Pueden estar escondidos. Vosotros dos. —Señaló con el índice derecho—, id cada uno en un jeep. Yo iré en el otro, cada uno en una dirección opuesta a la de los otros dos. ¿Habéis entendido?
En el pétreo rostro del jefe militar se veía la ira reflejada en un rictus amargo que contraía sus músculos faciales, perforando con su feroz mirada el aire abrasador del Sahara.
Como los brazos de una estrella, los tres jeeps partieron saltando entre las dunas, alejándose entre sí para abarcar todo el máximo terreno posible en el que podían encontrarse los fugitivos.
Los tres hombres que quedaban en la base desmontaron las tiendas. En su desmedido afán por encontrarnos, dieron la vuelta a los fardos y las latas de gasolina que se veían en un montón, en medio del campamento. Finalmente éstas fueron golpeadas con furia desatada, más por dar rienda suelta a la cólera que los dominaba, pues nadie lo hubiera podio usar como escondrijo debido a su tamaño.
—¡Nada, no están aquí! —bramó uno de ellos, de cabeza rapada y con un parche en el ojo izquierdo, dirigiéndose a su camarada que, a unos cinco metros de distancia, lo miraba con su cara atravesada por una vieja cicatriz de alguna pelea en los muelles de Alejandría. Era un signo de identidad facial que le confería un aspecto terrorífico.
Los conjuros más secretos
L
os cuatro navíos navegaban a buena velocidad, con sus afiladas proas rasgando las aguas verdeazuladas del Mar Rojo —allá donde deja tras de sí la península del Sinai—, para enfilar sus espolones a las costas de la también árida península arábiga. Cuatro estelas blancas, que el poderoso mar iba borrando para protegerlos de su terrible enemigo, marcaban su rumbo como flechas dirigidas con total precisión.
Algunos de los pasajeros y varios miembros de las dotaciones habían muerto a causa de la asfixia o las enfermedades, surgidas como de la nada, para diezmar al atribulado resto del pueblo egipcio. El agua potable se racionaba desde hacía dös días y el viento, que no siempre soplaba de popa, favoreciendo su avance, les obligaba a remar en aquella masa acuosa que inspiraba temor en los corazones, derritiéndolos como lava empujada por los poderes de la tierra sobre una superficie donde aquélla iba a morir.
Pero a pesar de las espinas del destino, la mayoría de los exiliados mostraba una entereza admirable.
El faraón Kemoh, situado ahora en la proa de su birreme de diseño romano, como si del mascarón de un dios se tratara, seguía con una voluntad indomable y férrea, dando ejemplo a sus gentes en el duro trance que todos vivían. A su lado, Amhai, ei fiel visir, permanecía atento a la menor señal de debilidad de su señor, para apoyarlo antes de que los ocupantes de su navío, e incluso de los otros tres, pudieran observar nada anómalo y descorazonador en su idolatrado soberano, la persona que era su guía para afrontar un futuro incierto.
De él, de un muchacho con responsabilidades de hombre maduro, dependía en estos días el porvenir de la que fue la nación más grande y poderosa, la que levantó las pirámides de Gizah y abrió al mundo el entendimiento de las estrellas y las constelaciones. Era el legítimo heredero de una tradición dinástica que había dirigido con mano muy firme un imperio durante tres mil años.
Kemoh, a veces con el ánimo encogido ante su suprema responsabilidad, se preguntaba cuántos lograrían sobrevivir a aquella larga y dura travesía, y si él sería tal vez uno de ellos… Su confianza en los dioses se había visto bastante defraudada porque no habían protegido debidamente a su pueblo; ni tan siquiera a sus propios sacerdotes. Estos se exiliaban junto a él y su corte, huyendo todos de los infieles que arrasaban sus templos y lucían su corona roja y blanca autoproclamándose «faraones» en una ignominiosa y blasfema ceremonia.
Tan solo confiaba plenamente en su visir, su maestro de toda la vida, en unos tiempos en que había visto sufrir calamidad tras calamidad a sus súbditos.
Mientras seguían con aquella interminable navegación, todo en derredor de ellos era ya una masa inmensa de azul líquido con reflejos de plata que cegaban sus pupilas. Aquella inmensidad marina les hacía sentirse pequeños, increíblemente insignificantes, diminutos en medio de un universo de agua salada al que en modo alguno los pasajeros estaban acostumbrados.
En el ínterin, los cascos de madera crujían mecidos por el suave oleaje, quejándose con monótona regularidad. Como cuatro aves, de plumas blancas extendidas para acoger al viento del oeste, los navíos proseguían su singladura batiendo el agua con sus pesados remos, levantando crestas de espuma blanca que acariciaban el pulido maderaje de sus bordas.
El periódico redoble del tambor iba marcando el ritmo, lento y potente, de unos remeros que cantaban al unísono una vieja canción de guerra cuya letra rememoraba una batalla librada más allá de la ciudad fenicia de Sidón, en el país de los cedros. Era lo único que rompía el silencio, ominoso, pesado, que caía sobre ellos, igual que un baldón amenazando con aplastarlos, con hundirlos en las viscosas entrañas del gran mar al que debían hacer frente con todas sus consecuencias. Mientras, una brisa casi imperceptible revolvía los cabellos de Amhai y acariciaba, respetuosa, la cabeza afeitada de Nebej, quien conversaba con éste cerca siempre de la esbelta y adolescente figura del faraón no coronado.
—Entonces, ahora eres, y a todos los efectos, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra —le susurró el visir casi al oído.
—Al menos en la superficie sí que lo soy —contestó con voz queda. El joven servidor de Amón no quiso reconocer la definitiva desaparición de Imhab y de sus hermanos para el mundo real de los vivos; aún no.
—Allá abajo, aún vivirán muchos años. —Amhai pareció leerle el pensamiento—, pero no podrán influir en lo que suceda aquí, en la superficie.
Nebej era consciente de que cuanto le decía el sabio visir era más que cierto. Pero creía que si lo reconocía abiertamente traicionaría su lealtad, su profundo amor a los hermanos de culto. Tenía miedo, un miedo atroz que congelaba la sangre en sus venas, y que le impedía tomar alimento en algunas ocasiones.
«El nuevo gran sumo sacerdote de Amón-Ra. ¿De qué me sirve eso sin un dios al que ofrendar un buen presente, al que servir con suprema lealtad…? No tengo sacerdotes a mi cargo, ni templo… No hay nada», pensó consternado por la nueva situación que debía afrontar.
Su rostro brillaba como aceitado al contacto con el sol y el reflejo de unas aguas que se mantenían en calma, pero que le parecían en esos precisos momentos un presagio de muerte…
—Cuando lleguemos, alzaremos los templos a nuestros dioses. Muchos de los que lleguen. —Amhai señaló a los ocupantes de la birreme que ocupaban y luego a los de las otras tres naves iguales— se harán sacerdotes, soldados o sirvientes, según deseen. De momento seremos pocos, pero permaneceremos muy unidos —aseveró firme en su opinión.
Una pequeña luz de esperanza pareció brillar en el corazón de Nebej, como si una llamita pequeña, pero ardiente, se encendiese en su apagado y dolorido corazón. Quizás aún no se había perdido todo. ¿Sería posible que aquel germen, aquel núcleo de egipcios, además de sobrevivir, pudiera mantener vivo el fuego sagrado de una nación egipcia que se resistía a morir?
Hombres, mujeres y niños, todos bajo la supervisión de sacerdotes menores y oficiales, limpiaban a cuatro patas las tablas de caoba de las cubiertas de las naves para mantener una higiene mínima que les asegurase poder seguir vivos al día siguiente. El cólera y la disentería eran enemigos muy temidos. El agua, almacenada en grandes tinajas de barro, se pudría sin remedio y era imprescindible renovarla cuanto antes.
Para colmo de males, carecían ya de verduras, y apenas si se mantenían con unas tiras de carne en salazón. Algunos niños estaban enfermos, postrados en los improvisados lechos con fiebres altas, y sus madres clamaban persistentemente, implorando a los oficiales para que atracasen y se repusieran el agua y las provisiones.
Cuando alguno de los niños moría, se 4e envolvía en vendas y se le echaba al mar, no sin antes tallar en madera una figurilla que lo representara a fin de enterrarlo junto a las pirámides de Faraón, pudiendo así escapar su
Ka
y unirse a sus antepasados.
Llevaban veinte días de navegación. Veinte largas y tediosas jornadas tras las que la desesperación, el hambre y la sed comenzaban a causar estragos. Los rostros curtidos de los marinos profesionales no eran inmunes al desánimo general, y así lo reflejaban ya, sin disimulo alguno. Algunos tripulantes se hallaban demasiado débiles para cumplir con sus tareas y los oficiales al mando intercambiaban impresiones entre ellos. Sus temores llegaron de un modo directo a Amhai, quien inmediatamente expuso al faraón lo crítico de la situación.
—Señor, mañana llegaremos a las costas de Saba, y es vital que atraquemos allí para recuperar fuerzas. Es un reino rico que se mantiene independiente y aún nos es fiel. Allí repostaremos y descansaremos antes de continuar, rumbo a Persia.
—¿No nos venderán, mi buen Amhai? —le preguntó el faraón con tono inquieto y desafiante.
—No lo creo, señor —repuso, lacónico, el visir.
—¿Estás seguro de ello? —le espetó Kemoh.
—Claro que sí, señor… Nos protegerán de nuestros enemigos, que también son los suyos… Hay entre ellos, además, muchos adoradores de Isis, a quien llaman Ishtar, y también de Amón-Ra. Incluso creo posible que algunos quisieran alistarse en nuestros barcos como tripulación.
—Habremos de tener cuidado. Entre los nuevos pueden estar los espías de Justiniano. De nada serviría huir, ni sufrir lo que estamos padeciendo, si él descubriera nuestro escondite.
—Soy consciente del peligro, señor. —El visir sonrió con perversa satisfacción al añadir—: Pero si así sucede, Isis no lo quiera, nunca saldrán del lugar al cual nos dirigimos… Ni tampoco podrían comunicarse con sus amos. Sería como firmar su propia sentencia de muerte.
—Sabes que confío plenamente en ti, maestro. —Le halagó, demostrándole, una vez más, su profundo respeto.
—Gracias, mi señor. Nunca te defraudaré —replicó, tajante, Amhai.
El visir hubo de darles muchas explicaciones, para convencer con sus argumentos a los oficiales de la birreme donde navegaba. Le habían planteado de forma muy directa, sin circunloquios, la gravedad de la situación, y le suplicaban que les permitiera atracar cuanto antes.
—Hemos de considerar la seguridad como lo más importante a bordo. Lo siento por los que se hallan enfermos, pero habrán de aguantar hasta mañana. Entonces divisaremos las costas de Saba, donde repostaremos. Os prometo que nos reaprovisionaremos de todo cuanto necesitamos y, además, lo haremos en abundancia —les dijo en voz suave, dominándose a sí mismo por la inquietud que ya sentía. Lo hizo mientras con sus manos anilladas abarcaba el infinito horizonte marino que aparecía por la proa.
Los cuatro oficiales se miraron unos a otros, un tanto indecisos con la actitud que debían adoptar, y después se encogieron de hombros, resignándose así a recibir las severas críticas de quienes sentían que la vida se escapaba por momentos de sus cuerpos.
El cielo se fue oscureciendo, perdiendo el color azul turquesa intenso que cubría el manto de Ra.
El sol incendiaba las nubes creando fantásticos universos de luz y color, mezclándolos en una descomunal e imaginaria paleta de pintor. Allí había rojos y malvas, naranjas y amarillos marfileños, fascinando —como lo hace la serpiente a su presa— a los cansados pasajeros de los cuatro navíos egipcios cuyo exilio apenas acababa de comenzar.
Osiris moría una vez más y su dolor, como babas de sangre transparente, cubría el cielo del atardecer. Atrás quedaba Egipto con la memoria vacía de una lejana época que se sumergía en las arenas protectoras del desierto, en el olvido intemporal, para sobrevivir a un imperio más fuerte; pero hasta que el tiempo cabal de éste concluyera.
Todas las mentes de los viajeros, ansiosas, doloridas, vencidas por un fatigoso pesar huyendo de su nación, anhelaban aquella anunciada tierra que paulatinamente se iba acercando como un titán que les tendía sus poderosos brazos para apretarlos contra su pecho.
Nebej, nervioso, paseaba hablando consigo mismo. El suyo era un diálogo de fantasmas. Sus ojos brillaban con reflejos esmaltados tratando de recordar todo aquello que había aprendido desde pequeño en la ciudad-templo de Amón-Ra.
El gran Imhab le había mostrado cómo invocar a Amón. Si lo conseguía, sería como él, capaz de dominar algunos elementos naturales como el agua que podía transformar en otro líquido a su conveniencia, o controlar a determinadas especies animales con el poder hipnótico de sus ojos; ¡incluidos los hombres!
Paseándose al lado del palo mayor del navío se preguntó qué edad debía tener Imhab. Nunca lo había llegado a saber, pero lo cierto es que lo recordaba exactamente igual desde hacía tantos años… Aquello era bastante extraño. En realidad, desde que lo conoció, su tez —ligeramente aceitunada y mate— se conservaba tersa y sin asomo de arrugas. Por otra parte, su esbelta figura continuaba siendo fibrosa, altiva, sin perder nunca, jamás, la prestancia de la mejor edad adulta.
Sonrió, creyendo que tan solo se trataba de una apreciación meramente infantil, quizá también de su pubertad. A los niños siempre les impresiona cualquier adulto que les enseñe lo que ellos ignoran. Parecen en realidad rodearse de un aura dorada que tan solo ellos, en su inocencia, pueden ver.