Se había traído un teléfono móvil, aparato que en realidad no solía usar apenas. Detestaba ser localizado en algunos momentos, pero se le acababa de ocurrir una idea, disparatada, sí, pero quizás…
Marcó el número de su amigo Assai, y esperó impaciente, golpeteando el suelo con los pies, jugando con las piedrecillas del suelo, nervioso como se encontraba.
Sonó una voz lúgubre.
—¿Sí…? ¿Quién llama a estas horas?
—Assai… ¿Eres tú? —preguntó el comisario, lacónico.
—¿Cuántos varones hay en mi casa? —contestó el aludido, somnoliento.
—Claro… ¡qué tonto…! Soy Mojtar, y espero no haberte despertado.
—Lo has hecho, pesado, pero no importa… ¿Qué es tan urgente como para que me llames a estas horas de la madrugada? —inquirió Assai, simulando indignación.
—Dime… Quiero tu sincera opinión… ¿Es posible que alguna constelación o estrella tenga algo que ver con el Árbol de la Vida ése?
—No, no lo creo… —farfulló su amigo—. Así, al pronto, y a este horario tan intempestivo, no recuerdo haber leído u oído nada que relacionase ambas cosas… Oye, dime una cosa… ¿Tú no descansas nunca? No te pagan para que te tomes tantas molestias. Vamos, eso creo yo… Si tuvieras esposa e hijos no andarías dando vueltas por ahí, como un alma en pena, como ahora. ¡Búscate una buena mujer y cásate de una vez!
—Ya… Lo haré un día de estos, cuando encuentre un hueco en mi agenda —murmuró El Kadem siguiéndole la corriente; todo ello mientras, involuntariamente, se encogía de hombros—. Ahora en serio, te diré que estoy en camino hacia una aldea al sur de Dashur, y al hacer una parada «técnica», ya sabes, para vaciar el depósito. —Enfatizó para que comprendiera mejor su paciente amigo—, me he quedado como un bobo mirando el cielo y he pensado que tal vez…
Cuando apretó la tecla roja del teléfono que cortaba la comunicación se puso a hablar consigo mismo a media voz, autojustificándose de algún modo con los próximos pasos a dar.
—Era una teoría… Tenía que considerarla… —dijo entre dientes, como si alguien lo pudiera escuchar en medio de aquella soledad nocturna—. Y no la descarto. No, aún no.
Sonrió al pensar que el bueno de Assai, con todos sus conocimientos, que eran muchos, no le había cambiado de idea.
Se metió en su viejo automóvil, subió las ventanillas y salió del arcén dispuesto a continuar ruta rumbo a aquella aldea donde parecía hallarse la clave de aquel embrollo, o por lo menos, parte importante de él.
Llevaba recorridos cuatro o cinco kilómetros cuando allá, al fondo, entre las sombras espectrales que dibujaban los roquedales, que ahora se entremezclaban con las cada vez más voluminosas dunas, se recortaron dos poderosas siluetas negras, puntiagudas y descomunales. La pirámide de Snefru, la que llamaban «romboidal», la primera en ser construida, se levantaba más alta que sus compañeras. A tres kilómetros de ella estaba la pirámide llamada «roja». Quizás por esto mismo su sombra no resultaba tan atemorizante e incluso siniestra. El policía comprendió el por qué de su construcción. Resultaba impresionante. Todo a su alrededor parecía sagrado, y ello inspiraba un fervor pagano, antiguo como el tiempo mismo.
Pensó si aún permanecía en su interior el espíritu del difunto
Perad
que ocupaba la cámara principal. Había sido encerrado en su sarcófago de oro, y posteriormente robado por anónimos saqueadores que luego lo habían convertido en polvo. Si era así, el
Peraá
Snefru, no podía retornar al mundo de los vivos al carecer de cuerpo que ocupar; quedaría prisionero del inframundo por toda la eternidad.
El sol se alzaba por el este en una loca carrera en la que Konsu
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perdía la batalla, disolviéndose luego entre las garras de Ra. Este, majestuoso, ascendía ante su divina presencia.
A lo lejos, Mojtar divisaba la pequeña aglomeración de miserables chozas que se agrupaban en la orilla occidental del Nilo, y en la que la omnipresente arena del desierto lo dominaba casi todo. Decidió dejar su coche entre unas rocas y dunas que formaban un pequeño anfiteatro natural, para dirigirse posteriormente a pie hacia las casuchas de adobe. Estaban pintadas de vivos colores que ciertamente contrastaban con el monocorde rojizo de las arenas saharianas.
Después el comisario vio un pequeño grupo de niños de piel oscura. Estaban bañándose en las aguas del Nilo y chapoteando alegremente, ajenos a cualquier peligro en su pequeño mundo de diversión. En la otra orilla del gran río, no muy lejos de la occidental, un grupo numeroso de
fellahs
se entregaba a las tareas cotidianas, entremezclándose con las palmeras. Era un juego sordo entre titanes y hombres que luchaban por el espacio en el que habitan ambos. Caminó disfrutando de la temperatura fresca y suave de la mañana, inhalando aire, observando y valorando su entorno, tal como lo hacen los pobladores de las grandes urbes que sienten cómo su vida cobra una nueva dimensión cuando se alejan de ella.
Aquello sí era el auténtico Egipto, probablemente muy similar a cuando se encontraba habitado por los hombres que levantaron su imperio de piedra y sabiduría, mezclándolo con misterio y magia, para darle un espíritu inmortal ante el que el mundo entero se inclinaba con profunda reverencia.
S
OMBRAS VATICANAS
Sobre el cauce del Nilo
E
l otro mercenario con uniforme de camuflaje desértico rodeaba las dunas, disparando algunas ráfagas con su fusil de asalto. Descargaba así su rabia, pues era el que había tenido a su cargo la custodia de los tres prisioneros, y ya se veía enfrentándose a su jefe, un mal bicho que nunca tenía compasión con los fracasados y los ineptos. Ellos formaban parte de un grupo de élite, mercenarios a sueldo de quien mejor les pagara. Eran cincuenta, y la fama de eficaces profesionales les precedía.
Enterrados en la gran duna junto al campamento, tensos los músculos y conteniendo cuanto podíamos la respiración, nosotros oíamos los agrios gritos de alarma mezclándose con los juramentos, las amenazas y los golpes que los mercenarios, lívidos de cólera, efectuaban al registrar todo palmo a palmo. Pero lo peor fue cuando un par de ráfagas de fusil de asalto llegaron a impactar a un metro de donde nos encontrábamos. Yo solo esperaba que mis dos compañeros de huida fueran lo suficientemente juiciosos como para aguantar sin salir. El rabioso guardián se fue alejando hecho una furia. Lo supe al oír cada vez más lejos sus estentóreos gritos, al tiempo que conversaba con, al menos, otro individuo más. Ahora deberían esperar una horas más antes de salir a campo abierto; si no, no serviría de nada todo aquel esfuerzo que hacíamos.
El tiempo parecía haberse detenido. Era como si el sol quisiera excavar en las dunas y se hubiese cansado, decidiéndose a esperar a que, agotados, nos entregásemos a él en una rendición sin condiciones. La arena se me metía por la nariz, las orejas y la boca, y sentía cómo se introducía entre mis dientes. Nunca creí que la arena pudiera tener sabor alguno, pero aquello era algo realmente desagradable. Sentía lo mismo que si el desierto me engullera lentamente, miera a miera.
Empecé a notar que el calor penetraba la fina capa de arena que nos cubría, y entonces comprendí el
modus vivendi
de escorpiones, serpientes y escarabajos. Y me pregunté qué habían visto los antiguos egipcios en ellos para adorarlos, para venerarlos como a dioses.
En mi interior deseé que no hubiese bichos de aquellas especies merodeando cerca de nuestros escondites. A continuación rogué por que las horas transcurriesen rápidas, que la noche con el helado manto con que cubría las arenas cada día, nos amparase y permitiese avanzar; pero… ¿hasta dónde hacerlo?
Estuvimos a punto de dormirnos en varias ocasiones, pero creo que no nos atrevimos. Klug y Krastiva pensaron, cada uno por su parte, que hasta que yo, que parecía ser su líder natural, no les llamase, no saldrían a descubierto.
Un frío suave fue apoderándose de mí y decidí arriesgarme a salir, creyendo que la negra oscuridad nocturna había hecho ya acto de presencia, relevando la poderosa luz solar. Me comencé a mover con mucha lentitud, haciendo resbalar la arena al sacar mis entumecidos brazos, luego las piernas, y después, casi saltando de mi improvisada fosa de arena, el resto del cuerpo.
Sacudí la arena que cubría mis ropas, escupí un par de veces con auténtico asco, y luego me pasé las manos por la cara, liberando mis arenosos párpados y revolviéndome el pelo. En torno mío, la noche y el día luchaban en una batalla que el sol iba perdiendo paulatinamente, tiñendo el lugar de tintes anaranjados, rojizos y malvas.
—¡Krastiva, Klug! —llamé seguro de que tan solo los antiguos y dormidos dioses de Egipto y ellos mismos podían oírme.
Como si de dos muertos que volvieran a la vida se tratase, ellos comenzaron a salir de sus agujeros dejando que las arenas del desierto los pariesen, dándoles la luz ante la luna y con los
Kas
de los egipcios muertos confiriéndoles nueva vida. Igual que hiciera yo antes, mis camaradas de riesgo se sacudieron las ropas y también escupieron la arena que se les apelmazaba en la boca. Luego miraron alrededor, preguntándose con los inquietos ojos hacia dónde ir y si conseguirían esta vez burlar de nuevo a la muerte.
—Hemos de ir primero a una aldea cualquiera, aunque sea la más cutre de Egipto, un lugar donde todos sus habitantes apesten a cabra y las moscas pululen a miles alrededor de nosotros. Hay que comer algo, lo que sea, y descansar; luego reanudaremos nuestro rumbo.
—Pero lo hemos perdido todo —se lamentó la rusa con voz queda—. No tenemos ni ordenador, ni material fotográfico; nada de nada —añadió con amargura.
—Tenemos nuestras vidas, y eso ya es algo, ¿no? Lo demás… lo demás se puede comprar con una tarjeta de crédito en El Cairo. Son cosas materiales —respondí raudo.
—Quizás los mercenarios hayan dejado tras de sí algo que nos pueda servir —intervino Isengard con buen sentido práctico.
Moví la cabeza afirmativamente, y sin perder de vista la alicaída expresión de Krastiva.
—Es cierto lo que dices… Busquemos antes de que la brisa nocturna lo vaya cubriendo todo de arena.
Pero únicamente encontramos algunas latas vacías de gasolina y una vieja cazadora militar, casi enterrada ya por la arena. Menos mal que en su interior descubrí unos buenos prismáticos de campaña.
—Bueno, no es mucho, pero esto nos servirá para algo. —Señalé la desgastada prenda tras soltar un leve suspiro—. La rasgaremos y la usaremos para cubrirnos la cabeza… Cuando el sol se alce por el horizonte, será sin duda nuestro peor enemigo y ella nos aliviará algo.
Echamos a andar como autómatas en dirección sureste, buscando de nuevo el salvador cauce del Nilo. Lo hicimos bajo unos largos lienzos que la oscuridad iba haciendo cada vez más espesos, escondiendo mañosamente el árido paisaje que nos rodeaba por los cuatro puntos cardinales.
Sin prisas, hundiendo en la dura y ahora fría arena nuestros pies, bamboleándonos como barcos que se escoran peligrosamente al surcar aguas peligrosas, decidimos sobrevivir, una vez más, a aquella arenosa extensión que parecía interminable. Allí se amontaban el olvido y la muerte sorda, el silencio y la soledad, que abarca a quien osa internarse en el temible Sahara. Total, que avanzamos penosamente con la esperanza bastante tocada y el miedo tras nuestras espaldas.
Fueron horas interminables, de largo y tedioso camino, y en medio de una noche fría y oscura que nos obligaba a parar y a frotarnos los ateridos miembros para proseguir juntos. Éramos como niños perdidos que añoran el calor de un hogar que sienten muy lejano. Así transcurrió el tiempo, hasta que el sol de nuevo comenzó a levantarse en el horizonte incendiando el cielo, abriendo una brecha por la que la luz, intensa y poderosa, se abría paso disolviendo los jirones de dura negrura, rasgando el manto lunar. Esa luz iba calentando algo, muy poco, nuestros temblorosos cuerpos, empeñados en sobrevivir a aquella prueba de fuego que nos ponía el destino.
Allí mismo, ante nosotros, se expandía el fulgor del viejo Ra. Él derramaba su luz, la de un Oriente que ya anunciaba la incruenta batalla diaria contra su implacable fuerza, el sufrimiento continuo cuando el terreno que pisas arde de calor.
Pero entre tantos miedos nocturnos acumulados, una línea azul, en contacto con el cielo turquesa y el rojo de las arenas, se fue delineando frente a nosotros emitiendo brillos plateados. Eran unos reflejos cegadores que nos ofrecían un lugar donde aliviar nuestras resecas bocas, nuestros labios agrietados que se pegaban como láminas de papel apergaminado.