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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (36 page)

—Es posible, mi señor —musitó el visir, pensando en voz alta—. Te he explicado muchas veces que el oro compra los corazones de casi todos los hombres, y nuestro peor enemigo, el emperador Justiniano, lo posee en abundancia… Además, muchas veces se ganan voluntades sólo con el tintineo de unas monedas de plata. Todo es posible —concluyó.

—No te preguntaré más sobre el destino al que nos dirigimos, a pesar de que me siento intrigado… —admitió con impaciencia Kemoh—. Pero confío en ti, mi fiel Amhai.

—Me halaga tu confianza en mi humilde persona, mi señor. —Se inclinó ante el joven faraón con todo respeto.

Mientras hablaban, el desembarco de los que habían sido designados para encargarse de reponer las provisiones de comida y el agua potable, estuvo organizado en las cuatro birremes. Sesenta hombres al mando del propio Amhai, portando ricos presentes para el rey de Saba, partieron al trote escoltados por los treinta soldados ataviados con cotas de malla persas y protegidos por escudos de bronce, con las armas de Saba pintados en ellos. Sus lanzas brillaban con reflejos plateados al ser heridas por la luz de la luna. Absorbidos por la oscuridad reinante, sus siluetas se fueron mezclando con ella, fundiéndolas a todas en un mismo ente.

Nebej cabalgaba decidido al lado de Amhai. Algo había cambiado en lo más profundo de su ser. Ya no era el muchacho asustadizo e ingenuo que escapara de la ciudad Amón-Ra temblando ante su más que incierto futuro. Ahora era el nuevo gran sumo sacerdote de su orden, y ese papel lo tenía cada vez más asumido.

Colgada en bandolera llevaba su inseparable y desgastada bolsa de piel de dromedario conteniendo el valioso papiro negro y los dos sellos con los conjuros de Amón. Saltaba al ritmo de la larga cabalgada, golpeándole de continuo en el costado izquierdo. Sentía que el poder, un poder ominoso y milenario, lo arropaba, envolviéndolo, llenándolo por completo. El sonido de los cascos de los caballos al repicar contra la calzada que llevaba hasta Balkis
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resonaba con fuerza inusitada.

Kemoh, a solas consigo mismo en la cámara del navío almirante, pensó que era realmente la primera vez que se quedaba solo, sin asidero alguno. Él era ahora todo el poder, todo el amparo para su exiguo pueblo. En esos momentos de intensa meditación sobre el sentido de su alta misión, «La gran morada», el título que antaño ostentaran con supremo orgullo sus antepasados, los gloriosos
Peraás
de Egipto, cobraba sentido en el más amplio aspecto y sentido de la palabra. El era la casa en la que cabían todos ellos, protegidos de cualquier potencial enemigo; así, más que nunca, se sentía el legítimo heredero de esa tradición faraónica cuya memoria se perdía en los tiempos más pretéritos de las distintas dinastías.

Lo que —a excepción de Amhai— todos ellos ignoraban es que él tan solo era un muchacho apesadumbrado que soportaba una carga todavía demasiado pesada para él. Era un jovencito carente de cualquiera de los poderes mágicos que le atribuían supersticiosamente sus crédulos súbditos. El no era un nuevo sacerdote de Isis o de Amón-Ra; no, él era un hombrecito inexperto con ganas de agradar y de llegar a ser un rey aceptable, ya que no un
Peraá
tan poderoso y legendario como lo fueran Tutmosis III, Seti I y Ramsés II. El no sería nunca como este último, el faraón guerrero de prominente nariz que le confería un aspecto majestuoso, y que sin duda fue el más grande soberano de su tiempo; ni tampoco alcanzaría la gloria de Seti I, reconocido militar y constructor incansable, padre del anterior; ni estaría ubicada su fastuosa tumba en el valle de los Reyes…

Suspiró profundamente tras su prolongada ensoñación, además de la carga de nostalgia que ésta llevaba consigo.

Aquellas épocas tan gloriosas habían pasado. No se podía vivir ya sólo de unos recuerdos transmitidos por vía oral, de generación en generación, y que aún figuraban en templos y monumentos por medio de inscripciones. Ahora, por el contrario, sobrevivir y mantener a un tiempo las costumbres y cultura de su sufrido pueblo ya suponía una tarea lo suficientemente ardua y complicada como para pensar en utópicas empresas militares y nuevas pirámides. Sin parientes consanguíneos de los que ocuparse, se debía por completo a sus súbditos, desde el más humilde al más encumbrado después de él mismo.

A pesar de todo, una sensación de poder le embargó de pronto. Por eso paseó, altivo y solemne, por la cubierta principal del navío. Lo hizo con pasos cortos, con deliberada lentitud, los brazos cruzados sobre su pecho, dejando que la brisa marina refrescara bien su rostro e hiciese revolotear su túnica de lino fino y blanco, que iba ceñida por el ancho cinturón de oro. Este se adornaba con turquesas incrustadas en forma de halcón, representando al dios Horus, protector del faraón. A su vez, el Nemes típico que cubría su cabeza, hecho de hilos de oro, reflejaba los rasgos nacarados que la luna le enviaba sin cesar. En su frente se alzaba la doble cobra real, con sus afilados colmillos amenazando siempre al aire. Cualquiera que lo observara con cierto detenimiento habría podido descubrir que exhibía un aire de fatua suficiencia.

Amhai le había dicho que en el lugar al que iban había, ya en construcción, una tumba para él, y junto a ésta, otras cuatro, más pequeñas, en cuyas entradas habíanse tallado las cabezas de los cuatro hijos de Horus. También le aseguró que todas estarían terminadas mucho antes de que él mismo viviera atormentado por los achaques de la senectud, si es que llegaba a ésta, y ya no podía seguir siendo su amigo y consejero. Allí se encontraban presentes Duamutef, representado por la cabeza de un chacal; Kebehsenuf, por una cabeza de halcón; Hapi, con la de un mono, y por fin Amset, con la cabeza humana. Eran los mismos que iban a guardar, en su interior y bajo la forma de vasos cánopes, las vísceras del hijo de Ra.

En su liberada imaginación —que ahora transitaba por esa indeterminada frontera etérea en la que nada es concreto y todo es incierto—, se formaba una imagen de un pequeño mundo perfecto y seguro en el que él reinaría como un auténtico faraón al mejor estilo de los antiguos señores tradicionalmente coronados con la doble corona, roja y blanca, del Alto y del Bajo Egipto. Ignoraba aún cuánto camino y cuántas privaciones habría de superar antes de llegar a la ciudad del hijo de Amón, como se llamaba el pequeño reino que esperaba su llegada.

A su alrededor —mientras imitaba los gestos untuosos y a la vez seguros de su fiel visir—, sólo el aire frío de la noche lo rozaba. Todos dormitaban, esperanzados, soñando con el día siguiente, en el que podrían llenar sus estómagos vacíos y sangrantes de alimento, y también con sus corazones plenos de nerviosa alegría. Una vez más, creían en un futuro que se presentaba más real, cobrando por fin forma y figura.

El tañido del tambor de piel de dromedario había cesado hacía rato a bordo de cada buque, y los cansados remeros, apoyando sus cabezas sobre los remos, dormían cubiertos por gruesas capas de lana; pero lo hacían igual que un montón de muertos desmadejados. Un mar de brazos, piernas y cabezas afeitadas, a modo de pueblo diminuto y entretejido, se ofrecía a quien descendía hasta la cubierta en la que se encontraban las bancadas de los remeros.

La capital de Saba, con sus altas torres vivienda de ventanas pintadas en blanco impoluto y con terrazas almenadas, se recortaba contra el amanecer anaranjado que abría paso tímidamente entre los riscos del horizonte, alumbrándola con su luz dorada. Las murallas, fortificadas con numerosas torreones, se dejaban ver como un mundo protegido de las arenas del desierto. Éstas eran siempre su más persistente enemigo, sobre todo cuando soplaba el viento con fuerza, de mayo a septiembre, en la temporada de las tormentas de arena.

Una gran puerta —compuesta de dos enormes hojas de madera reforzada con colosales clavos de bronce bajo una gran arcada de piedra— indicaba a los viajeros dónde se ubicaba la entrada principal de la ciudad, en la que se decía que era imposible entrar subrepticiamente. Sobre sus almenas, los centinelas —dotados con cascos de cuero provistos de bandas de hierro, además de armaduras ligeras— anunciaban su llegada corriendo de un lado a otro del fortificado muro, gritando a los que se hallaban en lo alto de los cubos de adobe que eran los grandes torreones.

Un chirrido como el quejido de un torturado recorrió estridente el aire del amanecer, cuando las dos hojas de madera se separaron franqueando el paso a los recién llegados. Los estandartes de los hombres de armas que les daban escolta, a modo de salvoconducto, habían abierto las puertas de la gran ciudad sin ninguna dilación.

Amhai y Nebej, que conocían ciudades grandiosas, extensas e impresionantes, quedaron, a pesar de esto, realmente atónitos ante la deslumbrante visión que se ofrecía a sus ojos, como una flor del desierto mimada por los dioses.

En el interior de la capital bullía la vida. Allí había miles y miles de hombres y mujeres de todas las edades, así como muchos niños. Todos se movían sin prisa por sus estrechas calles, sombrías, protegidas por la sombra de las altas edificaciones, cuyas paredes desnudas estaban salpicadas de cagadas de moscas. No faltaban los harapientos mendigos y los roedores, éstos paseándose a sus anchas entre las cagadas que dejaban las incontables cabras. El día anterior habían degollado en la plaza principal a cuatro hombres acusados de perturbar la paz del rey.

A modo de agradable contraste, las mujeres de alto nivel económico olían a ámbar gris y a almizcle. Carros cargados de frutas, penosamente tirados por asnos o muías, transportaban sus mercancías por Balkis, en la que abundaban las pequeñas tiendas de telas, especias —en especia la pimienta—, joyas y artesanía de las más diversas. Muchos de esos establecimientos eran propiedad de los ladinos comerciantes persas. Dos veces por semana se celebraba un mercado donde prácticamente se vendía de todo, desde peces raros a tapices de Chipre bordados en oro. Además, se veían camellos transportando hielo.

Era aquella, en resumen, una ciudad rica en la que sus habitantes compraban y vendían —como en la antigua Sybarys— lo mejor que cada navío llevaba en sus bodegas hasta su árida costa. La capital se alzaba a medio
iteru
de ésta, impidiendo así un posible ataque frontal de sus enemigos desde el mar.

Los recién llegados pudieron ver también muchos guerreros sobre caballos, que relinchaban y caracoleaban, con el emblema del rey. Exhibían vistosas armaduras y aferraban sus lanzas, vigilantes, protegiéndose con sus escudos redondos.

Al pasar por delante del patio de uno de los acuartelamientos, los exilados egipcios pudieron observar con admiración mal disimulada la extraordinaria precisión que lograban los especialistas de la honda. Estos eran capaces de colocar cada proyectil en una línea tan recta y exacta como la misma hilada de un albañil, y dar casi siempre en unos blancos representados por las cabezas de unos monigotes blancos.

En otro cuartel de la capital, los hombres de armas afilaban sus espadas utilizando pedernales. También allí, los arqueros hacían prácticas. Usaban una protección de cuero colocada alrededor de su antebrazo izquierdo. Sus flechas, adornadas con plumas de ganso, zumbaban en el aire antes de hacer diana en unos montones de paja que se incendiaban al instante porque aquéllas ya salían en llamas. Habían sido impregnadas con azufre, cal viva y aceite; todo mezclado con estopa. Otros hacían blanco en el círculo negro pintado en trapos que estaban clavados en pacas de paja. Amhai se preguntó si los soldados del monarca de Saba se estaban preparando para una inminente batalla.

Capítulo 18

Tras los espesos palmerales

M
ojtar, al mejor estilo del legendario detective Hércules Poirot, se dedicó a entablar conversaciones superficiales para, posteriormente, dejar caer alguna de sus hábiles preguntas. Había llegado hasta un punto donde el retorno ya no era posible. Con los datos que le fueron aportando unos y otros, en aquella perdida aldea de chozas de adobe, fue configurando una idea de qué era lo que podía estar sucediendo.

Resultaba harto evidente su error inicial al considerar de alguna importancia la muerte de Mustafá El Zarwi —exceptuando el valor propio que cada vida posee, claro está—. Pero en aquel caso, que se iba enmarañando a medida que avanzaba en su hipotético esclarecimiento como la más pura de las contradicciones, carecía de auténtico peso específico.

Los «fugitivos» —tal como él mismo los clasificaba, o «ellos», para simplificarlos aún más— eran la clave, o la poseían; de eso ya no tenía la menor duda. Ahora debía localizarlos para interrogarlos en firme, cuestión ésta que no iba a resultar nada sencilla dado el preocupante cariz que estaban tomando los acontecimientos.

Uno de los jóvenes de la aldea, sin duda más locuaz que el resto de sus amigos y convecinos, le había descrito con abundantes detalles, aunque de manera un tanto histriónica, cómo se los habían llevado los paramilitares. Sabía por su boca que eran dos hombres, uno alto y otro grueso. Además, había una mujer blanca, muy bella y alta, muy alta.

Asimismo, el joven y harto expresivo
fellah
le había descrito a toda una tropa en lugar de los nueve captores que se habían lanzado en persecución de «ellos». El comisario dedujo enseguida que no eran miembros del Ejército regular egipcio quienes los perseguían, sino simples mercenarios vendidos a la mejor oferta económica, por lo que debían de haber sido un número reducido y sumamente eficaz, gente capaz de pasar desapercibida la mayor parte del tiempo.

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