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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (35 page)

Así las cosas, poco o nada teníamos que ver con la estereotipada imagen que los nativos guardan en sus retinas de los viajeros occidentales, siempre cargados con sus equipos fotográficos, ataviados con prendas livianas de color arenoso o beige. Nosotros sólo éramos unos supervivientes sin nada de valor encima.

A lo lejos, divisamos por fin un signo de «civilización» pasado de moda… Era una miserable barca de madera vacía, con aguda falta de pintura en su viejo casco, y en torno a ella oímos unos escandalosos chapoteos. Pronto comprobamos que se debían a los juegos de algunos chavales bañándose alrededor de la lastimosa embarcación, cosa que nos devolvió la esperanza en nosotros mismos.

—¡Allí, allí hay niños! —exclamé con inusitada energía, dadas las circunstancias—. ¿Los veis? —Señalé con el brazo extendido al frente, a mi izquierda, ansioso como estaba por llegar—. Seguro que cerca hay alguna casa de adobe o chozas donde esos críos vivirán con sus padres.

Krastiva y Klug asintieron vehementemente moviendo la cabeza.

Movidos por una repentina acumulación de fuerza, aceleramos el paso cuanto pudimos, gastando nuestras exiguas energías en un postrer intento de alcanzar aquel objetivo. Como torpes robots de juguete japonés con la pila casi consumida, nos balanceamos por la tierra echando nuestros cuerpos hacia delante, siempre con la anhelante mirada fija al frente, intentando descubrir alguna agrupación de casuchas, chozas, o lo que fuese aquello donde vivieran seres humanos. Había que comer algo y beber, sobre todo beber. Mi boca se me antojaba de cartón reseco, usado y pegado, literalmente abrasado por el calor del astro rey, y los labios, de agrietados como se encontraban, me dolían lo suyo. Necesitábamos con urgencia agua potable para nuestras resecas gargantas, aunque siempre en dosis lentas, bien administradas, con calma, poco a poco…

Mis compañeros de aventura soportaban estoicamente el castigo impuesto por la cruel naturaleza del desierto. Los tres avanzamos como buenamente pudimos, a trompicones. Una vez más, volvíamos a renacer.

Capítulo 17

Un rito inmemorial

N
ebej, literalmente seducido por una intensa emoción que apenas podía contener, comenzó a situar velones en triángulo, uniendo con cera roja sus tres puntos. Así, trazó signos secretos de antiguos grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra, uno en cada ángulo interior, con la sangre que brotaba de su muñeca izquierda. Con el mismo puñal de oro que había usado para rasgarse la piel y cortar la vena de su muñeca izquierda, dibujó sobre su pecho el signo de Amón-Ra. La sangre brotó caliente, resbalando por su piel, emborronando el legendario emblema, y dándole ahora una siniestra apariencia.

Cerró sus ojos, alzó la cabeza —cubierta por un velo blanco— y pronunció el encantamiento previsto para la liturgia de aquel ritual. Su voz sonó diferente, ronca, rota, como si dos hombres hablasen a la vez invocando a poderes situados más allá de lo normal.

Amhai, en pie, frente a él, fascinado por un profundo y respetuoso temor reverencial, observaba la lenta transformación que Nebej experimentaba. El joven inexperto y temeroso mutaba para siempre en un hombre fuerte, pleno de sabiduría y poder.

Una extraordinaria luz rojiza, totalmente sanguínea, invadió la amplia estancia, bañando con su resplandor a los dos hombres. Todo pareció cobrar un tinte rojo. Era idéntico a como el de un rubí sangre de pichón cuando la luz del sol penetra en él, descubriendo todo su esplendor.

Un sonido, estruendoso como el susurro de muchas voces, pareció silbar dentro de la cámara de la birreme. Lo mismo que si alguien quisiera tocar sus cuerpos. A continuación, una brisa, espesa y fría, los rozó a ambos, y poco después desapareció, junto con la extraña luz roja, para devolver su apariencia habitual al habitáculo de Amhai. Los signos secretos habían sido borrados, y también las líneas de cera roja. A su vez, los velones se habían consumido por completo. No quedaba rastro alguno de que allí se hubiese celebrado el asombroso ritual de Amón-Ra.

Afuera, los tripulantes del navío almirante y su pasaje, con Kemoh a la cabeza, se habían congregado alrededor de la cámara central ocupada por el visir, atraídos por el suave resplandor rojizo que escapaba a través de las rendijas de la puerta. Temían un suceso infrecuente, incontrolable en sí, pero no se atrevieron a actuar en ningún momento. Apenas medio contenido de su reloj de arena había durado aquel rito que se le había antojado al faraón no coronado una centuria.

Nebej, acompañado de Amhai, salió al exterior, a la cubierta principal del buque, donde se habían reunido, en apretado montón, marineros, oficiales, soldados, remeros y pasajeros, todos expectantes, ansiosos por saber qué portentoso hecho ocurría allí dentro.

—Tranquilizaos, amigos… —dijo el visir con voz suave pero firme a un tiempo—. Sólo se trata de un ritual secreto y milenario que convierte a un simple sacerdote, por joven que éste sea, en el gran sumo sacerdote de Amón-Ra. El es ahora. —Señaló a Nebej que, impasible el ademán, permanecía detrás, con el índice derecho bien recto— el representante máximo de Amón-Ra. Su poder nos ayudará a llegar a nuestro destino, para de esta forma cumplir con la misión de mantener vivos a los dioses de nuestros antepasados. Rendid homenaje de respeto al gran sumo sacerdote de Amón-Ra. —Dio ejemplo al arrodillarse ceremoniosamente ante Nebej, cuyo rostro se mostraba hierático.

Todos los presentes, sin excepción posible, se colocaron de rodillas y con la cabeza baja, ya calmados sus nervios. Reconocían así la suprema autoridad de Nebej respecto al culto sagrado de Amón-Ra.

Por toda respuesta, el joven acólito de Imhab avanzó solemnemente entre los presentes que fueron apartándose abriendo pasillo hasta la borda exterior. Una vez allí, alzó bruscamente los brazos y pronunció con voz recia tres palabras en la lengua de los egipcios:


¡Ilmen-Re Sefej Gereh!
[12]

Como por arte de magia, un viento frío y poderoso —surgido de improviso de la misma oscuridad de la noche— comenzó a dispersar la penetrante niebla que todo lo envolvía hasta entonces, retirándose lejos ante la contundente orden del nuevo gran sumo sacerdote e Amón-Ra.

Se escuchó un murmullo de asombro general.

Fríos jirones rozaron los rostros, pálidos a causa del temor mórbido creado por el prodigio efectuado por Nebej, como si de espíritus expulsados de la niebla se trataran. Los ojos de los allí reunidos comenzaron a ver en el joven sacerdote a un poderoso mago cuyo poder, transferido fehacientemente por el propio Amón-Ra, parecía ser capaz de protegerlos en aquella situación tan delicada para su seguridad en el mar.

—Capitán —le habló Amhai al oído, ya que estaba situado tras él—, ordena que los remeros ocupen sus puestos y que los marineros suelten las velas. Hemos de aprovechar este momento para llegar a la costa y reaprovisionarnos de todo lo necesario. Ahora el ánimo está alto.

El mando naval —un hombre de rostro rubicundo, irascible— volvió la cabeza y asintió en silencio. Acto seguido empezó a gritar órdenes perentorias a diestro y siniestro, movilizando a la marinería y los remeros. Los navíos, como aves que se desperezan moviendo sus remos igual que alas, rasgaron con los largos espolones de sus proas las gélidas aguas para acortar distancias entre ellos y la costa de otro de los reinos más enigmáticos de Oriente.

Los cansados rostros de los cientos de hombres y mujeres que surcaban el gran mar en busca de una tierra nueva que los acogiera en su seno, denotaban en sus miradas un nuevo brillo de esperanza; tenían una confianza renovada en su incierto futuro, pero que ahora creían poder domeñar.

El chapoteo de los pesados remos al hundirse en el agua y el gorjeo de las aguas al apartarse susurraban un encantamiento que adormecía en sus rincones a los amontonados pasajeros. Éstos se cubrían con grandes lienzos de tela en las cubiertas inferiores, como una preciosa mercancía importada de Egipto, y cuando los espolones de sus birremes ya tenían bien enfilado el rumbo a la tierra de los sátrapas. Mientras, el llanto de alguna mujer, agotada por la larga e incómoda travesía, se dejaba oír de vez en cuando igual que el sollozo de un niño implorando un largo descanso. Por lo demás, había demasiados pasajeros con la cara pálida y los ojos exangües, al límite de su resistencia física.

En la nave capitana, Kemoh, que veía desarrollarse un nuevo mundo ante él, trataba de animarlos a todos con su regia presencia y voces de aliento. Cada suceso, cada palabra era vital, pues al igual que Nebej, él era una especie de faraón neófito a quien no se respetaba por sí mismo, sino porque era uno de los símbolos sagrados de los hijos de Ra y debía recordarlo.

Kemoh envidiaba la nueva situación del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y su estatus sobrenatural, capaz de obrar prodigios como el de la niebla que antes ahogaba los ánimos de todos. Sabía que a él, como faraón, le quedaba aún un largo camino por recorrer. Se consoló pensando que a su lado estaba siempre Amhai, que era quien verdaderamente gobernaba en su lugar. Había sido su tutor, su guardián y su visir, todo en uno. Temblaba ante su presencia cuando era un niño, pero había sembrado en su mente y en su corazón una semilla poderosa que aún estaba germinando. Debía tener paciencia.

Un viento suave hinchó la vela, ayudando, en su desesperado esfuerzo, a los fuertes brazos que movían los grandes remos de cada birreme. A través de las aberturas rectangulares practicadas en los costados del casco de cada navío, y por los cuales asomaban los largos y pesados remos de madera, los galeotes observaban el nuevo mundo que se ofrecía a sus enrojecidos sus ojos. Apenas era un trozo de mar cortado por el horizonte.

Sus poderosos brazos manejaban con soltura los remos al ritmo del capataz que lo marcaba golpeando con su mazo la superficie de un tambor de piel de dromedario. Ninguno de ellos era esclavo o prisionero de guerra, como era habitual en otros tiempos. Por el contrario, todos eran soldados que ocupaban las bancadas, rindiendo así un servicio especial a su idolatrado faraón.

El ruido de los cuatro tambores —como el rugido que sale de las entrañas de idéntico número de viejos leones— retumbaba en la soledad fría y oscura, rasgando el negro manto de la noche que atravesaban los barcos. En cada cubierta superior, bajo la principal, casi dos centenares de hombres y mujeres hacinados intentaban dormir mecidos por el balanceo del barco. Soñaban con una tierra, con un mundo nuevo, entre el ronco ruido de los remos al moverse de forma acompasada.

La ronca voz del vigía apostado en lo más alto del único mástil quebró la monótona sintonía, anunciando al fin la proximidad de la costa. Una gran convulsión se produjo tras el anuncio. Los aturdidos y adormilados ocupantes de la cubierta intermedia se lanzaron a una alocada carrera, escaleras arriba, en apretado tropel. Ante ellos se abría una puerta, una entrada a la tierra tantas veces soñada.

Apelotonados en la proa de los navíos, todos miraban con admiración y esperanza el borde recortado de los pequeños acantilados que, como guardianes de largas playas de arenas blancas que se extendían a sus pies, se alzaban sombríos. La luna bañaba los riscos, rodeándolos de una aureola dorada que los iluminaba suavemente.

A medida que se fueron acercando, los diminutos puntos que se movían en la playa fueron cobrando forma humana y los colores de sus ropajes comenzaron a hacerse visibles.

—Hay un retén de guardia —dijo Amhai en voz baja y clara—. Nos esperaban…

Kemoh se turbó ante la idea de que el poderoso enemigo romano pudiera conocer la situación de su flotilla. Su visir detectó al instante ese nerviosismo.

—¡Oh! No temas, señor, que son soldados del rey de Saba —aclaró enseguida, tranquilizándolo. Su tono firme era alentador.

El imberbe faraón frunció el ceño, aún dubitativo.

—¿Cómo podían saber…?

El fiel visir sonrió comprensivamente.

—Cuando zarpamos, envié dos halcones con mensajes para el rey y para el grupo de mercaderes con el que tratábamos antes de nuestro forzado exilio. Ellos importaban, para nosotros, las materias primas necesarias para efectuar nuestros ritos y construir nuestras casas, también tejidos, piedras preciosas y marfil.

—Así es como hemos conseguido nuestra fortuna.

—Sí, por supuesto que sí, señor… Antes, todos los faraones extraían sus riquezas, en forma de oro, de las ricas minas de Nubia y Kus. Los tiempos nos han obligado a considerar soluciones alternativas.

Kemoh sonrió satisfecho.

—No sé qué haría sin ti, Amhai —le dijo en tono muy afectuoso, posando luego su mano derecha sobre el hombro de él.

—Algún día no estaré a tu lado, mi señor… Es ley de vida. —Su rostro se ensombreció—. Espero que entonces recuerdes mis consejos, y también que uses sabiamente los recursos que poseerás. Tengo la esperanza de que hayan aumentado lo suficiente como para no depender de fuentes externas. —Suspiró hondo.

—Tendremos que vivir como topos —dedujo Kemoh, pronunciando las palabras con evidente tristeza.

—En realidad, no —dijo Amhai con una sonrisa—. Te diré que el lugar al que nos dirigimos es como un pequeño vergel, aislado del mundo. No puedo adelantarte más, las paredes oyen… —Lanzó a éstas una mirada cautelosa.

—¿Crees que puede haber espías a bordo? —preguntó el faraón, incómodo.

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