El laberinto prohibido (39 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

—Nuestras cosas están aquí —susurró el anticuario con el corazón en un puño. Las señalaba con una mano diestra poco firme y a todas luces renuente.

—Calla o nos descubrirán… Échate al suelo. Seguro que nos dispararán, y no quiero que te den un tiro en la cabeza.

Ella se escurrió en el asiento hasta no ser visible desde afuera y pidió que no eligieran aquel todoterreno para perseguir a Alex Craxell; porque seguro que lo harían pronto, claro. Dos hombres entraron en el vehículo contiguo al suyo y encendieron el motor, que gruñó agradecido por estar activo una vez más, para salir disparado en dirección al lugar donde algo extraño, no controlado aún por ellos, había brillado con cierta intensidad.

El resto de los mercenarios, prismáticos en mano, oteaba la árida lejanía rojiza escrutándola con toda atención, tratando de ver quién había causado aquellos repentinos reflejos. En ese momento, la rusa encendió el motor y salió del círculo del campamento en un ángulo de 90 grados con respecto del jeep que iba en dirección al trozo de metal bruñido, para adentrarse en el desierto a toda velocidad.

—¡Sí! —gritó a pleno pulmón la intrépida conductora cuando se vio fuera de la zona mercenaria. Era una forma como otra cualquiera de soltar tanta tensión acumulada en pocas horas, pero yo creo que lo hizo con una nota de pánico en la voz.

Alertados por el ruido del motor y el áspero patinar de los neumáticos, que aplastaban la arena con toda su potencia, los paramilitares se volvieron a un tiempo con expresión de no creerse lo que estaba sucediendo delante mismo de sus enrojecidas narices. El efecto sorpresa fue tal que, como yo había calculado, permitió ganar unos valiosos segundos al vehículo donde iban mis nuevos amigos.

Los mercenarios gritaron a coro. Aquellos hijos de la grandísima puta le pidieron al conductor del jeep que volviese, sorprendidos de que alguno del grupo, sin orden previa del jefe, tomase uno de los vehículos por su cuenta y riesgo para ir en una dirección en la que, al menos en apariencia, nada había.

Pasados los primeros momentos de estupor, la sorpresa inicial dio paso a la comprensión en las mentes de los indeseables. Acababan de engañarlos para sustraerles un medio de transporte de la forma más rápida, algo impensable, nunca previsto en su detallada planificación.

El todoterreno que hábilmente conducía Krastiva pasó junto a mí, que frente a la nube de polvo alzaba la mano ante su proximidad. Entonces la turbadora eslava abrió la puerta del asiento del copiloto y, sin pensármelo dos veces, me introduje en el jeep cerrando de golpe la puerta.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó ella, eufórica.

—Esto no ha hecho más que empezar. Cambia de dirección. —Le pedí con el semblante muy serio—. Ve en paralelo al Nilo, hacia el sur. Ya lo cruzaremos en algún punto alejado de aquí. No pierdas nunca la concentración. ¡Y no me mires el careto ni un momento! Tú, a lo tuyo. Mira siempre en dirección al frente.

A pesar de todo, Krastiva me miró sólo un instante y una sonrisa irónica cruzó como una centella sus labios.

—¡Señor, sí señor! —exclamó divertida, imitando el estilo de un recluta de los marines—. Allá vamos, «mi sargento»… —dijo después en plan grandilocuente—. En serio. ¿Sabes? Hemos tenido mucha suerte. Ahí detrás. —Señaló, volviendo algo la cabeza— tenemos todas nuestras cosas y parte de las de «ellos» —Recalcó esta última palabra y luego sonrió satisfecha con la victoria hermoseando su cara, en la que ahora brillaban, con más intensidad si cabe, sus pupilas verde esmeralda.

—No cantemos victoria aún, preciosa —le dije en tono tajante—. Creo que nos perseguirán, y va a ser difícil despegarnos de ellos.

Una sensación de miedo y emoción invadía mi cuerpo, en el que la adrenalina debía encontrarse en niveles realmente insospechados. Me estrujaba la mente para obtener un medio de escape; pero, obviamente, ignoraba que la naturaleza iba a acudir en nuestro auxilio de forma tan generosa como inesperada en aquella movida tarde, y todo gracias al mayor contraste térmico registrado entre la árida superficie y las capas altas de la atmósfera.

Notamos que una brisa suave fue barriendo, como un oleaje, las superficies de las dunas. Fue cobrando más y más fuerza, hasta convertirse en una tormenta de arena en toda regla que arrastró toneladas de ella por el aire, dispersándolas en granos que, como diminutos proyectiles, formaron muy pronto una inmensa y espesa nube. Nosotros, maravillados por una casualidad tan natural, y excitados como nunca —aunque aquello iba a empobrecer aún más la escuálida agricultura y ganadería de la zona—, continuamos avanzando impertérritos, temiendo sólo el ser enterrados bajo las masas arenosas que ahora flotaban sobre el jeep que habíamos requisado. Los granitos de arena golpeaban el cristal delantero del vehículo con un ruido amenazante y repetido, repiqueteando peligrosamente como si, en un lenguaje sordo, exigieran el poder entrar a invadir nuestro pequeño habitáculo rodante. En ese estado de cosas, nos olvidamos momentáneamente de nuestros perseguidores, decididos como estábamos a aumentar la distancia que nos separaba de ellos con el terror pintado en nuestras caras.

La arena silbaba rayando los cristales como aristas de diamantes. Se escuchaba el tremendo ulular del viento, y también se podía captar el choque de unas partículas de arena lanzadas unas contra otras, a velocidades impensables, hasta que no lo ves con tus propios ojos y las sientes en la piel igual que una colosal lijadora.

Ante nuestros asombrados ojos se alzaban grandes masas de aire revuelto, la cuales transportaban en completo desorden enormes cantidades de partículas de arena en suspensión. Además, la visibilidad empezó a reducirse considerablemente en medio de aquellos remolinos de color rojizo.

Miré de soslayo a la fotografa rusa, y entonces noté un orgullo especial, una sensación, mezcla de ternura y admiración, que hacía mucho tiempo que no sentía por una representante del mal llamado «sexo débil». Las manos de Krastiva, delicadas y finas, sostenían sin embargo con singular firmeza el círculo del volante, sin perder en ningún momento el control del todoterreno en el que casi volábamos sobre el desierto. Mi mayor temor era que nos despeñáramos, pendiente abajo, por una de las dunas más altas y volcásemos, quedando enterrados sin remedio bajo la arena del interminable Sahara.

Afortunadamente, el fortísimo viento fue cambiado de dirección y, poco a poco, su furia arrasadora acabó cediendo hasta levantar tan solo pequeñas nubes de arena que se iban posando aquí y allá. El mítico dios Eolo iba creando caprichosas dunas donde antes no había nada. Cuando hubo cesado toda actividad ventosa digna de mención, nuestra conductora frenó y, vencida por la tremenda tensión, apoyó su preciosa cabeza sobre el volante. Casi al momento, dejó escapar un largo suspiro de alivio que todos los demás compartimos.

Su sugerente pecho ascendía y descendía en una alocada respiración, lógico producto de la alucinante experiencia vivida. Después la Iganov sollozó apartándose el pelo de la cara, y yo la dejé que se desahogara como era debido.

Abrí la puerta y de pie, sobre el estribo, miré en todas las direcciones para cerciorarme de que no seguíamos en peligro. No vi nada, sólo montañas de arena, unas más grandes, otras más pequeñas; cientos de ellas, nos rodeaban. Éramos como un escarabajo en medio de la inmensidad de la más aplastante nada. Nadie nos habría podido seguir en medio de una tormenta de arena como la que acabábamos de superar.

—Estamos solos, lo cual es siempre de agradecer, y más en estas circunstancias. —Suspiré con fuerza, profundamente aliviado tras mi comprobación visual.

—No debemos confiarnos. Ellos pueden aparecer de pronto y sorprendernos así, embobados con nuestro éxito —terció la rusa, escéptica.

—Primero deberíamos confirmar dónde nos encontramos… Con tanta vuelta, podemos hallarnos en cualquier parte —añadió Klug, que parecía ir cobrando valor y ser poseedor de una mente lógica, mucho más práctica de lo que aparentaba en El Cairo.

—Claro que sí —se limitó a decir Krastiva.

Agarré mi añorada bolsa, que descansaba junto al austríaco, sobre dos petates, y saqué de un bolsillo interior una brújula. Sobre mi mano, la aguja tembló perceptiblemente hasta señalar el norte.

—Estamos bastante alejados del punto de origen, al suroeste respecto al Nilo… Hemos seguido una línea diagonal entre el río y nuestro punto de partida.

—Entonces hay que volver a retomar el rumbo —opinó el anticuario vienés.

—Sí, de acuerdo… Pero dime ahora… ¿Hacia dónde vamos? —pregunté ansioso.

—Tú diriges… —aseguró enseguida mi orondo interlocutor, aunque capté al segundo que lo hizo con cierto sabor amargo en sus palabras.

Resoplé con ganas y, ya decidido a todo, me encaré frente a él con el ceño muy fruncido y un regusto amargo en la boca.

—Mira, Klug… Te lo digo de hombre a hombre. No juegues más conmigo. No me toques más los cojones, tío —le advertí en tono muy áspero—. Te lo digo muy en serio… Todavía no sé qué diablos hago aquí, contigo y con esta rusa tan guapa. —Ella me devolvió el piropo con una fugaz sonrisa comprensiva—. Hace tiempo que sospecho que sabes mucho más, pero que mucho más de lo que nos dices. Y te recuerdo que nos jugamos la vida; no sólo tú, sino los tres. ¿Comprendes…? —Él, nervioso, asintió dos veces en silencio. Yo, por mi parte, me sentía impulsado, a partes iguales diría, por mi propia ira y frustración—. Los tres nos la estamos jugando y dos de nosotros aún no sabemos muy bien por qué… Si tienes algo que decir. —Lo miré con extraordinaria fijeza, duramente, intentando intimidarle—, éste es precisamente el momento. Dilo de una puta vez, y no me cabrees más ya… Desembucha toda la verdad. —En mi tono se mezclaban ahora el desafío y la súplica—. ¿Quién eres en realidad?

—¿Quieres toda la verdad? —contestó Isengard, jactancioso por momentos, sin comprometerse aún.

—¿Tú que crees? —alegué indignado—. Si empiezas a contarme algo que…

—¡Déjale hablar de una vez! —me cortó en seco la señorita Iganov.

—¡Vale, vale! —exclamé con cierto desdén—. Soy todo oídos —añadí en plan conciliador, pero con mi índice derecho algo tembloroso.

Capítulo 20

En la corte de Saba

U
n nutrido grupo de jinetes, al mando de su emperifollado oficial —cuya armadura recordaba la de inspiración griega que lucían los tribunos romanos—, relevó a los lanceros que los acompañaban desde su desembarco en la playa.

—Me llamo Ijmeí. —Se presentó respetuosamente—. Soy el jefe de la Guardia Real de su majestad Soram V. Seguidme, y os llevaré ante su augusta presencia.

Nebej y Amhai le correspondieron al unísono con una reverente inclinación, y siguieron obedientemente al bello alazán que el militar sabeo montaba con mucho estilo.

En su recorrido por las calles principales de la ciudad observaron pequeños palacetes adornados de altas palmeras y coquetos jardines extraordinariamente cuidados; sin duda costosos de mantener. En Balkis abundaba el marfil, que aparecía en haces de colmillos a las puertas de muchas de las tiendas como reclamo para posibles acaudalados compradores.

—Nuestra ciudad, es una ciudad de comerciantes, y mercaderes. No somos una potencia militar, aunque tenemos nuestro ejército bien preparado, y tampoco nos encontramos ubicados en una posición estratégica. —El oficial se enorgullecía al hablar de las excelencias de Balkis—. Por nuestra propia seguridad, tenemos un pacto con los romanos —admitió con voz fría y altanera—. Nosotros les pagamos un tributo, bastante alto por cierto, y ellos no se inmiscuyen en nuestros asuntos —añadió en tono de marcado desprecio.

Un repentino escalofrío recorrió de repente la columna vertebral de Amhai y también la de Nebej. No les agradaba nada la compañía de aquel hombre de rostro arrogante. ¿Estarían siendo conducidos a una trampa? Quizás quisieran congraciarse con Justiniano, vendiéndolos vilmente al emperador romano de Oriente.

Los dos se miraron con el temor reflejado en sus ojos. Ellos eran egipcios, los últimos de su raza. Si eran exterminados, Egipto yacería en el olvido para siempre.

El sol comenzaba a calentar las fachadas de los edificios de adobe y basalto, salpicados de pequeñas ventanas, y las gentes de la ciudad iban perdiéndose en el interior de los abigarrados bloques de casas, tan altos que sobresalían por encima de las torres de la muralla, orgullosos de unas dimensiones que parecían rozar el cielo mismo, como míticas torres de Babel. En el centro neurálgico de la ciudad había un espacio enorme y cuadrangular, bordeado de pequeños arcos, y en cuyo centro se abría un gran estanque de agua en el que flotaban los nenúfares. Aparecía rodeado de macizos de flores de llamativos colores.

Al fondo de la ciudad, más allá de las estrechas calles llenas de misterios, un palacio, compuesto de cuatro grandes torres cuadradas unidas por gruesos muros, y al que se accedía a través de una larga y ancha escalinata de piedra, se erguía allí, poderoso y robusto. Todo él aparecía pintado con vivos colores, representando escenas de guerra al modo de unos egipcios cuyo arte, resultaba evidente, les había influenciado mucho. Las puertas, hechas en su totalidad de bronce, permanecían abiertas, y tras descabalgar, el numeroso grupo ascendió parsimoniosamente las escaleras y fue adentrándose en el interior del palacio.

Un gran patio se abría dentro de éste, rodeado de columnas y recubierto de verde césped. Pequeños surtidores de agua salían de diversas esculturas romanas, todas situadas en sus cuatro ángulos. En su centro mismo, una gran estatua de una diosa desconocida reinaba en aquel pedazo de paraíso.

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