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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (38 page)

—Despacio, despacio —pronunció en breve inglés el de expresión jovial que atendía a Krastiva, quien tragaba el agua en grandes sorbos, con preocupante ansiedad.

Cuando los cuencos se vaciaron, ellos pasaron un trapo sobre las gotas que quedaban en el fondo de cada cuenco y nos mojaron los labios con mucho cuidado. Lo cierto es que aquello me dolía. Varias grietas verticales me surcaban dolorosamente mientras los músculos de mis piernas, rígidos como se encontraban, se negaban aún a responder, fríos, insensibles. La vista se me nublaba y otro tanto le sucedía a la rusa, que ahora tan solo era un remedo de sí misma. Klug estaba más inconsciente que consciente de lo que pasaba alrededor. Me pareció que su siempre tensa y redonda barriga caía fláccida, como la joroba de un dromedario vacía.

Los salvadores pasaron nuestros brazos por sus hombros, y casi cargando con nosotros nos ayudaron a continuar, pacientemente, pasito a pasito, hasta recorrer los apenas ciento cincuenta metros que nos separaban del olvidado poblado. Los niños de éste, que habían presenciado la escena desde su privilegiada atalaya, nadaron hasta la orilla del Nilo, seguidos por uno de ellos que remaba a bordo de la barca, para no perderse nuestra entrada en el conglomerado de chozas de adobe.

Aquella espalda ancha y fibrosa en la que descansaba mi brazo izquierdo, a modo de muleta, me hizo sentir como un tullido. Agradecido por el generoso ofrecimiento de aquel muchacho que se cubría con una amarillenta túnica por toda prenda y sonreía para animarme con el único «idioma» que parecía saber y el más universal, el de la mímica. Su pelo desprendía un olor a tierra y humo, muy característico en los
fellahs
. Todo en él era fibra y músculo bien definido. También el de los otros dos, a pesar de que uno tenía el pelo casi blanco.

Ellos nos guiaron hasta una de las chozas que rodeaban un pequeño espacio circular de tierra aplastada, hecho con tierra y arena mezcladas. Sentados ante las puertas de paja, varios hombres y mujeres, todos vestidos con túnicas de colores, nos miraban como a unos bichos raros salidos de las profundidades saharianas.

Los niños se agolparon a nuestro alrededor riendo y saltando, y tocándonos en un juego de inocentes provocaciones que les divertía sobremanera. El que me acompañaba a mi los espantó con un gesto evidente de su mano que los revoltosos chavales entendieron, y de ese modo se mantuvieron a prudente distancia.

Dentro de la cabaña donde nos buscaron refugio hacía una fresca y agradable temperatura, resultando más espaciosa de lo que a simple vista parecía desde afuera. Apilados contra las paredes, vi los aperos de labranza que parecían sacados de un museo de la Baja Edad Media, y también algunas viejas cacerolas descascarilladas y requemadas a causa del uso.

El suelo estaba cubierto de alfombras de vistosos dibujos geométricos de colores, y contrastaba vivamente con las sombras que convertían la pieza en un lugar oscuro y fresco, un oasis en medio de aquella árida soledad. Varios colchones, forrados de telas, tejidas sin duda por las ágiles y hábiles manos de las mujeres de la aldea, señalaban el lugar donde dormían sus inquilinos.

Nos sentamos en aquellos rústicos colchones y nos ofrecieron ropas secas y limpias. El que ayudaba a Krastiva nos hablaba en correcto inglés, traduciendo lo que, entre sonrisas y gestos amables, se decían entre ellos, siempre en su lengua. Digamos que en sus bocas sonaba como el canto ligero de un ave, con suaves matices que la hacían agradable al oído.

Sin duda era un dialecto del árabe que yo no conocía. Conocí la lengua sagrada del Islam en Barcelona cuando un inmigrante, a cambio de unos cientos de euros, se ofreció a enseñarme. No fue fácil, dado que aprendí antes a escribirla que a hablarla, pero el tunecino en cuestión resultó ser un maestro muy paciente y eficaz, además de agradecido, por lo cual acabé poseyendo un buen nivel tras dos meses de clases intensivas. Esta variante del árabe poseía una fonética más suave; sonaba cristalina, y fluía de las gargantas de esos
fellahs
con total nitidez.

Dos mujeres de ojos oscuros y profundos, con el pelo negro y brillante sobresaliendo por el pañuelo que lo cubría pudorosamente, nos trajeron frutas variadas en unos cuencos de madera. Lo cierto es que las devoramos con más bien pocos buenos modales. El hambre, en toda la extensión de tan dramática palabra, dominaba nuestras mentes. A pesar de lo cual, ellas continuaron sonriendo comprensivas, mostrándonos unos dientes blancos que semejaban marfil pulido.

De tanto andar por el desierto, luchando con aquella fina arena que se colaba dentro del calzado y nos rozaba los pies, teníamos parte de éstos ya en carne viva. Necesitábamos con urgencia unas vendas de colino para aliviarnos. Aquellas solícitas féminas parecían saber lo que pensábamos, pues en unos pocos minutos habían tratado con mimo nuestros pies hasta dejarlos más o menos bien.

En el ínterin, notamos que el calor respetaba aquel espacio cubierto sin atreverse a penetrar en él, y al poco tiempo sentimos que nuestros cuerpos se relajaban agradeciendo el descanso, la curación y el alimento. A pesar de ello, calculé que nuestra estadía en aquella choza de adobe tenía los minutos contados, más aún cuando empezábamos a tener señales de pulgas en brazos y piernas.

Nos miramos todos, ya más calmados. Los tres presentábamos un aspecto lamentable, pero habíamos conseguido sobrevivir, y eso era lo más importante, lo único en que debíamos pensar. Aquellas benditas mujeres comenzaron a desprendernos de nuestras ropas para vestirnos con las túnicas y sandalias que nos habían ofrecido. La rusa, sin pudor alguno, dadas las extremas circunstancias en que vivíamos, se despojó de sus ya harapientas prendas enseñando una escultural anatomía que me dejó atónito y, tras asearse superficialmente, se embutió en una túnica de color vino que le dio un toque oriental y misterioso. Yo creo que todavía estaba más guapa. Se escarbó el pelo, del que cayeron trozos de tierra e incontables granos de arena, y una de las nativas le ofreció un cepillo hecho con púas de hueso. Krastiva, con una gracia exquisita, cepilló enérgicamente su cabello, que en pocos minutos fue recuperando gran parte de su volumen hasta empequeñecer el óvalo de su maravilloso rostro.

—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo porque comprometemos a estas buenas gentes y puede sucederles algo desagradable —avisé a mis compañeros—. Esta vez puede que no tengan tanta consideración con ellos, si nos localizan, y podéis estar seguros de que lo harán.

—Es cierto. Ya tenemos lo imprescindible, como agua y frutas y ropas nuevas y limpias. Vayámonos de aquí lo antes posible. Yo lo haría en cuanto recuperemos el aliento. —Me apoyó la fotografa.

—Pero… ¿hacia dónde? —inquirió Isengard con amargura. Se le veía anímicamente derrotado, pues presentaba una cara contraída, gris—. Hemos de retomar el rumbo, sí, pero con calma, sin precipitarnos.

—Allí afuera, a unos doscientos metros, hay un grupo de militares blancos. Quizás ellos puedan ayudaros —nos informó el muchacho que hablaba inglés y que decía llamarse Jafet-Alí.

Los tres nos miramos alarmados y, sin hablar una sola palabra, nos incorporamos como nos fue posible. Después atendimos al joven con evidentes muestras de preocupación. Eran ellos, seguro que sí, pero aún no debían habernos localizado.

Me encaré decidido hacia nuestro ángel de la guarda, cogiéndole de los antebrazos en plan de lo más amistoso.

—Jafet-Alí, no podemos explicártelo ahora, pero es de suma importancia que esos militares no sepan que estamos aquí… Son mercenarios… ¿Comprendes? —Trataba de hacerme entender, aunque sin alarmarlo demasiado—. Nosotros nos vamos ahora mismo, y no hemos estado nunca aquí… ¿De acuerdo? —le dije en mi mejor inglés, y que él captó en los matices fundamentales, afirmando enseguida con la cabeza.

Acto seguido él les comunicó algo en su extraña y exótica lengua a los que se hallaban con nosotros en la cabaña y éstos desaparecieron en cuestión de muy pocos segundos.

—Les he dicho que esos hombres son peligrosos y que no les deben hablar de vosotros, que os vais ahora y que no nos atacarán… ¿No lo harán, verdad? —preguntó el joven
fellah
con toda la ingenuidad del mundo, intentando hacerse el inocente.

—Los llevaremos lejos de aquí. Descuida, que nos las arreglaremos. —Le tranquilicé, aun sin saber todavía qué diablos íbamos a hacer ni tampoco cómo.

Jafet-Alí, nos guió entre las palmeras y con unos prismáticos viejos nos indicó la situación de nuestros perseguidores.

—Allí. —Señaló con su índice derecho, pasándome a continuación los prismáticos—. ¿Los veis? —Estos pesaban como si fuesen de hierro, y eran enormes, pero cumplían bien su función delatando, en una distancia de seguridad, la presencia de aquellos peligrosos mercenarios.

—Si pudiésemos acercarnos —comenté entre dientes—, recuperaríamos nuestro equipo fotográfico y mi ordenador, y también mi bolsa… No sé… quizás si… —Hasta yo mismo estaba asombrado de mi suicida audacia, pero sentía una rabia interior que me empujaba a dar una lección a los mercenarios contratados por no se sabía qué poder aún en la sombra…

Miré a mis dos compañeros como si fuera un líder iluminado. Sus ojos lo decían todo, sobre lo que pensaban de mi alocado y precipitado plan, pues ya se veían maniatados de nuevo con aquellas esposas que cortaban la piel y en poder de los duros paramilitares al acabar en un fracaso. Pero sobraban las palabras para los valientes, y el ataque era la mejor opción. Ese precisamente era uno de los momentos en que había que tomar una decisión en firme, ahora desde la puerta de la choza, y dejar el miedo aparcado. Antes de lo que podía esperar, ellos accedieron en silencio, afirmando a la vez con sus cabezas.

—Vosotros dos. —Me dirigí a la Iganov y a Isengard con voz imperiosa— os arrastraréis por el lado de los jeeps y os apoderaréis del equipo. Entre tanto, yo los despistaré y me los llevaré tras de mí.

—Pueden matarte —me previno Krastiva—. Son muchos y están armados hasta los dientes —insistió con firmeza.

Todavía no sé por qué, sería tal vez por la tensión que iba acumulando, pero el caso es que solté una risa demasiado despectiva.

—¿No lo entiendes todavía? —inquirí agresivo.

—¿El qué…? Dímelo ya —replicó ella haciendo una mueca—. Dímelo tú que siempre parece que lo sabes todo… —insistió ella, enfadada de veras.

—Que si no vamos a por el equipo no tenemos ninguna opción, ya que sin ordenador no puedo calcular el punto de entrada. Fíjate si me es indispensable… ¿Entiendes ahora, guapa? —La repentina ira me hizo subir el tono de voz más de lo debido—. Además, tengo en mi bolsa absolutamente todo lo que preciso, notas, la pieza… —Noté que la sangre se me subía a la cabeza del cabreo que me dominaba por momentos.

Hubo un oportuno silencio, muy cargado aún de tensiones internas, pero que sirvió para templar gaitas.

—Vale, lo que tú digas —repuso ella, ya más tranquila—. Comprendo que es nuestra única alternativa en ese sentido.

—¡Vamos allá, amigos! —exclamé enseguida—. Disculpa mis modales. —Le guiñé un ojo a la rusa en plan conciliador—, pero la ansiedad que siento por recuperar lo mío de manos de esos indeseables es superior a mis fuerzas.

—Olvídalo ya, que todos estamos como motos —dijo ella, haciendo a continuación un gracioso mohín.

Era un cielo de mujer. ¿Dónde había estado antes, que yo no la había visto en tantos y tantos viajes por tres continentes?

Reptando como cobras viejas de la familia
elapidae
, Krastiva y Klug —éste arrastraba su panza dejando un profundo surco en la arena, pues «braceaba» como una rana— fueron sorteando, medio cubiertos de arena y como topos, unas dunas que no tenían el gran tamaño de las del interior del desierto. Lentos, con el miedo atenazando sus gargantas y luchando por que la maldita arena no les entrara en los ojos, acortaron distancias. Se acercaron por el lado en que los todoterrenos formaban una especie de muro de metal, y bajo los chasis ahora podían ver las piernas cruzadas de los mercenarios y parte de su tronco. Mis camaradas de aventura procuraron ir en línea con las gruesas ruedas de los jeeps, para que no los pudiesen detectar. Después se quedaron quietos a una prudente distancia, como petrificados, esperando acontecimientos.

Yo, por mi parte, hice otro tanto, pero en dirección opuesta al campamento de los paramilitares. Extraje de entre la túnica que me habían puesto aquellas caritativas mujeres un trozo de metal semioxidado que había recogido del suelo, en la cabaña, y lo froté con la tela de mi nuevo vestuario a lo Lawrence de Arabia hasta que una parte empezó a brillar. Luego lo cubrí con un brazo para evitar ser localizado antes de tiempo, situándolo de tal manera que el sol no incidiese sobre él hasta pasados entre tres y cuatro minutos. Ése era el tiempo que necesitaba para andar por la arena en dirección al interior del desierto donde el germano y la eslava debían recogerme, si ello era posible, tras «requisar» uno de los jeeps.

Repté con todas mis energías, empeñado en el esfuerzo, avanzando en zigzag, y cuando estuve en lo que consideré una posición segura, me volví para ver si el viejo truco funcionaba correctamente. El sol, imperturbable, continuó su ruta en el cielo y sus rayos, tal como había previsto, incidieron con suficiente intensidad sobre el trozo de metal hasta producir intensos destellos que fueron enseguida captados desde el improvisado campamento mercenario.

La alarma cundió inmediatamente entre los uniformados y, como si de un regalo divino se tratara, comenzaron a moverse y a organizarse para dar caza a quien había producido aquellos reflejos, sin duda involuntarios. En buena lógica, no podían pensar otra cosa.

En medio de la pequeña confusión creada por ásperas órdenes, en el ir y venir de aquellos paramilitares, que se armaban y aprestaban para la caza de los fugitivos, unas manos, delicadas y ágiles, abrieron la puerta del lado del conductor de uno de los todoterrenos. Después una silueta femenina se introdujo con asombrosa flexibilidad en él.

«Tiene los ovarios bien puestos, sí señor. Con una mujer así yo me voy al fin del mundo», pensé admirado.

En el costado del volante pendían las preciadas llaves, una de ellas introducida ya en el contacto del motor.

Krastiva le hizo una seña a Klug frunciendo mucho la frente, y entonces éste se metió en la parte trasera del jeep, por la otra puerta. Dos bultos, uno negro y el otro gris, destacaban contra los petates de camuflaje marrón y
beige
típicos de los militares.

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