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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (37 page)

Cuando acabó los interrogatorios de aquellas humildes gentes, marcó con su móvil el número de la oficina del quinto distrito policial del El Cairo y habló con uno de sus subordinados. Le dio a éste instrucciones muy precisas en cuanto a cómo actuar. A su vez, comprendió que en modo alguno podía continuar en solitario con aquella misión. La situación se iba haciendo más y más peligrosa, e iba a necesitar ayuda de la «caballería» en cualquier momento.

Sintiendo prisa y un irrefrenable impulso, echó a correr ante la mirada de los perplejos aldeanos, que lo observaban en todo momento con gran curiosidad. Entró en su coche a velocidad de vértigo, igual que si fuera un experto ladrón de la carretera, y lo puso en marcha mientras con la otra mano libre se abrochaba el cinturón de seguridad. El viejo vehículo no se quejó, como si deseara participar en aquella aventura que los arrastraba a ambos en una dirección ignorada, casi a ciegas. Salió a toda pastilla, tras las huellas de los mercenarios y siguiendo la dirección indicada por su mejor confidente. Dejó atrás una nube de polvo y el espectacular chirrido de los neumáticos.

La vieja suspensión del automóvil comenzó a dar muestras de su desgaste haciendo traquetear a su ocupante, casi como si se hallara en el interior de una batidora; es que Mojtar lo obligaba a saltar sobre el terreno pedregoso, salpicado de vez en cuando de pequeñas dunas que procuraba sortear serpenteando hábilmente entre ellas. El sol calentaba ya, aumentando la temperatura hasta hacer difícil sobrellevarla. Sentía la camisa pegada al respaldo del asiento, y la transpiración iba en aumento, llegando a empapar el pantalón, el calzoncillo y hasta los calcetines. Venía un día muy duro de calor y de arena en suspensión.

—Quizás sería mejor dar un pequeño rodeo… Si regresan por aquí, puedo verme en serias dificultades con esa gentuza tan armada —razonó en voz alta, echando el cuerpo hacia delante y escudriñando con ansia aquel horizonte casi totalmente plano.

Pero en su fuero interno estaba satisfecho. Se acercaba al meollo de aquel maldito asunto que le robaba horas de sueño como ningún otro caso en sus largos años de policía, y eso le iba a presentar ante su tiránico superior como un funcionario eficiente que no necesitaba de su apoyo para resolverlo todo satisfactoriamente. Por un instante, sopesó la publicidad que aquello podría reportarle, pero torció el gesto, contrariado, al pensar en su careto apareciendo en la prensa con profusión de imágenes y el cerdo de su superior junto a él, apuntándose la mayor parte de la gloria por lo conseguido sin dejar un minuto su amplio y bien refrigerado despacho, y encima estrechándole la mano con obligada sonrisa de dentífrico.

Dos mundos se le ofrecían a El Kadem como puertas a universos paralelos. A su derecha, la inmensidad del desierto rojizo, y un mar de luces y sombras, capaz de tragarse para siempre largas caravanas y hasta ejércitos enteros. Y a su izquierda, las aguas, silentes y tranquilas, del hermoso Nilo, en cuyas márgenes eclosionaba la naturaleza con una explosión de lujuriante verdor, desafiando a las arenas muertas del gigantesco Sahara.

El comisario era consciente de que, de un modo paulatino, se iba acercando a la comprensión del caso, más que a su resolución. Pero precisamente era esto lo que le producía una satisfacción intelectual, intensa y placentera.

Recordó que cuando era niño, como muchos otros en su querido país, soñaba despierto con descubrir un gran templo egipcio cubierto por las arenas que el tiempo había ido depositando sobre él, o en su defecto, la tumba de un gran faraón, aún desconocida, en cuya cámara mortuoria se acumularan enormes riquezas sin explotar entre muebles dorados y vasijas de oro y lapislázuli. Sonrió con ironía al rememorar todo ello.

Luego, al ir creciendo, la dureza de la vida había relegado al olvido sus infantiles ilusiones y también las de la pubertad, ocupando su lugar todo un elenco de preocupaciones propias de su edad y profesión. Sin embargo, ahora sus ilusiones cobraban nuevas formas, como si de nuevo saliesen a flote aquellos sueños alimentados por la casualidad.

¿Qué podía mover a tantos hombres y, además, tan peligrosos a perseguir a tres individuos por todo lo ancho y largo de su extenso país? No creía en modo alguno que se tratase de una pieza antigua. No, en modo alguno podía ser eso. Aquello era algo mucho más importante, sorprendente en sí… Pero… ¿qué podía ser? Se devanó los sesos pensando. «¿La situación de una tumba nueva? Sí, eso sí podría ser, claro que sí… ¡Una tumba! ¿Cómo no me he dado cuenta antes?» Sus ojos brillaron con el reflejo del oro al crear en su mente la imagen de un faraón descansando en el interior de su sarcófago de oro, rodeado de sus fabulosos tesoros en el viaje al más allá, a la espera de convertirse en el descubrimiento del nuevo siglo, del tercer milenio ya en curso para toda la humanidad. Una cosa así era una motivación lo suficientemente fuerte como para emplearse muy a fondo en su búsqueda, incluso justificaría la contratación de un nutrido grupo de mercenarios de élite.

El terreno se iba allanando progresivamente, permitiéndole rodar a su veterano coche con mayor comodidad y a buena velocidad de crucero.

Hacía años que Mojtar El Kadem había sucumbido al fatal aburrimiento propio de su trabajo, al tedio diario que apenas le producía momentos en que pudiese sentirse auténticamente útil a su patria.

Contemplando el relieve de la pequeña aldea de
fellahs
que ya se podía observar con nitidez en la lejanía, pensó en la intemporalidad de algunas cosas. Aquellas cabañas de adobe podrían ser las que dieran cobijo a egipcios que vivieran en épocas bien distintas, lejanas en el tiempo. El paisaje, como una película a cámara lenta, iba pasando a medida que rodaba sobre la arena.

Se pasó los dedos por entre los rizos negros de su cabeza, como solía hacer cuando le daba vueltas, a veces demasiadas, a un asunto. Lo hizo en varias ocasiones seguidas, de forma automática, como un hábito adquirido inconscientemente. Su padre solía hacerlo cuando se encontraba en medio de una situación apurada, y él lo había heredado quizás a fuerza de verlo tanto.

El Nilo, una ancha franja de plata líquida adornada por millones de destellos de color acero, discurría tranquilo y silencioso a su lado, fertilizando sus márgenes, bañando con su energía vivificadora la abundante vegetación de su orilla oriental. El guiaba, con su curvilíneo y alargado cuerpo de serpiente, al solitario conductor como la mejor brújula. Siguiendo visualmente su curso, nadie se podía perder jamás.

Al fondo, tras los espesos palmerales, vio montañas de roca pelada que se erguían poderosas, amenazantes, contrastando con su color arenoso a la vista de quien estuviera dispuesto a admirarlo con calma.

Mojtar echó mano a la botella de agua que se mecía al vaivén que el automóvil producía sobre el asiento del copiloto, y luego dejó que su recalentado contenido resbalase generosamente por su sedienta garganta. Fue frenando hasta que el «viejo león» del asfalto —como él llamaba a su coche— quedó a la altura de tres grandes palmeras que, como titanes de una mítica leyenda, se alzaban ante él a modo de frontera natural.

Salió del vehículo, y se dirigió con paso decidido hasta la agrupación de casas de adobe y paja que se amontonaban en la orilla occidental, donde la arena reinaba sin rival a la vista. Sólo aquellas tres palmeras habían resistido el ataque de unas arenas invasoras que, implacables en su continuo movimiento cuando soplaba el viento con fuerza, se tragaban cuanto encontraban a su paso.

Dos rostros oscuros, de ojos grandes y sorprendidos, lo observaban desde hacía rato; en realidad desde que se había acercado a la aldea, tiempo antes de aparcar el «viejo león».

Los niños, siempre más atrevidos que nadie a causa de su inocente deseo de romper la monotonía cotidiana, corrieron en tropel hacia él saltando alrededor, esperando algún regalo, o quizás una pequeña propina que les permitiese adquirir algunas golosinas.

El comisario era un hombre bonachón y muy niñero, por lo que en poco tiempo se ganó la confianza de aquellos muchachuelos con las monedas que llevaba en su manoseada cartera. Eran, sin duda alguna, la mejor y más fiable fuente de información de la que se puede «beber» en sentido figurado, pues carecen de intereses egoístas que estorben su habla, invariablemente franca y sincera.

Pronto supo que cerca de allí habían acampado, ya sin sus prisioneros, unos mercenarios armados hasta los dientes. Por ello dedujo al instante que los «fugitivos» habían logrado escurrirse entre sus manos de alguna insólita forma. Los niños le contaron también —agregando, eso sí, algunos ingredientes de su propia cosecha— cómo se produjo la espantada posterior de los paramilitares ante la sorpresa general de la aldea.

Mojtar, tras librarse del «asedio» de sus improvisados admiradores infantiles, dio unos pasos separándose del reducido núcleo habitado para poder analizar con calma los valiosos datos que le acababan de proporcionar.

Después, más relajado, rescató de entre la ardiente arena una ramita olvidada, reseca y semienterrada, y con ella marcó en el suelo la ubicación aproximada de la aldea de la que provenían los secuestrados y la de la población rural en que se encontraba ahora. Hábilmente dedujo que para escapar de sus captores, «ellos» no habían tenido más alternativa que adentrarse en el desierto, dibujando así un imaginario triángulo equilátero. Con estos datos, ahora confirmados, la pregunta que surgía era clara: ¿hacia dónde se dirigían ahora?

De nuevo marcó la arena con la ramita. Acto seguido trazó líneas correspondientes a las posibles direcciones en que «ellos» podrían haber huido.

«Hacia el norte, no, desde luego que no. Eso sería retroceder… No, claro que no… Es evidente que tienen prisa. Van derechos hacia el desierto… Pero adentrarse más no… Aparte del serio riesgo físico que ello conlleva, es que no tiene ningún objeto. Sólo queda el mar», dedujo mentalmente por lógica eliminación de alternativas posibles.

Más tarde hizo un surco más profundo que los anteriores, convencido de que al fin estaba tras la pista correcta. Se estrujó el cerebro como pocas veces en su profesión mientras encendía un pitillo tras otro. Era un fumador compulsivo, aunque el humo, gracias a su nicotina, le ayudaba a pensar con mayor precisión.

«Si yo fuese 'ellos', me guiaría por el Nilo. Seguiría en paralelo a él, pero sin salir de entre las dunas. Son el mejor camuflaje que se puede encontrar por aquí. Es que es perfecto para huir. Además, por ahí no hay vehículo todoterreno que pueda pasar». Sin embargo, una repentina sensación de temor le invadió, impidiéndole mirar a todos lados. Si él había llegado a aquella equilibrada conclusión, sus perseguidores, los de «ellos», también habrían llegado a lo mismo que él; sobre todo teniendo en cuenta su indudable carácter pseudomilitar. Probablemente, habían seguido el rastro en más de una ocasión a posibles «objetivos» a eliminar para sus acaudalados clientes.

Mojtar se serenó más pensando que los mercenarios ignoraban su presencia, incluso su existencia. ¿Cómo iban a saber de él? Con grandes zancadas y tras emborronar con sus pies el dibujo trazado sobre la arena con la ramita, se dirigió a su automóvil y lo puso en marcha con nerviosismo.

—Esto empieza a parecerse al París-Dakar. —Rió abiertamente tras hablar en voz alta, calculando luego que ya estaban implicados en la persecución al menos cuatro vehículos, tres jeeps y su «viejo león».

No esperaba llegar el primero a la «meta» en aquella inaudita carrera tras el rastro de seres humanos. Algo le decía que los mercenarios estaban sobre la pista de «ellos» desde hada horas, y su olfato de sabueso profesional nunca le fallaba…

Por otra parte, «ellos» no eran tantos. Si habían logrado escabullirse del control de los mercenarios, es que sabían protegerse. Como consecuencia de ello, también serían capaces de camuflarse mejor. ¡Si al menos supiera lo que buscaban esos dos hombres y la bella mujer!

Nada hacía pensar a Mojtar que fuese a suceder algo fuera de lo habitual. El sol seguía su curso diario en la cúpula celeste. El Nilo se derramaba sobre su propio curso, y lo hacía con una silente suavidad. Y el follaje de los campos de maíz y caña de azúcar contrastaba con las altas y espigadas palmeras, pues éstas lucían en todo su esplendor esmeralda, rebelándose contra la muerte que presentaba el desierto en su agobiante avance.

El comisario vio al fin una abigarrada silueta en la que se apiñaban, como niños asustados, una decena de chozas de adobe de techo plano cubierto de paja. Aquello se recortó como sombra creciente en la cercanía, entre palmeras y rocas que emergían de la misma tierra, agrietándolas como pétreos icebergs surgidos de las entrañas del Nilo.

Capítulo 19

La tormenta de arena


U
n poco más… un poco más y… —arengué con voz entrecortada a mi reducidísima «tropa», despegando a duras penas mis resecos labios y temiendo que la piel, unida como por un pegamento potente, me impidiese volver a hacerlo.

Lo mismo que en una película de zombis, con sus brazos colgando fláccidos, inertes, trastabillando, dando pasos de muerto, vi que el austríaco estaba a punto de plantar sus pies en el suelo para echar raíces y no separarse nunca de la tierra madre. Su voluminosa humanidad avanzaba impulsándose con su peso echado, ora hacia delante, ora hacia atrás. En medio de ese balanceo de péndulo, que anunciaba el inminente final del anticuario, debieron avistarnos desde el poblado porque tres hombres, dos de ellos jóvenes, echaron a andar en dirección a nosotros con la agilidad propia del gamo acostumbrado a moverse con extraordinaria rapidez. Al llegar a nuestro lado, cada uno nos sujetó por un brazo y con la otra mano libre nos acercaron unos cuencos de barro llenos de agua. Ésta resbaló en el interior de nuestras gargantas como cuando se cuela a través de una sonora cañería, sin degustarla, a borbotones.

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