El laberinto prohibido (59 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

Los cinco hombres y la rusa nos aprestamos al trabajo para sacar de sus encajaduras los tres escarabeos. Cuando Scarelli y Krastiva estuvieron a la altura conveniente, abarcaron con una mano el escarabeo de piedra y me miraron esperando órdenes. Yo, que había sido el primero en dar ejemplo, levanté la cabeza en señal de máxima concentración.

En aquel extraño lugar, situados a tantos metros de profundidad, pudo sentirse una gélida tensión.

—Bien, ha llegado el momento cumbre —les advertí—. Cuando yo diga ahora, tiraremos hacia afuera… ¿De acuerdo? Así que todos atentos a mi voz de mando…

Los otros dos asintieron mostrando la gravedad de sus rostros.

Roytrand, Olaza y Delan sostenían las linternas desde abajo. Estas «miraban» a unos escarabeos que parecían formar parte de la estructura de las imágenes. Mientras tanto, Isengard y el «osado» Jean Pierre, sin nada que hacer en esos momentos, eran como auténticos convidados de piedra.

—¡Ahora! —grité dispuesto a todo.

Krastiva, Scarelli y yo tiramos con fuerza, y los escarabeos se desprendieron sin dificultad, dejando un negro agujero donde habían estado antes. Nada pareció cambiar, pero pasados unos instantes las estatuas emitieron por fin un característico sonido de piedra al deslizarse sobre otra piedra, y de esta forma comenzaron a girar.

Ante nuestros asombrados ojos, el suelo se dividió en dos grandes placas de piedra que se separaron con lentitud, a la vez que el conjunto escultórico comenzaba a hundirse. Bajo aquéllas, una luz anaranjada brillaba siniestramente, como si las llamas del averno le esperasen a uno para atraparlo con su mortal abrazo.

Delan saltó hacia adelante y se quedó con la espalda pegada a las piernas de Osiris, junto a Rotyrand y a mí mismo. El improvisado montacargas se paró justo a mitad de camino, ante una rampa de suave pendiente que descendía hasta internarse en un túnel de boca negra, amenazante y tétrica.

—No hay otra opción a la vista. Por fuerza hemos de bajar por aquí. —Señalé la rampa con el índice derecho bien estirado.

Cautelosos como letales cobras negras en su aproximación a una presunta víctima, fuimos abandonando en fila de a uno la protección de los dioses «paganos» para avanzar luego por la pendiente. Una extraña niebla, espesa y blanquecina, como de película de terror de bajo presupuesto, flotaba en torno a nosotros, impidiéndonos ver nada que no fuese la rampa o la misma boca del túnel.

Observando los tensos rostros de mis acompañantes, intenté tranquilizarlos con una explicación coherente.

—Estamos a muchos metros bajo tierra, y por eso es posible que haya agua en evaporación —expliqué tranquilamente—. Ella causaría ese incordio de niebla, que no es sino el vapor de la condensación.

Por fortuna, la rampa era una ancha línea que atravesaba la espesa nube de vapor. De otra forma, hubiéramos podido caer con facilidad a un insoldable vacío. Así las cosas, de nuevo intentamos penetrar con los haces de nuestras linternas la entrada del túnel para introducirnos en él con mayor seguridad.

Me sorprendía sobremanera que bajo el árido desierto del Sahara hubiera espacios tan inmensos, abovedados de tal forma por la naturaleza que el formidable techo no se veía desde abajo.

Como con tanto esfuerzo físico y la tensión generada por aquel asombroso lugar comenzábamos a sentirnos cansados, monseñor Scarelli le indicó Olaza que era mejor hacer un alto, comer algo de lo que llevábamos y dormir unas horas por turnos. El camino iba a ser muy largo y difícil, por lo que necesitaríamos de toda nuestra capacidad mental, de todos los reflejos, para superar las pruebas que con seguridad aún nos esperaban…

Lo mismo que en un gran tablero de la oca, íbamos pasando de una casilla a otra; no sin arriesgarnos a no volver a empezar, sino a morir como los dos guardias suizos que ahora yacían, en medio de impresionantes charcos de sangre, sobre el frío suelo de piedra arenisca del primer túnel. Jamás olvidaríamos esa tragedia si lográbamos salir indemnes de aquella extraordinaria aventura.

En esta ocasión, las paredes de roca viva no presentaban pinturas, ni escritura que nos guiara; tan solo nuestra percepción personal nos iba a ayudar. Klug, que no demostraba ningún tipo de miedo, avanzaba ahora como líder natural del grupo, siempre en cabeza.

Percibí el detalle de que se movía como pez en el agua. Era como si todo aquello que descubríamos fuese su casa, a la que retornaba tras mucho tiempo. ¿Qué otra sorpresa nos tenía preparada?

Es más, al mirarlo con más atención noté que su pesada humanidad había disminuido. Su silueta, antes oronda, se perfilaba ahora más alargada. El ejercicio y la tensión habían «desinflado» un tanto a nuestro buda particular. El suelo, terroso y seco, impregnaba con su polvo nuestras botas. Caminábamos muy atentos por el centro del nuevo túnel, evitando las afiladas aristas de las paredes.

Al cabo de exactamente hora y media de caminata, llegamos a un espacio amplio, con abundantes piedras que separaban la salida de nuestro túnel de una altísima pared que se perdía en las alturas y que estaba agujereada como una esponja de mar. Semejaba haber sido horadada por un sinfín de hormigas que se hubieran instalado en sus paredes.

Capítulo 32

Los hombres de «la cara quemada»

E
l suelo de la sabana trepidaba bajo el galope de las grandes manadas de animales salvajes que se desplazaban en grupos, atravesándola. Levantaban polvaredas tan altas que resultaban visibles a casi dos
iterus
de distancia. Además, el poderoso rugido de los leones y las escenas de caza de éstos tras hermosos ejemplares de cebras rayadas blancas y negras, captaban toda la atención de los egipcios, poco o nada acostumbrados a este tipo de espectaculares visiones de la naturaleza en estado puro, totalmente libre de intromisiones humanas.

La heterogénea caravana avanzaba despacio, retando el poder de un sol que, poderoso, se alzaba en su punto más álgido.

Los expedicionarios deseaban disfrutar de aquel verdor de las copas de los árboles, los cuales extendían sus ramas como brazos protectores, ofreciendo su sombra, a modo de refugio, a los pobladores de las llanuras africanas. Estas aparecían salpicadas de grandes charcas de agua de lluvia donde los animales saciaban su sed, y que ahora se presentaban entre ellos como oasis en medio de la desolación natural de tan bello paisaje.

Aquel día, al caer las tinieblas de la noche —cuando el
Ka
de los muertos sale de las tumbas para vagar por entre los vivos y lleva la sustancia espiritual de las ofrendas—, entre risas y estentóreas voces que anunciaban cosas nuevas, pero también entre bufidos de cansancio y quejidos de brazos fatigados, los viajeros levantaron un campamento en dos grandes círculos concéntricos. Así, intercalaron las fogatas que, como luces fatuas, desprendían chispas de sus crujientes maderas, las que los antiguos creían que eran las almas de amigos muertos que se acercaban a los vivos para protegerlos de las bestias en medio de la noche.

Corrió generosamente el vino para calmar el dolor de sus agarrotadas piernas. No tardó en estimular la imaginación de los contadores de fantasías que transportaban a los demás a otros mundos. Al tiempo, las notas musicales de diversos instrumentos de viento y cuerda flotaban en el aire, llenando con sus melodías los oídos de quien quisiera escucharlas.

Las danzas de «los caras quemadas» —tal como los antiguos griegos llamaban a los etíopes— amenizaron las horas frías de la oscuridad nocturna y elevaron al aire sus privilegiadas voces. Ellos y ellas bailaron desinhibidos alrededor de las altas fogatas, conjurando a los cielos abiertos que eran suavemente bañados por el resplandor de la luna.

Nebej cerró los ojos, tendido sobre su esterilla cubierta de piel de cebra y viajó hasta su amada ciudad-templo de Amón-Ra para rememorar con nostalgia otros tiempos y otros lugares. En el ínterin, el ruido del campamento se fue atenuando, como alejándose, hasta hacerse imperceptible.

Se encontraba en el templo de Amón-Ra, junto a su amado mentor, Imhab, que cada día pensaba en él y en si su misión habría tenido el éxito deseado. Podía sobrevolar con los ojos cerrados, con el «cuerpo» de su mente, las altas azoteas del palacio-templo donde Imhab ejercía su sacerdocio con excepcional maestría, donde se despidió de él con la misma ternura que un padre. También veía el ir y venir de los numerosos sacerdotes que lo habitaban, así como el fluir de los canales artificiales que llevan el agua desde las entrañas mismas de la tierra hasta cada vivienda.

Esa noche añoraba como nunca el calor de sus hermanos, la luz que reverberaba en las paredes de piedra pulida de la caverna natural en la que habitaban, su ciudad-templo de Amón-Ra.

Imhab decía que en tiempos remotos, cuyo recuerdo se pierde en el devenir del ayer, una masa de agua inimaginable cubrió el mundo para castigar a unas civilizaciones impías que adoraban a demonios. Y creía que la, ahora, caverna en la que se hallaba ubicada la ciudad-templo, estuvo llena de aquellas aguas de amarga procedencia; y también que, como un desagüe de proporciones colosales, sirvió para vaciar el mundo del líquido elemento que, al llegar al núcleo ardiente del planeta, se evaporó retornando a su lugar de origen, para quedar allí, encerrado tras divinas compuertas, en espera de ser usadas de nuevo en caso necesario. Aquella teoría de Imhab siempre le había impresionado. Además, las preguntas sin respuesta seguían ahí.

¿Por qué castigaron los dioses al mundo?

¿Qué dios hizo aquello tan impresionante?

El gran sumo sacerdote Imhab no pronunciaba nunca el nombre del que él llamaba, «el Dios mayor». Quizás era por temor a ofenderlo…

El caso es que Nebej, en su melancólica memoria, se sentía como si aún viviese en el hogar de su vida, en el mundo seguro que él amaba y extrañaba cada día. Lo sentía allí también, en aquel rincón olvidado, donde las tierras húmedas y verdes de la sabana van perdiendo la eterna batalla contra las arenas calcinadas del desierto; donde grandes lenguas de arenas anaranjadas y rojizas cubren toda señal posible de vida. Allí precisamente comenzaba la verdadera aventura para los axumitas, los jóvenes de ambos sexos que los acompañaban, quienes soñaban despiertos con ver el mar en primer lugar. Ansiaban la contemplación de un desierto de aguas poderosas que no de arena, donde los hombres flotaban en naves que, como colosales cisnes, las surcaban en busca de otras tierras, de otros tesoros inimaginables que hallar.

El viento transportaba granos de arena seca que se pegaban a las mucosas de las narices, anchas y negras, de los descendientes de los Noba que llegaron del centro de África para instalarse en Kush, la Nubia Alta.

Inquietos sobre sus sillas, los jóvenes que habían dejado atrás la ciudad de Axum se removían girando sus cráneos redondos llenos de curiosidad. Todo llamaba su atención.

Un mundo nuevo se abría ante ellos. Allí morían sus sueños, pero era para dar a luz una realidad superior.

El suelo se secó por completo y la arena, como si el polvo del tiempo fuera, se alzó entre los cascos de los caballos, de los dromedarios, que apresuraron su marcha, molestos por la alta temperatura que debían soportar.

Pequeños amontonamientos de arena iban dejando paso a auténticas dunas que hubieron de sortear como el muro infranqueable de un gran laberinto ardiente; hasta que al fin una ancha franja azul oscuro se delineó en el lejano horizonte, contra el cual se recortaban las frágiles siluetas de cien tiendas de campaña instaladas en dos círculos concéntricos.

La visión del campamento egipcio se fue ensanchando a medida que se acercaban a él, y al fin, a pocos codos reales, aquellos hombres de «la cara quemada», los jóvenes de la candace Amanikende, última representante de una dinastía que competía con la Historia por vencer al tiempo, pudieron contemplar atónitos la inmensidad del Mar Rojo.

Aquello fue algo que realmente superó sus sueños más audaces.

A la entrada del campamento de los egipcios, una figura de oro que arrancaba llamativos destellos al sol mismo y que se encontraba rodeada de una numerosa guardia armada, alzó su mano. Nebej levantó su diestra con la palma dirigida hacia el cielo, como hacía el faraón Kemoh, a modo de saludo de bienvenida, y entonces un estentóreo grito de alegría fue coreado por sus hombres y los del campamento base.

—Sé bienvenido, hijo de Amón —le saludó hierático Kemoh, cada día más metido en su papel de conductor supremo—. Veo que los dioses te han prestado atención y has llevado a cabo con éxito la misión que te encomendé.

Kemoh deseaba abrazarlo, pues únicamente en él, y en su visir Amhai, podía confiar ciegamente. Se contuvo a tiempo, porque sólo ante ellos, en privado, le era posible mostrarse como el hombre mortal que era, casi de igual a igual.

Ahora, en público, ante cientos de pares de ojos, era el hijo de Ra. El era el protegido de Horus.

La fiesta fue grande en el campamento, pues los nubios se mezclaban con los egipcios con absoluta espontaneidad, para interrogarse, primero con la mirada y luego con interminables diálogos, para unirse pronto en una comunión que les convertiría en un solo pueblo.

—Infórmame, por favor, hijo de Amón —solicitó de él Amhai—. ¿Es la candace Amanikende favorable, como creo, a que nos instalemos en las antiguas ciudades meroítas? —inquirió con una sonrisa.

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