—«Confía en Nut y pide a Isis sus alas para que sobre ellas puedas pasar». Miré a las dos paredes recubiertas de escritura, y ahora me fijé en un punto en el que unos agujeros cuadrados, a lo largo de ambas, en hilera, desentonaban lo suyo con el resto. Allí no había ninguna figura, ningún jeroglífico. Aquello era muy extraño…
Me acerqué con mucha cautela y presioné suavemente la pintura que representaba a Isis. Más confiado, apreté, pero no sucedió nada. Noté hasta qué punto tenía sudor en las axilas.
Klug, por su parte, extendió los brazos y las puntas de sus dedos quedaron a escaso centímetros de ambas paredes. Lo observamos sin entender nada.
—Hay que presionar sobre Isis y sobre Geb, dios de la tierra —explicó con actitud enigmática—. Sólo así aparecerían las alas de Isis. Pero yo no llego…
Sin pedir permiso al cardenal y menos al jefe de sus «gorilas», extendí mis brazos y ahora sí, las yemas de todos los dedos tocaron holgadamente ambas figuras. Presioné con fuerza.
De cada agujero salió una barra de bronce, hasta encajar con asombrosa precisión en el de la pared opuesta. Llevaban labradas las alas de Isis. Hubo entre nosotros un silencio glacial, repentinamente roto por el austríaco.
—¡Subid sobre ellas! ¡Rápido! —gritó fuera de sí. Presentaba los mismos ojos que un demente que tiene mal día.
Por si las moscas, Krastiva y yo no le hicimos repetir el angustioso aviso. Tiramos hacia arriba de la pesada humanidad de nuestro histérico compañero. Nosotros subimos con cierta agilidad, y así nos quedamos los tres sobre las gruesas barras talladas, en cuclillas. Esperando acontecimientos…
Olaza y tres de sus hombres ayudaron a subir al instante a monseñor Scarelli. Ellos lo hicieron en un abrir de ojos. Eran atletas en envidiable forma física.
Pero algo angustioso sucedió enseguida, sin dar más margen de tiempo a los que todavía permanecían indecisos, como agarrotados.
Fue una aterradora escena, de esas que se quedan grabadas para siempre en tu memoria.
Afiladas cuchillas salieron del suelo mismo de piedra arenisca, encontrando primero los tobillos, luego las pantorrillas y enseguida los muslos de los dos últimos guardias suizos que quedaban por ponerse a salvo de aquella prístina trampa.
Sus tremendos gritos de dolor resonaron desgarradores en los túneles, al sentir el metal entrando en su piel, cortando venas, tendones y huesos. Un chorro rojo brotaba incontenible de sus arterias cortadas. En pocos segundos la enrarecida atmósfera de aquel maldito túnel quedó impregnada de olor a sangre y sudor.
El dios león
L
a muy arrugada cara de Amanikende se iluminó con la alegría del que ha triunfado tras largos años de trabajo. Levantó ceremoniosamente la cabeza, apoyó sus huesudas manos sobre los brazos del pequeño trono que ocupaba y se enderezó con dificultad, concentrándose en el rostro del joven gran sumo sacerdote que tenía delante.
—Has devuelto la vida de Axum. Pide lo que desees, y te lo proporcionaré con gusto.
Nebej alzó la vista sorprendido.
—No, mi reina, no abusaré de mi posición, ni tampoco de mi rango. Tan solo he cumplido con mi deber de sacerdote que se encargará de mantener viva la eterna llama de Amón-Ra. Pagaré cuanto adquiera para mi señor, el faraón Kemoh.
—¿Qué es lo que tu amo necesita de mí y de mi pueblo, hijo de Amón?
—Necesitamos tres centenares de caballos, y también otros tantos dromedarios para transportar el utillaje y al pueblo de Egipto hasta Meroe. —Descubrió su verdadera intención.
—Puedo facilitarte doscientos caballos y cien dromedarios —le corrigió ella—. No poseo más para entregarte… —confesó, turbada—. Lamento que así sea, pero… —Movió la cabeza bajándola apesadumbrada, sin concluir la frase.
—Será suficiente, señora —convino Nebej, encogiéndose de hombros—. Pon el precio y se te dará sin dilación ni objeciones.
—Oh, no, hijo de Amón, de ninguna manera. Tú has de decidir cuánto valen. Sería por mi parte ofensivo exigir nada de ti. Sólo te pido que tu pueblo nunca se vuelva contra el mío —musitó nostálgica—. Debemos coexistir en estos tiempos tan críticos… ¿Estás de acuerdo?
—Por su puesto que sí, señora. Entonces te daré seiscientas monedas de oro por los caballos y trescientas por los dromedarios. Añadiré también una docena de rubíes para el templo y sus gastos… ¿Es de tu entera satisfacción? —preguntó con anhelo.
Amanikende pensó que en verdad aquello que le ofrecía Nebej compensaba con creces no sólo el precio de los animales que vendía, sino que recompensaba a la vez su extraordinaria hospitalidad.
—Lo tendrás todo esta misma tarde —repuso la soberana con una sonrisa—. Además, añadiré un presente de mi parte y de mi pueblo para tu faraón Kemoh.
La candace Amanikende tosió para aclarar su voz, quebrada por el tiempo, al tiempo que sus ojos se tornaban vidriosos. Las atentas cuidadoras indicaron con las manos a Nebej, en un muy expresivo ademán, que la entrevista acababa de concluir. El esfuerzo había fatigado ostensiblemente a la anciana soberana, que veía cómo el número de sus días se reducía para iniciar su viaje por el inframundo, siempre bajo la protección de Ra.
La reina axumita se recostó contra el respaldo del trono que ocupaba y cerró los ojos, bien perfilados con kohl negro, intentando controlar su agitada respiración. Debía regular el pulso de aquel cuerpo raquítico, pero aún era poseedor de una mente privilegiada, realmente excepcional, que se resistía a dejar de existir. Sin embargo, en puntuales ocasiones, dos o tres veces antes de cada puesta de sol, hablaba distraída y se comportaba de una manera extraña.
Una de las solícitas muchachas, con un paño de lino humedecido en relajante perfume, le dio suaves toques en la frente y las mejillas para refrescarla. Fue entonces cuando un halo de aroma se espació por el aire, invadiendo los pulmones de Nebej. Este se dejó embriagar con su olor a reina antigua, a señora de un mundo llamado ayer…
Ensimismado como estaba, tardó unos instantes en captar que la otra acompañante le indicaba con la mano que se marchara. Se inclinó levemente y se retiró de espaldas, aún cuando la Candace no veía su gesto de cortesía.
Con paso ligero cruzó el gran jardín, saliendo afuera, al ruido de la ciudad. En aquella especie de plaza que se abría ante el palacio-templo, un nutrido grupo de tiendas de campaña se agrupaban en un círculo perfecto. Eran de los hombres de armas que le confiara Kemoh para escoltarle en su misión. Hieráticos guerreros, provistos de largos escudos triangulares y lanzas, se repartían entre ellos haciendo sus turnos de guardia, como era pertinente en la rígida disciplina militar.
Una vez más, el sol ascendía implacable en su carrera celeste, derramando sus favores regeneradores sobre Axum, el último de sus hijos. Un manto azul turquesa, como pintado por la mano de un niño con un color primario, vivo y sencillo, cubría ya la sabana sobre la que se alzaba la última ciudad meroíta.
Nebej se mezcló con sus hombres y les dio instrucciones precisas, confortando con ellas sus almas, heridas por el cruel desierto sahariano. Se interesó por sus rozaduras, por su ánimo y les arengó como lo haría un amigo.
De palacio salieron varios hombres que marcharon en distintas direcciones. Hasta tres lo hicieron a caballo. El gran sacerdote de Amón-Ra supuso enseguida que iban en busca de lo que él le había solicitado, a modo de ruego, a la candace Amanikende.
Respiró hondo y se sintió profundamente aliviado. No parecía, en modo alguno, que la soberana y su pueblo fueran a presentar objeciones a su anhelo por instalarse en las abandonadas ciudades de Meroe y Napata; incluso creyó que sería una buena aliada, que les proporcionaría mayor seguridad si cabe. La poderosa Roma de Constantinopla, con el megalómano Justiniano al frente, no andaría lejos de allí, con sus legionarios siempre sedientos de riquezas y sangre. Dos pueblos juntos podrían oponérseles mejor que uno solo.
Algunas cabezas asomaban por las pequeñas ventanas de las casas aledañas, curiosas, deseosas de conocer más de los misteriosos visitantes llegados de Egipto, el fabuloso país de las más impresionantes pirámides. Muchos habían visto en Nebej y sus soldados el regreso de un faraón de su misma tumba para reclamar el trono conjunto de Meroe y de Egipto. Había quien creía que era el mismísimo Tanutamón, el último monarca etíope que gobernó Egipto y Etiopía como miembro final de la
XXV
dinastía, la de los faraones negros.
Antes de morir, el hijo de Taharqá había prometido retornar con su ejército cuando la extinción amenazara al legendario imperio de las dos tierras. La leyenda había pervivido durante tantas miles y miles de lunas nuevas que casi se le consideraba historia, a base de repetirla, incansable, generación tras generación.
El porte altivo y solemne de Nebej, su túnica blanca impoluta, ceñida por el ancho cinturón de oro, y sobre todo su mirada penetrante, igual que una refulgente espada, habían infundido en los corazones de los habitantes de Axum una mezcla de esperanza, orgullo y temor que les emborrachaba, ansiando servirle.
Los jóvenes y los niños, siempre más atrevidos que sus mayores, se habían acercado a la plaza donde se ubicaba el campamento egipcio para investigar y ver si sus preguntas eran satisfechas. Habían «sobornado» a los militares del faraón no coronado con dulces, frutas y vino, como mejor forma de soltar sus lenguas.
Los soldados más propensos a los relatos épicos les refirieron su salida desde el país del Nilo; cómo después, en el mar, amparados por las alas de Isis, Jonsu había luchado junto a Amón para elevarlos sobre los infames sábeos, cuya codicia los había empujado a atacar al hijo de Ra y al hijo de Amón. También detallaron a los axumitas la forma en que, entre rayos, truenos y olas gigantescas, habían conseguido derrotar a los navíos del Reino de Saba, que huyeron a pesar de ser diez veces superiores en número.
Los ojos desorbitados de los niños y los constantes «¡oh!» de los adolescentes evidenciaban la profunda fascinación que en ellos producían tan fantásticas historias guerreras. Uno de los soldados egipcios, más hábil con la palabra que el resto, les relató, igual que un histrión en la comedia clásica griega, la forma en que se adentraron en una colosal caverna, cuyas paredes irradiaban luz, para hallar un templo de Amón, olvidado en el tiempo. Allí se esperaba a su hijo predilecto, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra, para recobrar su perdido esplendor.
Aquel fabuloso relato, que lo mismo encandilaba a niños que a adolescentes, seguía con el viaje terrestre donde, tras caminar bajo el castigador fuego de Ra, habían divisado al fin Axum. El faraón Kemoh, un temible guerrero, iba a ser coronado señor del Alto y del Bajo Egipto. El esperaba el regreso de su avanzadilla armada para instalarse definitivamente en Meroe, y entonces resucitarían los más poderosos y fieles guerreros de Tanutamón.
La expectación iba
in crescendo
en el corazón de la ciudad donde reinaba la candace Amanikende. Ningún axumita tenía prisa por acabar la reunión mientras el día avanzaba hacia su inexorable fin.
Las llamas desgarraban, ya en jirones, las tinieblas de la noche, creando sombras y siluetas fantásticas al mover manos y brazos el incansable soldado egipcio que hacía de presunto cronista histórico. Tenía cautivados a cientos de niños y jóvenes axumitas que, presos de su poderoso verbo, de aquella voz grave y muy bien timbrada, permanecían tan atónitos como si fueran zombis hipnotizados por su poder.
Así fueron transcurriendo las últimas horas de aquella singular vigilia, confundiéndose con los colores anaranjados del alba que anunciaba el regreso de Ra y el de Nebej. Ahora, la fama del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y de sus guerreros, «venidos de más allá de este mundo», se había hecho tan real que nadie de entre los axumitas dudaba de su poder; incluso acaba de entrar en la leyenda para posteriores generaciones.
El campamento egipcio fue desmontado con suma meticulosidad. Los soldados formaron en ordenados cuadros, como hicieron para llegar ante las murallas de Axum, y esperaron las órdenes de sus superiores con total estoicidad.
El gigantesco jefe de la guardia palaciega de la Candace llegó seguido de un numeroso contingente montado a caballo, el cual desmontó en perfecto orden y en silencio, para ceder a los hombres de armas de Nebej sus monturas. Allí estaban los doscientos caballos y cien dromedarios prometidos, todos perfectamente ensillados y listos para partir en cuanto lo ordenase el hijo de Amón.
—¡Soldados del
Peraál
! —gritó Nebej con el corazón henchido de orgullo—. ¡Tomad posesión de vuestras monturas en nombre de Kemoh y de Amón y de Ra! —añadió alzando más su voz, y ahora también sus brazos.
El repiqueteo de las armas y los arneses llenó el aire de un inconfundible sonido castrense. Una poderosa unidad montada del resucitado Ejército egipcio quedó definitivamente conformada. Nebej hizo un elocuente gesto afirmativo con la cabeza y entonces cuatro hombres portando un arca de madera, el precio por la adquisición de los animales, se adelantaron depositándolo ante el mando militar del palacio de la soberana.
—Esto es lo convenido con tu Candace. —Con el brazo extendido señaló la artística caja.
Los cuatro hombres abrieron la tapa y el resplandor de mil monedas de oro, entremezcladas con una docena de grandes rubíes, cegó la visión del poderoso guerrero negro al ser heridas por los rayos del sol. Sus codiciosos ojos brillaban como fuego incandescente en el interior de su formidable prisión de ébano.