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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (73 page)

El camino, estrecho y tortuoso, apenas había sido ligeramente alisado para poder bajar por él. Algunas piedrecillas saltaron al vacío y preferimos no mirar la considerable altura que caía junto a nosotros.

Llevábamos con nosotros las bolsas con todos los aparatos y objetos que consideramos imprescindibles antes de iniciar aquella alocada exploración aventura, o lo que se le quiera llamar, y que habían resultado, al menos hasta entonces, del todo inservibles. Nos pegábamos a la pared de roca, que cada vez era más alta, a nuestra diestra, la cual nos proporcionaba así cierta sensación de seguridad.

Según se fue apareciendo ante nuestros ojos el suelo, pudimos observar que estaba compuesto por una playa de arena de un sospechoso color negruzco. Había allí una especie de espolón de piedra desgastado, donde estuviera amarrado el navío, y una franja estrecha y pedregosa que soportaba la suave caricia de aquellas aguas negras cuyo «aroma» llegaba imparable hasta nuestras narices.

«Es un olor putrefacto, con el que nada tiene que ver aquella serpiente antediluviana», pensé preocupado.

Krastiva y yo nos quedamos parados, dudando si poner o no el pie sobre aquellas arenas negras y húmedas que podían ser perfectamente movedizas y tragarnos sin remedio.

Miramos al otro lado, solicitando la ayuda de Klug, pero he aquí que su redondeada silueta había desaparecido de nuestra vista. Apreté fuerte la mano de la periodista y con suma cautela pisé la arena, que resultó ser firme.

Algo silbó a mi lado y un sonido sordo, como el taponazo de una botella de champán al abrirse, se escuchó cerca. Noté una sensación de calor en mi oreja izquierda y cómo un líquido, cálido y espeso, resbalaba por ella. Una bala la había rozado y sangraba copiosamente.

En esa tremenda tesitura, nuestros agitados pulmones nos obligaban a respirar a mayor velocidad, y de ese modo cada uno podíamos ver cómo el otro exhalaba vapor al hacerlo. Krastiva me miró con los ojos centelleantes a causa de la sensación que sentía, mezcla de miedo y curiosidad a partes iguales, y me sonrió débilmente. En aquel momento me pareció la mujer más hermosa del mundo a pesar de su desaliñado aspecto, causado por la falta de sueño, la suciedad, que como yo mismo, llevaba adherida a cada centímetro de su delicada piel blanca. Su precioso pelo, lacio y brillante por el sudor, se entremezclaba con el polvo que se pegaba a él y le formaba mechones desordenados sobre sus hombros y su frente.

No nos entretuvimos más que lo justo. Echamos a correr porque nos iba el pellejo en ello. Dos, tres balas más, llegaron estrellándose contra el grupo de rocas sobre el que pisábamos antes.

Era una carrera alocada, sin destino. Nos habíamos metido en una huida hacia ninguna parte. No sabíamos qué dirección tomar para escapar de aquel mundo subterráneo.

Pero, una vez más, la suerte nos sonrió.

De repente, el suelo se abrió bajo nuestros pies con un estallido de maderas que crujieron con el peso de los dos al quebrarse. Caímos sin remedio entre polvo, maderas rotas y algunas piedras que rodaron sobre nosotros. Instintivamente abracé contra mi pecho a la rusa y me cubrí con los brazos sobre mi cabeza, con la secreta esperanza de que nada demasiado pesado cayera sobre nuestros cuerpos. Ella hizo lo propio. Algunos restos de maderas podridas y pequeñas piedras fue todo lo que nos «llovió» encima, dejándonos literalmente cubiertos de polvo al cabo de cinco o seis interminables segundos.

Nos separamos al comprobar que ya no había peligro. Después tosimos con fuerza al sentir el maldito polvillo muy metido en nuestras fosas nasales. También escupimos, en este caso para expulsar los granos de fina arena que se nos introducían desagradablemente en lengua y dientes, aunque con escaso resultado.

Calculé que el tiroteo había cesado porque nuestros enemigos bajaban tras nuestros pasos.

Krastiva me miró compungida al descubrir la sangre de mi oreja.

—Te han herido… —musitó con cariño, volviendo mi cabeza hacia un lado para ver mejor la herida—. ¡Cómo tienes la oreja, Alex! —Era una delicia la forma en que pronunciaba mi nombre.

—No es nada; sólo es un rasguño… Curará solo. —Había soltado la tan manida frase de los héroes en las películas de acción; pero no exageraba lo más mínimo—. Además, el polvo se ha pegado a ella y frenará la hemorragia. —Reconozco que me agradó mucho su preocupación por mí. Huelga decir que en ese momento me sentí como un colegial recién enamorado. Siempre había dicho a mis amigos que el amor le hace a uno más vulnerable. Pero… ¿cómo evitarlo cuando éste aparece sin avisar? Tras esa exposición mental volví a la trágica realidad que vivíamos, pero con una propuesta de lo más razonable—. Debemos seguir adelante. Esos hijos de puta están demasiado cerca aún.

Ella apretó su sensual boca y asintió en silencio, con férrea determinación.

Ante nosotros únicamente había una dirección y oré a los dioses para que fuese en dirección a la otra orilla del lago, bajo él. Era como una galería de una vieja mina y, desde luego, igual de oscura y fría.

Espesas telarañas cerraban el paso en algunos tramos y el aire, cada vez más viciado, se podía cortar. Costaba respirar y la luz iba despareciendo a medida que avanzábamos, pues la única existente provenía del agujero por el que habíamos caído.

Sin embargo, aquella nueva ruta a seguir parecía una recta trazada con gran precisión. No torcía a derecha ni a izquierda; tan solo descendía unos metros. Calculé que serían unos quince o veinte, para continuar luego sin alteraciones hasta que de nuevo volvimos a ascender; por lo que deduje que estábamos llegando al otro extremo.

Menos mal que no erraba en mis cálculos, pues una luz blanca se filtraba desde la superficie en el pasadizo, pugnando por llegar hasta nosotros. No quise asustar más a Krastiva, pero se oían pasos precipitados tras nosotros. Ya nos estaban persiguiendo otra vez. ¿No iba a terminar nunca aquella pesadilla?

Al llegar a la superficie, repentinamente deslumbrados, nos tapamos los ojos. La luz era intensa y en contra de lo que sucedía al otro lado, aparecía blanca y no anaranjada.

Las paredes daban la impresión de estar hechas de un blanco amarillento y la luz provenía de ellas. Nunca vi antes nada como aquello.

Klug se encontraba a una docena de metros y nos indicaba, haciendo gestos exagerados con los brazos, de que cerrásemos la abertura del pasadizo. Miré en torno a mí y descubrí una tapa de bronce de forma cuadrada, bastante pesada por cierto. Por medio de muy elocuentes gestos con las manos, le indiqué a Krastiva que empujase a la vez que yo. A pesar de nuestro combinado esfuerzo, hubimos de emplearnos a fondo para conseguir encajarla. Pero al fin un sonido metálico nos recompensó de tanto trabajo.

La tapa estaba echada. Calculé que eso les retendría un tiempo a los que venían detrás con letales intenciones, el suficiente para permitirnos alejarnos de allí un buen trecho. Jadeantes y cubiertos de polvo, nos reunimos sin más con el austríaco que presuntamente iba para «gran sumo sacerdote».

Lo taladré con la mirada mientras nos quitábamos, a manotazos, algunos restos de telarañas.

—Podías habernos ayudado —le reproché con particular aspereza.

Se rió quedamente y me replicó altanero:

—Vosotros os habéis bastado solitos… ¿No? Estás aquí… ¿De qué os quejáis?

Antes de que estallara una agria disputa verbal entre nosotros, Krastiva tuvo reflejos para cortar por lo sano.

—Mejor será que dejéis de discutir y nos vayamos de aquí cuanto antes. —Miró hacia la tapa de bronce, que ahora resonaba al ser golpeada desde dentro.

Isengard asintió con gravedad.

—Seguidme, que conozco este lugar —afirmó con rotundidad—. He estudiado sus planos durante años. Es ya como mi segunda casa. —Había bajado mucho peso y se le veía más ligero, más ágil.

El suelo que ahora pisábamos con prisa era una espesa y mullida alfombra de tierra bien regada —me pregunté por quién—, sembrada de surcos. En éstos se veían brotes verdes, recientes. Ofrecían un marrón oscuro que realmente contrastaba con el verde claro de las hortalizas que crecían en él. Un camino de rampas que se sucedían, cada una más alta que la anterior, nos condujo hasta las inmediaciones de la ciudad.

Contemplamos embelesados la ciudad-templo de Amón-Ra.

Vimos en aquel lugar bellísimos colores primarios. Rojos escarlatas, azules turquesas, verdes esmeraldas, blancos níveos, se entremezclaban ofreciendo un espectáculo que competía en magnificencia con el arco iris. Conformaban escenas de sacerdotes realizando libaciones, de faraones ofreciendo incienso, de reinas que presentaban a sus hijos a su esposo y a Osiris.

Y en líneas verticales, en los pilonos que, como auténticos titanes de otro tiempo, se alzaban orgullosos, flanqueando la gran puerta de madera y bronce dorado, distinguimos complicados jeroglíficos que contaban la historia egipcia a los versados.

Sin embargo, noté que Klug no estaba satisfecho. Aquella luz que iluminaba su faz había desaparecido por completo y en su lugar presentaba un rictus de frustración que entonces no comprendí.

Krastiva, con los ojos a punto de salirsele de las órbitas, recorría cada centímetro de pilonos, de pintura, de dibujos, como si no acabara de asimilar que pudiéramos haber retrocedido cuatro mil años en la historia de la humanidad. Klug pronunció unas palabras en egipcio que yo, por supuesto, no entendí e, impaciente, esperé las siguientes novedades.

No ocurrió nada.

Repitió la operación, pero nada obtuvo. La gran puerta no se abría. Resultaba bastante evidente que algo no funcionaba. Por vez primera, nuestro ínclito «cicerone» no acertaba en sus previsiones.

Resopló con rabia, mirando luego hastiado lo que tenía enfrente.

—Tendremos que entrar empujándola —dijo volviéndose hacia nosotros. Su cara era el vivo retrato de la frustración.

Lo miré decepcionado, de arriba a bajo y viceversa.

—Entonces vamos a ello por la brava —le dije con sequedad—. No perdamos más tiempo.

A grandes zancadas la rusa y yo nos aproximamos a las hojas de madera. Una vez situados, los tres a una, apoyando una pierna contra el suelo, empujamos con todas nuestras fuerzas a base de una fuerte patada.

Pensé en aquello que dijera Arquímedes en su día: «Dadme una palanca y moveré el mundo». Allí me hubiera gustado verlo a él.

Tras realizar ímprobos esfuerzos, las pesadas puertas comenzaron a ceder. Cuando sus hojas se hubieron separado lo suficiente para pasar un hombre entre ellas, uno tras otro entramos y las cerramos tras nosotros.

En contra de todas mis expectativas, no nos hallábamos en el interior de un templo, con su sala hipóstila techada, como correspondería. Nos encontrábamos ante una ciudad en toda regla. Aquello era un conjunto de edificios geométricamente ubicados, eso sí, por orden de importancia, según su estamento social. Dejé escapar un suave silbido de admiración.

El tamaño de la polis egipcia nos hizo sentir diminutos. Éramos como tres hormigas en un colosal monasterio. Enormes áreas cuadradas, meticulosamente aradas y sembradas, y en cuyos muros comenzaban a emerger brotes tiernos, circundaban el núcleo arquitectónico de la maravillosa ciudad-templo de Amón-Ra.

Avanzamos hacia él fascinados, en completo silencio, con la reverencia que produce el más profundo embeleso que uno pueda imaginar. Así, subiendo y bajando por una larga hilera de rampas discontinuas, llegamos por fin ante el primer edifico; o mejor debería decir grupo de edificaciones, pues se trataba de una estructura compleja. Estaba conformada ésta por una casa de frente adornado con una docena de columnas gruesas y bajas, sobre las que se desplegaba una amplia terraza. A su alrededor, dos pequeñas edificaciones, que dedujimos eran templos, le flanqueaban como fieles soldados que estuvieran de guardia por miles de años. Y alrededor había un aljibe de agua potable de forma cuadrangular que simulaba un foso, en cuyas orillas crecían juncos en haces espesos de un verde oscuro. Sobre sus aguas flotaban nenúfares marchitos que se entremezclaban con otros que, ostentosos, lucían sus pétalos rosáceos y frescos, desafiantes. Resultaba evidente que hacía mucho tiempo que nadie se ocupaba de arreglar aquellas viviendas como era normal hacerlo. No obstante, al inspeccionar con la mirada más a fondo pude observar que una mano misericordiosa lo había intentado al menos.

Algunas columnas aparecían abrazadas por hiedras resecas que el tiempo había desecado; en cambio, otras se hallaban limpias de ellas, como si alguien las hubiese liberado de esa fea presencia. Un tramo del «foso» se encontraba libre de juncos y hierbajos. Sus aguas eran transparentes y, agradecidas, bañaban las orillas pétreas.

Me acerqué al estanque y aparté algunos restos vegetales que flotaban obstruyendo la visión. Sonreí ante la atenta mirada de unos compañeros que se preguntaban qué diablos hacía allí husmeando.

Krastiva me miró sorprendida.

—¿Qué haces? —inquirió interesada.

—Es tal como pensé… —cavilé a media voz—. El foso está dividido en secciones. Por eso ese lado. —Señalé el cuadrante siguiente— está limpio y sus aguas transparentes, mientras el resto hiede.

El rostro de Klug se contrajo en un gesto de clara contrariedad. En ese preciso momento comprendí que no había sido nada prudente exteriorizar mis elucubraciones al respecto.

Con el semblante muy serio, el anticuario afirmó en tono pesaroso:

—Y ahí está la respuesta de cuanto viene sucediendo, de ése que va por delante…

Lo miramos fijamente sin comprender absolutamente nada.

—Ese «alguien» es ahora el gran sumo sacerdote de Amón-Ra en esta ciudad. Él nos precedió dejando encendidas las antorchas… —Dejó el resto de su aclaración flotando en el aire de las conjeturas, igual que una amenaza cifrada que deberíamos desentrañar por nosotros mismos.

Asustados e intrigados, miramos en torno a nosotros, pero sólo vimos allí una ciudad hermosa, orgullosa, que se resistía a morir a manos del tiempo. Pero era ya una ciudad fantasma cuya única vida, hasta el momento presente, había sido vegetal… ¿O no?

Igual que un intruso, un espeso silencio se coló entre nosotros.

—Será mejor que entremos en la casa y decidamos qué habremos de hacer ahora —sugerí para abandonar aquella inmovilidad.

La rusa asintió vacilante, pero Klug rechazó la propuesta.

—No podemos perder tiempo —apremió, malhumorado—. Hemos de llegar cuanto antes al camarín del gran sumo sacerdote.

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