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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (7 page)

—Pero más tarde la propia institución católica los ordenó destruir… —dije después de respirar hondo—. No comprendo aún adonde diablos quiere llegar…

—Se volvieron peligrosos, ya que el sacerdote de Amón-Ra compitió con el Papa, que hasta el momento sólo era un hombre de paja que gobernaba cara a la galería, y puso en peligro toda su mastodóntica estructura. Pero volvieron a aparecer los símbolos, si bien ahora perfectamente camufladas. —Klug, como un moderno «cicerone» que me guiara a naves de la turbulenta epopeya humana, cobraba importancia, elevando el tono de su voz, y puesto en pie. Lo miré aún nuis sorprendido—. San Jorge y el dragón cumplieron con su papel… —Hizo una pausa—. Un hombre con un disco solar Iras su testa dominaba a un Apofis que, con varias cabezas, seguía siendo el símbolo del mal, del ultramundo.

Me encontraba literalmente atónito por las elucubraciones de aquel hombre que, sin embargo, tan razonables parecían por él expuestas con tanto énfasis. Cuando conseguí retomar el control de mí mismo y poner en funcionamiento mis aletargadas neuronas, tan solo acerté a preguntar con voz queda:

—¿Me está usted diciendo que lucha contra nosotros nada menos que la mismísima Iglesia Católica, con todo el poder político-económico que ésta posee?

Su rostro permaneció impasible, como una respuesta positiva que le aterraba formular conjugando las palabras. Ante su silencio, le miré de nuevo y reflexioné en alto con una exclamación que me abrasaba la garganta.

—¡La iglesia más poderosa del hemisferio occidental!

Percibí de pronto, como nunca antes en mi vida, el olor acre del miedo.

—Si usted se echa atrás, el mundo seguirá perteneciéndoles, y aun así, nos perseguirán a ambos hasta eliminarnos. … No pueden permitir que se revele al mundo su, a todas luces, maquiavélico juego. —El rostro de Klug Isengard se contrajo con una sonrisa cruel.

—¿Y qué salida tenemos? —pregunté con voz hueca—. Nos matarán de todos modos —admití a regañadientes.

—No —dijo con voz ahogada—. Hay un medio de salvación, se lo aseguro, y por ello murieron mis dos colegas… Nuestra investigación estaba muy avanzada.

El anticuario nacido en la República de Austria había vuelto a andar, y ahora, tras acercarse a los ventanales, para echar las pesadas cortinas verde oscuro, se volvió y me habló en un susurro casi inaudible, como si alguien pudiese oírnos.

—Mire, si hallamos la entrada al inframundo —sentendo sin vacilar—, donde se encuentra el friso al que pertenecen los símbolos que le mostro Wall en Londres, entonces penetraremos en él y superaremos todas las pruebas, tal como hacían en secreto los antiguos
Peraás
[1]
de Egipto, e incluso le diría que seremos parte de su orden… No podrán entonces tocarnos ni un pelo. —Advertí en sus ojos una maligna expresión de triunfo—. Eso siempre que cumplamos, claro está, con el juramento de no dar a conocer su secreto.

—Habla usted de superar pruebas como si de un juego de la búsqueda del tesoro se tratase, pero no creo que sean tan sencillas como para que cualquier hombre las pueda pasar sin ninguna dificultad —inquirí con escepticismo—. ¿Cree que somos como Indiana Jones en sus películas? —pregunté con tono de protesta.

—De hecho —añadió Klug—, algunos aspirantes a faraón y a Papa, no pudieron hacerlo, y hubieron de ser reemplazados por otros; en ocasiones, por otras… ¿Recuerda a Hatshepsut?

—Creo que, antes de nada, debería usted ponerme al día en cuanto a sus conocimientos sobre el tema se refiere. ¿No le parece? —repliqué con cierta brusquedad.

El asintió con gesto de aprobación.

Durante las dos horas siguientes, Klug Isengard me puso en antecedentes mostrándome cómo la cruz católica había sido hábilmente introducida en el culto pseudocristiano, proveniente primero de la llave ansada del poderoso país del Nilo y anteriormente originario de la Tai de Tamuz, el dios amante de Istar, la diosa madre de la fecundidad babilónica.

Siempre según el anticuario, de ella se había derivado la diosa Isis, con Horus niño en brazos, y de ésta, a su vez, la más famosa Virgen María con el niño Jesús en brazos. Son las tres, por cierto, vírgenes según el dogma, a pesar de haber partido las dos primeras a un solo hijo, y la tercera a hijos e hijas, cuyos nombres aparecían en la Biblia, y que los dignatarios católicos habían ocultado a la vista de sus fieles con taimada astucia, para asemejarla a las anteriores.

Explicar que un primogénito había sido concebido por Dios —sea éste Bel, Osiris o Yahvé—, ya resultaba complicado; pero que después esto se hubiese repetido en varias ocasiones ya era del todo imposible de encajar si se la quería mantener a la Virgen María a la altura de Isis o Ishtar.

Aquello parecía más bien una empanada mental y, además, de las gordas.

Ante mi imaginación pasaron, en rápida sucesión, las estampas y fotografías de numerosos santos y dioses olvidados, conocidos o no, que mantenían una relación con Amón, Apofis y Ra. Las palabras retumbaban en mi cerebro y mis venas, hinchadas como nunca en mis sienes, trabajaban a un ritmo desmesurado para regar mi masa encefálica y permitir a mi materia gris el asimilar la condensada información que llegaba hasta mí a borbotones.

Un subyugante halo de misterio rodeaba aquella inaudita historia, aparentemente incongruente, en la que, sin embargo, las piezas parecían encajar cada una en el lugar en que Klug las colocaba. Quizás era sólo una sensación, pero el aire resultaba ahora más húmedo y pegajoso. Como si del mismo histrión se tratara, el austríaco que tenía frente a mí movía sin parar sus brazos y manos, gesticulando, escupiendo las palabras como si las disparase. Quería librarse de un peso que lo agobiaba.

Me dirigió una mirada reprobatoria y con gesto ceñudo se dirigió a mí, aumentando el volumen de su voz para llamar más mi atención.

—¿Comprende algo de lo que le estoy explicando, señor Craxell? —preguntó con tono quejumbroso. Parecía enfadado y preocupado, al mismo tiempo que se echaba hacia delante.

Rememoré a marchas forzadas que, cuando yo era apenas un adolescente, mi padre solía decir que era un soñador, ¡y encima de los peores! Debo admitir que era cierto. Al menos en parte, y es que si algo acaparaba mi atención, sólo tenía ojos y oídos para ello, dejando atrás todo lo demás por importante que fuera.

No obstante, en esta ocasión no era así. Trataba de reemplazar en mi mente, a velocidad casi supersónica, los típicos tópicos y los dogmas que se dan por verdaderos cuando nos los enseñan de pequeños y sustituirlos por los datos que el cerebro del gordo anticuario me «disparaba» como si fuera una ametralladora.

Así las cosas, la composición resultante me llevaba a conclusiones que antes pudieran parecer absolutamente disparatadas y que ahora, sin embargo, se me revelaban completamente lógicas y razonables.

—Discúlpeme, señor Klug —le respondí, tras una pausa y en medio de un hosco silencio, haciéndole ver que, muy al contrario, mi mente se hallaba receptiva y abierta. Estaba totalmente dispuesto a asimilar unos datos tan relevantes como sorprendentes—. Comprenda mi estupor inicial… Es que intento hacerme una composición de lugar. Sé que es difícil, pero todo lo que estoy oyendo me parece muy interesante.

Isengard reflexionó un instante y luego asintió.

—Ya, ya… —rezongó él, escéptico, creyendo que tan solo estaba desplegando mis mejores modales por pura y simple cortesía—. Que no me cree, vamos… Todo esto le parece un asunto inverosímil, o una locura en el mejor de los casos… Le aseguro que todo lo que le digo es cierto —enfatizó, para convencerme de la bondad de sus argumentos.

—Se equivoca de plano. Le creo, y no es lo que me produce una sensación de preocupación, sino de auténtico miedo, señor Klug. Si como usted dice, y yo le creo —le confirmé para tranquilizarlo—, la Iglesia Católica es la defensora de la Orden de Amón. —Se me erizó el vello de todo el cuerpo sólo con aquellas frases, igual que una sentencia mortal dictada por un sátrapa de tiempos pretéritos—, no cejarán en su empeño hasta destruirnos…

—Veo que comprende perfectamente por qué han muerto Wall y Casetti —me recordó mi adiposo interlocutor, rematando así su alegato.

—Creo que no nos queda más que una opción, algo así como la última puerta… ¿Verdad? —le pregunté a bocajarro, sin esperar respuesta, temiendo que su conclusión y la mía fueran una misma.

—Así es, ha dado usted en el clavo. —Isengard cabeceó con una expresión resignada de muda y sumisa aceptación ante un planteamiento irrevocable—, pero contamos con dinero, datos y nuestro innato sentido de la supervivencia. —Señaló con su índice en mi sien derecha.

—El paso siguiente ha de ser conocer el terreno en que nos hemos de mover —le expuse en una tácita y positiva respuesta antes de continuar—: ¿Tiene contactos o conocidos aquí, en El Cairo? —Le sondeé a propósito, para saber qué medios «humanos» contábamos en tan peligrosa como insólita empresa.

—Sólo un par de nombres y una calle… ¿Y usted? —preguntó en tono dubitativo, como temiendo escuchar una desoladora réplica.

—¿Dos nombres y una calle? —Evadí con suma habilidad la respuesta que él anhelaba. En mi «profesión» se aprende pronto que la información es poder, y que hay que protegerla tanto como a las fuentes de la que proviene.

—Verá, yo soy judío, de religión… ¿Entiende? —preguntó con brusquedad—. Ante de venir, me puse en contacto con un rabino que conoce la
Torá
a fondo, además de la
Misná
y el
Talmud
. Él y su hijo serán nuestros guías hacia ese tiempo remoto en que se construyó el inframundo egipcio —comentó con un suspiro—. En cuanto a la calle, es un lugar donde me dejará la información que necesito. No puedo arriesgar sus vidas en esta empresa.

Klug Isengard se acomodó en el borde de la cama, ahondando con sus nalgas el hueco que su cuerpo, con las piernas abiertas —entre las cuales resbalaba su protuberante estómago—, había realizado tan solo por la acción de su peso.

—¿Y la calle es? —insistí, tras meditar en el lío en que ya estaba metido. Me di cuenta de que, a pesar de todo, todavía no contaba con su confianza.

Por toda respuesta, mi presunto «socio» me acercó a la cara un papel arrugado y descolorido que abrió ante mí. Zuqaq El Azuani. Las letras brotaban medio borradas a causa del sudor de sus muslos, que las habían impregnado a través del tejido de sus pantalones, en cuyo bolsillo debía de haber pasado demasiado tiempo.

—Creo recordar esta calle… —comenté, casi en un susurro, tomando de sus regordetas manos el sucio papelucho.

Isengard negó con la cabeza.

—¡Chiss! —Miró con desconfianza alrededor de mi habitación, colocando luego un dedo ante mis labios, para pedirme silencio. Acto seguido observó con creciente excitación—: Es mejor que no digamos nombres, pueden oírnos, incluidas las paredes. ¿No sabe usted lo insignificantes que son hoy en día los micrófonos de las escuchas?

Claro que lo sabía, pero me pareció harto exagerado su comportamiento. Hoy, tras la alucinante experiencia vivida, yo también hubiera obrado igual de conocer lo que iba a desarrollarse a partir de aquel momento.

Miré mi reloj suizo de marca, y pude comprobar que el tiempo había pasado como si viajásemos a través de él hacia un forzoso futuro. Mi enigmático cliente se removió inquieto, moviendo de nuevo la cabeza a uno y otro lado, nervioso. Era evidente que el miedo había vuelto a apoderarse de él, pues de nuevo temblaba perceptiblemente, y comenzó a sudar. Yo, por mi parte, me encontraba conmocionado hasta el tuétano con aquella asombrosa historia, lo nunca oído por un cristiano.

—Propongo que vayamos a esta dirección juntos. De camino, adquiriremos un mapa detallado del país. No sabemos aún en qué lugar específico buscar; es como rastrear una tumba real… Las dificultades son muchas, y las posibilidades de hallarla, escasas —hablé con voz queda, intentando situarle a Klug en el plano real, para evitar así que se hiciera ilusiones al respecto.

El afirmó con la cabeza, y se incorporó pesadamente.

Saqué del armario mi bolsa, me la colgué en bandolera, y le indiqué con la mano que me siguiera. Tras abrir la puerta y comprobar que el pasillo se hallaba desierto, salimos de la habitación 916.

En la puerta acristalada del lujoso hotel, que dos botones rígidamente encorsetados en sus llamativos uniformes rojos con botonadura dorada vigilaban, seis taxis de distintos modelos y colores aguardaban la llegada de posibles clientes.

Nos introdujimos en el vehículo más cercano a la puerta, tras regatear el precio, como es ancestral costumbre por estos sitios, con su conductor, un egipcio de piel cetrina, pelo negro y rizado y rasgos toscos. Tenía marcadas arrugas que reflejaban el paso del tiempo, igual que surcos arados por las parcas.

Su incansable parloteo, una especie de pseudo
marketing
local, era el mismo que ponían en práctica todos los naturales del país de los faraones cuando deseaban vender bien sus servicios, bien sus productos, a los confiados turistas repletos de dinero, y deseosos de adquirir el mejor y más exótico
souvenir
para presumir ante sus amistades.

Una vez más, el calor resultaba asfixiante, de zona desértica. La tapicería de cuero abrasaba literalmente nuestras posaderas, y a pesar de llevar bajadas todas las ventanillas del vehículo, el aire se negaba a circular en condiciones por su abrasado interior.

—Me llamo Salah. —Se presentó el taxista, que deseaba agradar a la clientela, volviendo la cabeza mientras se introducía en el caótico tráfico de la capital egipcia—. ¿Adónde quieren ir, señores? —Tenía una sonrisa impostada en el rostro—. Puedo llevarles al barrio copto, y después también a la ciudadela de Saladino, si ya han visto las pirámides… ¿Acaban de llegar? —quiso saber el taxista, arrastrando un poco las palabras en esta ocasión.

—¿Tan obvio resulta? —repliqué con un deje desdeñoso.

Isengard y yo nos miramos como cómplices de algo inconfesable, y de ese modo sonreímos al unísono por primera vez. Aquel árabe nos había tomado por dos vulgares turistas, quizás al ver mi bolsa pensó que llevaba allí mi cámara, la consabida guía del país, mapas… ¡Mapas! Con tanta cháchara se me había olvidado que lo más elemental era comprar uno a la voz de ¡ya!

Miré a Salah con gesto imperioso.

—Llévenos al Jan-Al-Jalili —indiqué en tono firme—; pero, por favor, dé antes un buen rodeo. Cuando pase por otro hotel, pare antes de continuar… ¿De acuerdo?

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