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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (2 page)

Tal vez fuera un mal presagio…

Todo había comenzado veinte días atrás, en mi apartamento-oficina de Londres, ubicado en Pimlico, un barrio caro, y casi pegado al de Chelsea. En el lateral de la puerta, había una placa dorada con mi nombre y la actividad que legalmente desarrollaba; decía así: «Alex Craxell. Experto en antigüedades». Bajo ella, un timbre indicaba al visitante que sólo tocándolo se le abriría aquella puerta de roble flanqueada por dos esbeltas columnas de piedra.

En la primera planta, a la que se accedía por una artística escalera de la época victoriana, de madera oscura y brillante, estaba ese día sentado yo en mi cómodo sillón tras la imponente mesa estilo Luis XVI, navegando por Internet en mi portátil. Era una mañana como otra cualquiera. Solía recibir de cuatro a cinco clientes por semana, siempre para contratar mis servicios a fin de conseguir alguna pieza rara. No obstante, durante el trascurso de la jornada matinal nadie me había visitado aún.

Serían las 12.45 horas, aproximadamente, y como el tedio se estaba apoderando de mí, decidí marcharme. Apenas comencé a incorporarme del sillón forrado de cuero, con la intención de apagar las luces y salir a la calle, cuando el timbre de la calle comenzó a sonar insistentemente, igual que si el dedo índice se le hubiera pegado a él a mi inesperado y potencial cliente.

—¡Voy, voy! —exclamé, simulando indignación, como si él pudiese oírme desde la vía pública y con el monótono sonido del tráfico rodado.

Pulsé la tecla de apertura y esperé a que, quien fuese, apareciera de una vez. Después sonaron dos toques secos contra el cristal de la puerta, y la silueta que se recortaba tras él me mostró que era un hombre.

—¡Adelante! —Con voz enérgica concedí permiso para que el desconocido entrara en mi
sancta sanctorum
profesional.

Era un hombre con estilo, de unos cincuenta y tantos años de edad, y muy bien conservado por cierto. Penetró resuelto en mi oficina, y luego se situó frente a mí. Tenía las sienes salpicadas de hebras plateadas, e iba vestido con un traje de buen corte, caro, sin duda de los hechos a medida en un sastre de postín. Llevaba un maletín de piel ejecutivo, color negro, muy estilizado, bajo su brazo derecho.

—Buenos días, señor Craxell —saludó cortés, pero lo hizo casi sin despegar los labios, como si hablara entre dientes, manteniendo su gesto, serio, adusto.

—Siéntese, por favor —le pedí al instante, desplegando de paso la mejor de mi sonrisas—, y cuénteme en qué puedo ayudarle.

El recién llegado parecía inquieto, como si toda su concentración mental estuviese dirigida a controlar sus nervios, a mantener una forzada serenidad que seguramente estaba lejos de sentir por dentro. Finalmente me pareció que recuperaba su presencia de ánimo.

—Un colega de profesión me ha dado su nombre —comenzó su explicación—, y asimismo me ha garantizado su absoluta discreción y también su gran eficacia; de modo que me he decidido a venir a verle.

—Siempre es agradable saber que se goza de una buena reputación en este medio tan delicado. Por otra parte… —Traté de ayudarle a abrirse, pero mi interlocutor me interrumpió.

—Mi nombre es Lerön Wall… —Soltó un débil suspiro de alivio—. Soy coleccionista de arte y anticuario. En estos últimos años he estado tratando de hallar una pieza de extraordinaria rareza, aunque sin conseguir el resultado deseado. Hace dos días, visitando en Roma a un amigo, y en ocasiones «competidor» —Remarcó mucho esa palabra—, Pietro Casetti, vi algo que llamó poderosamente mi atención… Naturalmente, no le dije nada al respecto, pero en un descuido… —Se cortó antes de confesar su delito— le sustraje este pequeño trozo de un friso… —dijo, extrayendo a continuación de su americana lo que parecía un diminuto trozo de yeso con dos raras marcas, y que no mediría más de cuatro centímetros de largo por otros tres de ancho—. Lo tenía sobre una mesilla, junto a una lupa. Supongo que aún no había concluido su examen… En este portafolios. —Lo palmeó un par de veces. Su rostro adoptó ahora una expresión de satisfacción altiva— le traigo las fotografías ampliadas que le he hecho. —Tras extraerlas con sumo cuidado, el señor Wall dejó media docena de ellas sobre mi mesa de trabajo.

Tomé las instantáneas entre mis manos y concentré toda mi atención en ellas. Enseguida me di cuenta de que no me interesaban aquellas marcas. Eran dos, concretamente dos símbolos egipcios que tan solo se suponía que indicaban el acceso al inframundo. Ni tan siquiera se tenía la completa convicción de que realmente existieran.

—Son el símbolo protector de Amón y el de su maldición —comenté en voz alta para demostrarle que sabía lo que tenía frente a mí—. Luego están la cabeza del carnero sobre la serpiente Apofis y la serpiente Set; ésta con una cabeza humana entre sus anillos. —Después fruncí el entrecejo, pensativo.

Lerön Wall hizo un ademán de asentimiento.

—Veo que conoce la más secreta de la simbologia del antiguo Egipto. —Mi potencial cliente estaba muy impresionado ante la rapidez de mis reflejos profesionales.

—Por supuesto que sí… —Tras una pausa de un par de segundos, luego, con tono incisivo, añadí—: He tenido contacto con todo lo que atañe a la extinta Orden de Amón, y algunas piezas del llamado Imperio Medio, con su sello, han pasado por mis manos. Sin embargo, reconozco que nunca vi con anterioridad estos dos símbolos juntos.

—Entonces ya supondrá lo importante que es esta pieza que, por otro lado, es auténtica —aseguró él, acercándomela hasta casi rozar mis manos. Casi al instante, enarcó la ceja izquierda en gesto elocuente.

Dejé las fotografías sobre la mesa, y examiné con todo detenimiento el pequeño y vetusto trozo de yeso coloreado. La escritura, sin ser perfecta, estaba grabada en el yeso con suma precisión y claridad. Levanté la mirada y posé mis ojos en mi elegante visitante, que esbozaba una vaga sonrisa. Daba así a entender que comprendía mi reacción, que fue la suya con toda seguridad, cuando le echó el ojo encima en casa de su «amigo».

—¿Se da cuenta ahora de por qué no pude sustraerme a la tentación de llevármela? —Sonrió más abiertamente, señalando el valioso trozo de friso egipcio.

—Me doy cuenta, claro que me doy cuenta de cómo no pudo evitar el «requisarla» —señalé en voz baja, asintiendo tres veces con la cabeza, a la vez que se lo entregaba de nuevo y le presentaba una sonrisa maliciosa.

—¡Oh, no! ¡No! Deseo que lo guarde usted —respondió el señor Wall, poniendo mucho énfasis en sus palabras.

Luego extendió la palma de su mano derecha, frenando mi intención—. Estará más segura aquí… ¡Ah! —Vaciló por un instante—, las fotografías también son para usted —continuó, poniendo en mis manos las copias—. Verá… Yo he de irme por un tiempo; asuntos de la mayor importancia me reclaman en el continente. —No pudo evitar que le temblara algo la voz—. Ahora, por favor, dígame a cuánto ascienden sus honorarios, señor Craxell.

Durante unos veinte minutos concertamos cuáles serían las cláusulas de nuestro «contrato». Cada cliente podía pagar un precio, y éste también dependía, por supuesto, de la dificultad que entrañaba encontrar y conseguir el objeto tras el que iba el interesado de turno. Con mirada escrutadora le pedí cincuenta mil libras de adelanto, y él, sin rechistar lo más mínimo, sacó su talonario y me firmó un talón por la cantidad exigida. Debería conseguir, no una pieza, sino la ubicación del resto del friso, al cual le faltaba ahora aquel pequeño trozo.

La misión encomendada no era nada fácil si se tiene en cuenta que todo el mundo cree que se trata de un lugar de leyenda y no real. El señor Wall se levantó, y extendió su mano en un gesto cordial; incluso hubiera asegurado que su semblante era ahora más agradable, como si realmente se hubiera quitado un peso de encima…

Mi nuevo cliente respiro hondo, y haciendo acopio de fuerzas me dijo en tono firme:

—Espero noticias suyas, señor Craxell… Esta es mi tarjeta. —Me tendió una color paja—. Ahí tiene mi número de apartado de correos, y también el número de mi teléfono móvil, al que, naturalmente, puede llamar para contactar conmigo si le fuera imprescindible. —Los ojos del señor Wall centellearon.

El apretó mi mano con fuerza. Se dio la vuelta y despareció de mi vista.

Solté un gruñido de satisfacción.

Me dirigí decidido a una estantería repleta de libros, cercana a mi elegante mesa, y saqué varios de ellos, dejando al descubierto una pequeña caja fuerte. Ya sé que es poco original, pero como no suelo guardar en ella objetos demasiado valiosos, ni tampoco grandes cantidades de dinero, era más que suficiente para mí.

«Aquí estará bien, hasta que decida dónde guardarlo definitivamente», pensé complacido, cerrándola y colocando de nuevo en su lugar los libros extraídos.

Después me senté y estudié las fotografías una vez y otra con ojo de relojero. Eran buenas. Su nitidez mostraba a las claras un buen trabajo.

Durante el resto del día recurrí a lo que tenía más a mano, comparando mis conocimientos sobre egiptología. Los cotejé pacientemente con el contenido de algunos viejos volúmenes, ya descatalogados, y entre suspiro y suspiro fui rindiéndome ante la más descorazonadora evidencia. No existía nada, ni remotamente parecido, que me pudiera servir como pista fiable, absolutamente nada con que comenzar la búsqueda. Aquellas polvorientas hojas, que en más de una ocasión habían resultado ser mi más firme apoyo, nada podían indicarme sobre el misterioso lugar que tanto temiesen los antiguos sabios egipcios. Arrugué la nariz en un gesto de preocupación; después sentí la boca seca.

Un poco hastiado del tema, decidí visitar a un colega, alguien cuyo privilegiado cerebro contenía toda la sabiduría profunda del país del Nilo. Era mi última baza. De no conseguir resultado positivo alguno, debería cambiar mis esquemas y reiniciar por otro punto mis frustrantes averiguaciones. En aquel momento no podía saber lo cerca que estaba de deslizarme por el túnel del tiempo de la manera más insólita que uno pudiera imaginar.

Por lo demás, la tarde y la noche transcurrieron con nosotros dos, mi amigo Brando Heistig y yo, «buceando» en sus más queridos y polvorientos libros. Su vivienda, en Chelsea, no muy lejos de mi centro de operaciones, era más bien un cubículo de paredes recubiertas de estanterías repletas de libros, pergaminos y papiros, que sin duda lo hubieran hecho millonario de haberse decidido a venderlos a un importante anticuario.

Pero he aquí que todo nuestro esfuerzo fue inútil y me marché bastante desanimado, aunque, eso sí, dispuesto a reiniciar la lucha tras un buen desayuno y algunas horas de sueño. Solté un rabioso juramento, y entré en un bar cercano a mi oficina, donde pedí un café cargado mientras desplegaba la prensa de la barra ante mis vencidos párpados.

Entonces me llevé una sorpresa mayúscula. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Allí estaba mi elegante y adinerado cliente del día anterior, en aquella instantánea en la que aparecía boca arriba, con su cabeza sobre un charco de sangre. Sacudí la cabeza, asombrado. No había pie de foto, no decía su nombre, sólo cómo se le había encontrado… quién… esas cosas que siempre se dicen en estos casos; pero sobre su personalidad, nada de nada. «¡Qué pena!», pensé ante esa rotunda evidencia. Fruncí el entrecejo mientras leía con toda atención, y entonces el vello de la nuca comenzó a erizárseme.

El forense aseguraba que había sido asesinado sobre las 13.30 horas, es decir, poco después de abandonar mi oficina. Tragué saliva con dificultad. Después una mirada más detenida de la fotografía me indicó cuál había sido el motivo. El delgado y negro maletín ejecutivo había desaparecido. Un
flash
vino a mi mente, y por eso cavilé: «¿Sabrían que habló conmigo? ¿Le habían estado vigilando? ¿Y si yo era el siguiente? Tranquilízate. ¿Qué harías tú en su lugar? Tranquilo, piensa», me ordené mentalmente, para apartar los pensamientos erráticos.

Doblé el ejemplar de
The Guardian
, dejé unas monedas sobre la mesa y salí a toda prisa hacia mi apartamento. Notaba un anhelo frenético ante las dudas que, incansables, me aguijoneaban el cerebro. En unas pocas zancadas alcancé mi objetivo, al subir las escaleras de dos en dos, y abrí la puerta, con el corazón latiéndome como un loco. Tenía una incómoda sensación de vértigo e ingravidez, igual que si me estuviera hundiendo sin remedio, con toda lentitud, en las oscuras aguas del lago Ness.

Entré en tromba, abrí puertas y armarios, lo revisé todo. Pero no, no había entrado nadie; no habían destripado mi apartamento como yo me temía en busca de… Seguidamente, saqué los libros que ocultaban la caja fuerte, la abrí y… ¡Vacía! Se me cayó el alma a los pies y contuve una maldición.

Alguien, metódico y cuidadoso, se había llevado aquella pieza extraordinaria, y asimismo, las fotografías. Era como si éstas nunca hubieran existido, lo mismo que si todo hubiera sido una fantasía, un sueño más…

Solté una exclamación ahogada.

Quizás era precisamente eso lo que deseaban que pensara, pero las cincuenta mil libras eran reales, allí estaban. Extraje el cheque, lo desdoblé con sumo cuidado y él, claro, me confirmó al instante que la entrevista había sucedido. Todo era tan real como la vida misma.

Aquella noche la pasé en un discreto hotel, apenas tomé para ello mis útiles de aseo, el portátil, algo de ropa, el pasaporte y dinero, y me trasladé de residencia por un elemental sentido de la seguridad. A la mañana siguiente me presenté en una sucursal del Banco de Inglaterra e hice efectivo el talón. Ningún problema con la ventanilla de turno. Cincuenta mil machacantes fueron a parar al bolsillo interior de mi cazadora.

Había elegido unos vaqueros y una cazadora de cuero negra, así como calzado deportivo, para viajar más cómodo. Iba a investigar para el señor Lerön Wall, aunque estuviese muerto. Más allá de la consabida ética profesional, me picaba como nunca la curiosidad.

Mi primera visita prevista era al amigo del difunto, un «competidor» de Roma, así que decidí ir a verlo. Dicho y hecho, tomé un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow. Una vez allí, compré un billete de avión con destino directo a Roma en el mostrador de la compañía Air Italia.

Casi dos horas después me encontré a bordo, cómodamente instalado, y comencé a ordenar mis ideas. Mis pensamientos se precipitaban a velocidad de auténtico vértigo. Me pareció excesivo que su amigo hubiera contratado a un matón para matarlo como castigo por el robo de la pieza. No, algo más debía esconderse detrás de aquel siniestro asunto. Junto a mí, una mujer gruesa y sonriente parloteaba sin cesar, aun dándose cuenta de que no le prestaba la más mínima atención. A pesar de todo, ella continuó con su insulso soliloquio sobre los eternos problemas familiares. Había adquirido un billete de turista para no atraer la atención, por si era controlado por los asesinos de mi cliente. No obstante, me arrepentí durante el tiempo que duró el vuelo. Era insoportable aquel ruido monocorde y persistente en que resultaba la voz chillona de aquella mujer de mediana edad, con dientes desiguales y un ojo estrábico.

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