El laberinto prohibido (4 page)

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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

Mi sorpresa fue mayúscula cuando casi de forma retórica y sin esperar mi respuesta, el empleado de la ventanilla con doble acristalamiento blindado me preguntó con voz neutra desde su micrófono:

—¿Quiere entonces traspasar sesenta mil euros de la cuenta conjunta a la que posee sólo a su nombre?

No hubo respuesta inmediata por mi parte, y sí un plúmbeo silencio. La sorpresa me había paralizado las cuerdas vocales.


Signore
…, le he preguntado si desea traspasar sesenta mil euros de la cuenta conjunta a la que tiene sólo a su nombre —insistió el cajero, aunque ahora en un tono condescendiente, como aquel que explica a un niño algo tan elemental que se cae por su propio peso.

—Perdone, es que estoy atento a tantas cosas… —respondí tras reflexionar por un momento, forzando una sonrisa de circunstancias—. ¿Ha dicho usted de mi cuenta conjunta? —Casi en el acto, recordé que Pietro Casetti había hecho mención de una cuenta especial para gastos abierta a mi nombre, pero sin mencionar en ningún momento que fuera precisamente eso, «conjunta».

—Sí, señor, está a su nombre… —El cajero, un cuarentón de profunda alopecia, titubeó unos instantes antes de continuar con su maravillosa aclaración— y del señor Pietro Casetti. Fue abierta ayer por la tarde. Es el único día que se abren las oficinas al público fuera del horario habitual —puntualizó con evidente profesionalidad—. Traspasó el dinero de una vieja cuenta. Lo traspasó todo… El total exacto…, déjeme que lo compruebe ahora mismo —aseguró con voz firme, moviendo sus dedos eficazmente en el teclado del ordenador que se erguía ante él—, asciende a tres millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros —concluyó, mirándome expectante, y esperando nuevas órdenes del boquiabierto cliente extranjero que tenía tras el mostrador. Así las cosas, mi voz sonó con una nota de incredulidad cuando di el visto bueno a la operación.

—Sí, sí, hágalo, traspase la cantidad que le he pedido —repliqué tras un lapsus mental, anonadado como me encontraba ante semejante sorpresa—. ¡Ah! Y quiero, por favor, un extracto de la cuenta conjunta… Y una cosa más… ¿Puedo extraer el dinero sin la firma del señor Casetti, o ello resulta del todo imprescindible? —Mientras hablaba, fruncía el entrecejo con expresión dubitativa.

—Es usted persona autorizada —aseguró el cajero con calma tras sus gafas de miope con montura negra—. El
signore
Casetti no ha impuesto límites para extraer cantidades de ella.

Ahora, con los ojos desorbitados de un demente inmensamente feliz, observaba aquellas escasas líneas que daban fe de la muerte de mi generoso cliente. Calculé que entraba dentro de lo posible que se sintiera amenazado, y que quizás entonces pensó en cambiar… Pero no, no era razonable dejarme al alcance de la mano una fortuna. Casi no me conocía… No sé aún cuánto tiempo tardé en borrar de mi rostro la sonrisa triunfal con que éste se iluminó.

Saqué del bolsillo derecho de mis vaqueros el papel del extracto, y luego lo desdoblé con sumo cuidado, para cerciorarme de que no existía ningún error posible. Sí, claro que sí, la asombrosa cantidad aparecía metida en el ángulo inferior derecho. Eran tres millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros que ahora eran enteramente míos.

Pero al instante pensé que la policía no tardaría en atar cabos, al sospechar de un posible chantaje, con posterior asesinato… Todo me acusaba a mí en este momento. Además, sus parientes reclamarían con insistencia sus bienes, sobre todo si tenían pleno conocimiento de la cuantía a la que ascendía su fortuna.

Ahora más que nunca necesitaba visitar su piso, cosa harto peligrosa, pero absolutamente necesaria por otra parte.

Sin temor alguno a «arruinarme» por completo, deposité dos billetes de cinco euros sobre la bandeja del desayuno, y luego crucé la plaza con paso muy enérgico, y luego el cantón que la comunicaba con la calle paralela. Finalmente tomé el primer taxi que vi, dándole al anónimo profesional del volante la dirección que venía citada en el periódico.

«Al menos a éste le conocen en Roma, no así a Lerön Wall, cuyo apellido ya me había sonado a falso desde un principio. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro? Y sobre todo, ¿quién o quiénes actúan en la sombra?» —pensé con demoledora lógica.

Cada vez tenía más preguntas y menos respuestas, así que decidí dejar que el tiempo fuese aclarando aquel embrollo. Iba tan absorto en mis pensamientos que el entorno parecía no existir. Media hora más tarde, el taxista me sacó de mi profundo ensimismamiento con una voz ronca y grave.

El conductor sacudió la cabeza.

—Hemos llegado,
signore
… Son dieciséis euros —disparó su vozarrón. Le pagué, y me apeé como si fuera un autómata.

El edificio de cinco plantas que tenía delante se hallaba ubicado en una zona cara, residencial. Presentaba un aspecto sólido y señorial, construido con piedra de sillería, blanca y cubierta por unos afrancesados desvanes de pizarra negra. La puerta de acceso, de más de casi dos metros y medio de altura, de gruesos barrotes de hierro negro, estaba abierta, y en el interior del portal una mujer de la limpieza, con profundas ojeras y casi anoréxica, se encargaba de su cuidado.

Me acerqué a los buzones, que se hallaban en un recodo, a la derecha. Ascendí luego los cinco anchos escalones de mármol rosa que separaban el suelo del portal del inicio de la ancha escalera de madera de roble del edificio, y de este modo localicé dónde se encontraba la vivienda de Casetti.

Subí por la escalera hasta la segunda planta, pero unas cintas cruzadas de color blanco, con la palabra «Polizia» en negro, precintaban la puerta del apartamento a todo intruso. La puerta de al lado se abrió. Recortándose en el umbral, vi la regordeta figura de una mujer de unos cincuenta años de edad, de mejillas enrojecidas, ojos vivarachos, boca un tanto grande de labios muy carnosos y de impresionante busto, casi tan descomunal como la estanquera del genial Fellini en su filme
Amarcord
.

Me miró de arriba abajo con un escepticismo que enseguida dio paso a una sonrisa burlona.

—¿Es usted de la policía? —preguntó inquisitiva—. Me dijo el teniente que le entregase la llave del apartamento del señor Casetti.

—Sí, claro, gracias —respondí sin titubeos, simulando indiferencia—. He de tomar más huellas… ¿Sabe? —le mentí con todo descaro.

Ella entornó los ojos con expresión de suspicacia; tenía hebras grises en el pelo castaño. Después dejó escapar un leve suspiro y me entregó un llavín dorado, observando a continuación cómo penetraba en el domicilio del difunto Casetti, tras lo cual cerró de un portazo. Así que quité el precinto con la mayor naturalidad, como si lo hiciera a menudo, metí la llave y la puerta cedió sin problemas.

Pocas veces en mi vida he visto un lugar tan lujoso, tan exquisito. Había una consola de estilo Versalles, con sendas sillas de estilo Luis XV, una a cada lado, y sobre ella, un espejo dorado que completaba el barroco conjunto. Era el mobiliario que daba la bienvenida en el recibidor, cuyas paredes, delicadamente tapizadas en tela de seda, en color crudo, lograban un aspecto muy acogedor.

Abrí después las puertas correderas que daban acceso al salón, y fue ya como si me transportara en el tiempo a un salón del palacio de alguna corte europea del siglo
XVIII
, aunque, naturalmente, de menores proporciones.

Cada objeto, espejo, reloj, cuadro o araña, era sin duda auténtico, en una asombrosa ornamentación de estilo rococó y de origen chino. Allí había seguramente más dinero invertido del que el finado tenía depositado en su cuenta de la Banca Nazionale del Laboro, y que ahora yo controlaba. No hay palabras para resumir aquella impresionante colección de marquetería fina, de maderas pintadas y enchapadas en colores suaves.

Me acomodé en un sofá de estilo Luis XV, tapizado en un elegante rojo enmarcado en madera dorada con pan de oro. Estaba delicadamente tallado, y en esos mismos instantes me sentí un miembro más de la fastuosa corte francesa de Versalles. Supongo que ése en sí era el objetivo que perseguía el conjunto de aquella recargada decoración.

Antes de tocar nada más, me enfundé unos guantes de vinilo, que siempre llevo conmigo, y me serví una generosa dosis de coñac Larsen, el llamado «de los vikingos», en una copa de cristal
baccarat
. Con ella en la mano, continué explorando tranquilamente el despampanante apartamento de Casetti. En un cuarto, casi tan grande como el salón, encontré al fin lo que buscaba. Sobre una mesa de trabajo de madera de roble había una reproducción de un friso egipcio realizado en yeso, el cual me informó ipso facto, como si el mismísimo Casetti me estuviese hablando en aquel preciso momento.

—Así que esto es lo que buscabas… —dije en voz alta mientras acariciaba suavemente dos jeroglíficos del friso, a la vez que traducía su significado.

Un pedazo había sido cortado, y correspondía exactamente con el pequeño trozo de friso que pusiera en mis manos el señor Lerön en Londres.

«Veamos si aún sé darle significado a esto… —me dije a mí mismo, pensando que hacía años que no traducía los símbolos del Antiguo Egipto a mi idioma materno—.
'DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER'
, equivale a
'Que sea dotado de vida eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado'
. El texto está completo, sólo faltan los símbolos de Amón, el carnero sobre la serpiente Apofis y el de Set, enroscado sobre un cuerpo humano; protección y maldición, según para quien ose entrar; pero entrar… ¿adónde?»

No descubrí nada más que me sirviera, así que decidí marcharme; pero en un instante, un murmullo de voces me sobresaltó. Alguien estaba entrando en la casa… Me oculté tras una gran estatua, a cuyos lados se alzaban sendas plantas de gran tamaño, y dejé que el que supuse sería el verdadero policía entrara en la habitación. Tan pronto lo hizo, me deslicé con todo sigilo hacia la puerta, y ya no me contuve más, pues bajé de dos en dos las escaleras y sin hacer demasiado ruido, gracias a mi calzado deportivo.

Cuando estuve en el portal, comprobé que mis pulsaciones se habían disparado a límites preocupantes.

No perdí más tiempo, ya que salí y me alejé a pie a buen paso, perdiéndome en el dédalo de callejuelas que formaban varias barriadas de vetustas viviendas al otro lado del edificio. Entré en una vieja taberna, con insufrible olor a lejía, y un largo y alto mostrador de madera astillada, y me senté en una desportillada silla al fondo del lúgubre local. Lo hice junto a una mesa de madera, muy gastada por el uso, pero que aún se mantenía firme.

Un camarero, bien cargado de kilos y años, con la camisa que parecía iba a estallarle de un momento a otro por la presión de su descomunal panza sobre los botones, oliendo además a sudor rancio, se aproximó para hacerse cargo de lo que pudiera pedirle.

—¿Qué desea el
signore
? —me espetó con tono áspero, casi atragantándose con lo que masticaba este maloliente y avinagrado tipejo.

—Un
capuccino
, por favor —le respondí, ensimismado como me encontraba tras lo que acaba de descubrir, sin prestarle más atención visual.

El hombre se encogió de hombros y volvió a la barra.

«Un texto ciertamente extraño —rememoré mentalmente—. Los símbolos que no encajan con los que son del Imperio Antiguo, ni el Nuevo, ni tampoco el Medio… Si lo he leído de forma correcta…, y creo que sí, habla del inframundo, del
Libro de los Muertos
. Pero ¿y esos símbolos de Amón y Set…?»

En aquel momento, sólo dos ancianos jugaban al dominó en un rincón. Tenían los rostros surcados por demasiadas arrugas de preocupación, nacidas sin duda de las amarguras vividas. De vez en cuando, acompañaban cada trago con ruidosos regüeldos. También descubrí, más al fondo, junto al escusado, a un borracho impenitente echándose al coleto el resto de una vaso de vino «peleón». Parecía que la luz del día se negaba a entrar en tan deprimente lugar, lleno de mugre, con las bombillas marcadas por infinidad de cagadas de moscas. Fue entonces cuando comencé a sentir ganas de huir de él cual alma que lleva el diablo.

El adiposo camarero, cuyo aliento apestaba a ajo, dientes picados y vino de ínfima calidad, cortó mi «fuga» mental al llegar hasta mi mesa con la consumición pedida. Dejó con desgana el café sobre ella, y le aboné la cantidad que figuraba en el tique. Fue entonces cuando me fijé en sus uñas, largas y negras a cuenta de su poca afición al jabón. No obstante, y a pesar de mi repugnancia por aquel antro, todavía esperé un rato. A pesar de todas sus miserias, era un lugar seguro, al menos de momento…

Me hubiera venido bien sacar fotografías del friso, pero ya no iba a ser posible. De todas formas, el texto estaba ya grabado para siempre en mi cerebro. Lo repetí mentalmente:
«'DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER' "Que sea dotado de vida eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado"
. ¿Dónde diablos se puede encontrar un lugar así?», me pregunté varias veces.

Me levanté y salí dejando el café sobre la mesa, sin tocar, de puro asco que me dio. El repelente camarero me miró entre incrédulo y enojado, mostrando luego sus amarillentos dientes en una horrible mueca simiesca.

La cabeza me daba vueltas y mezclaba las ideas, sin que consiguiera ordenarlas, mientras a grandes zancadas recorría, una tras otra, las calles sin rumbo concreto.

Sentía una irritación amarga.

Decidí ir a algún lugar público, donde los turistas, que en esa época del año invaden Roma, abundasen. Calculé que siempre me resultaría más fácil perderme entre ellos, si era del todo necesario. Necesitaba libertad de acción para obrar a mi antojo. Una cosa sí tenía claramente definida, y es que me debía a mis dos diferentes clientes, a quienes no iba a decepcionar a pesar de estar muertos.

Me refugié en un local muchísimo más apropiado a mi nivel de vida, con la sana intención de tomar una cerveza bien fría sin que sintiera ganas de vomitar. Estaba lleno de japoneses y norteamericanos, y eso me complació. Además, había un constante murmullo de conversaciones nerviosas sobre las maravillas de Roma. Era el sitio ideal para huir de miradas escrutadoras…

Capítulo 2

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