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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (3 page)

Cuando llegamos al aeropuerto de Fiumicino, en Roma, me apresuré a salir de él tomando de nuevo un taxi. Según me habían comentado, los taxistas romanos eran poco menos que suicidas, y un tanto pesados en cuanto a conversación se refiere, extremo que cualquiera puede comprobar enseguida in situ.

Me hospedé en el hotel Madison, un lugar discreto, cuyo exterior poco o nada tenía que ver con lo que eran sus amplias habitaciones, con sus paredes recubiertas de telas verdes y mobiliario de buena madera, con baño todo él de mármol. Siempre que necesitaba quedarme en un lugar discreto y cómodo, elegía el Madison.

Eran las tres de la tarde; pedí que me subieran algo de comer y me metí en el baño. El agua tibia de la ducha me confortó, y por ello permanecí bajo el chorro del agua varios minutos, disfrutando de aquel placer hídrico y relajante. Después me enfundé el confortable albornoz blanco que colgaba tras la puerta, con las grandes iniciales HM en hilo dorado, y me eché sobre la gran cama con las manos tras la nuca.

Tras dos golpes suaves y la consabida frase de «servicio de habitaciones», y siempre después de conceder mi permiso, una joven camarera de buen ver penetró en mi habitación con una gran sonrisa en su rostro, a la que adornaban dos ojos negros de increíble brillo.

—Le he traído un poco de todo, como no sabía qué podía apetecerle… —Fue destapando varios platos conteniendo carne en salsa, salmón a la plancha con una guarnición de ensalada, espaguetis a la boloñesa, y varios apetitosos postres lácteos, todo junto a una botella de vino italiano y una jarra de agua, así como dos copas de fino cristal de Bohemia.

—Es todo un banquete, y tiene buen aspecto —contesté complacido. Enseguida le puse en la mano un billete de veinte euros, y la agradable camarera se retiró satisfecha por mi «detalle».

No me dio las gracias, aunque se limitó a asentir con la cabeza. Eso sí, ella desvió la mirada cuando la lujuria carnal me hizo imaginar cómo me sentiría al acariciar su resbaladizo cuerpo desnudo. Sería si antes le daba un masaje con aceites perfumados de la Hispania romana alrededor de la mata que debía tener entre las piernas… Suspiré, apartando luego la lascivia de mis pensamientos, encadenados también a su portentosa boca rojo cereza. Había que prestar atención a la gastronomía local.

El salmón fue el plato elegido, regado con una buena cantidad del Soleggio de la bodega del príncipe Pallavicini, un tinto de crianza tan intenso como potente en mi boca. ¡Ah! Era como estar en casa, pero mejor… Y después vino una gran copa de helado. Todo lo servido desapareció en mi interior. Rememorando tiempos pretéritos, diré que me había puesto a cuerpo de senador vitalicio del Imperio Romano de Occidente, y sin riesgo de que nadie me envenenara, o eso creo…

Tenía que empezar por algún sitio, así que decidí buscar en la guía telefónica el número de Pietro Casetti. Era un anticuario muy conocido, así que lo encontré
presto
. Marqué el número y esperé la respuesta, al tiempo que silbaba un insulsa cancioncilla de moda. Una voz, suave y bien timbrada, sonó al otro lado.

En pocas palabras le puse al tanto de la situación. Su rostro debió contraerse en un rictus de disgusto, ya que su desagrado era evidente incluso a través del hilo telefónico. Tras un hosco silencio, durante el cual él trataba de contener su ira, se le quebró la voz, carraspeó y por fin nos citamos en el Vicotti, en la Piazza Navona, a las ocho en punto de la mañana. Yo llevaría un bolso negro con una gran tapa que lo cubría por delante, en bandolera.

Colgué y me eché a dormir. Me dio por imaginar cómo sería el rostro lívido de Casetti. Una sonrisa sarcástica me acompañó con el primer y reparador sueño.

Me encontraba deleitándome con una copa de helado —adornado con sirope de chocolate y algunos perifollos de colores que, enhiestos, se alzaban sobre él por medio de largos y afilados palillos—, sentado junto a una de las mesas metálicas circulares del Vicotti. Por el cantón de enfrente que comunica la calle con la ciudad, confiriéndola ese aire de refugio tan seductor, entró un varón de unos cuarenta y muchos, vestido de manera informal, aunque ciertamente elegante.

Es posible que incluso la cazadora de cuero marrón —y de seguro que muy cara— así como los pantalones vaqueros unidos a una complexión atlética, contribuyeran a restarle algunos años. Por otra parte, carecía de canas, y una espesa y bien cortada cabellera negra larga, recogida en una coleta, le daba un inconfundible toque postmoderno. Era el arquetipo del varón maduro latino que las féminas al uso denominan como «interesante».

Él recorrió con la mirada la plaza, de lado a lado, y sin dudar, se acercó hasta mi mesa con paso seguro y las manos en los bolsillos de la cazadora. Después me habló en un más que correcto español.

Le brillaban los ojos, e ipso facto comprobé que su expresión se mostraba alerta.

—Buenos días, supongo que usted es el señor Alex Craxell —casi afirmó con una voz grave y profunda, mostrando un completo dominio de sí mismo.

—Así es —repliqué con frialdad en el idioma en que se expresaba, y que era el original mío—. Y usted debe ser Pietro Casetti… ¿Verdad? —le pregunté, más para concluir mi frase con un cliché clásico de educación estándar, y para que en realidad me lo confirmase—. Pero siéntese, por favor —le pedí presto, pero, eso sí, sin sonreír lo más mínimo.

Cuando el aludido lo hubo hecho, me llegó el aroma de un conocido y muy caro perfume, algo que a mí, a nivel personal siempre me ha dicho mucho de la personalidad de quien tengo enfrente. Resultaba harto evidente que el hombre que tenía casi junto a mí, al otro lado de la mesa de la terraza del Vicotti, se resistía a envejecer, y por ello luchaba tenazmente contra el implacable paso del tiempo.

El tal Casetti era un tipo de piel bronceada y aspecto saludable, que te miraba de frente, sin intentar ocultar nada, seguro de sí mismo. Obviamente, fue directamente al grano en su exposición.

—Me dijo usted por teléfono que se hallaba en poder de una información importante relativa a la pieza que sustrajo de mi casa el señor Lerön Wall… Doy por hecho que no se halla en su poder dicho objeto —aventuró de golpe y con algo de aspereza, en un intento de sonsacarme hábilmente; algo que, por otra parte, ya estaba esperando.

—No he querido engañarle en absoluto,
signore
Casetti… Conozco los símbolos y grabados en la pieza por haberla tenido en mis manos, así como media docena de fotografías que el señor Wall le hizo, a fin de facilitar mi examen de la misma, sin que tuviera que manosearla cada vez que deseara verla. Dejó a mi cargo ambas cosas. Lamento decirle. —Bajé la mirada, un tanto avergonzado, pero haciendo teatro— que fueron robadas de mi propia caja fuerte… Los ladrones, o el ladrón, no se llevaron nada más…

El pareció sobresaltado, pero en un instante recobró su semblante habitual.

—Y posteriormente, cuando supo del asesinato de Lerön Wall y de la desaparición de la pieza y sus copias fotográficas, fue encajando piezas, supongo —apuntó certeramente mi interlocutor en tono glacial, al tiempo que yo jugueteaba con el azucarillo vacío de mi café entre mis dedos—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó haciendo una extraña mueca.

—No sé si usted, después del robo acaecido en su domicilio, deseará ayudarme a aclarar este enigma, pero yo me propongo llegar hasta el final… Después de todo —contesté con tono pausado—, el difunto señor Wall me abonó una generosa cantidad a cuenta, y alguien más ha logrado picar mi curiosidad, hasta el…

En ese preciso momento llegó de nuevo hasta la mesa el solícito camarero para interesarse en el recién llegado cliente.

—¿Tomará algo el
signore
? —inquirió sonriente, pero a la vez algo rígido.

—Un
capuccino
, por favor, gracias —añadió Pietro Casetti con consumado estilo, sin perder ya la compostura. Continuó hablando cuando se alejó el empleado de hostelería—: Verá, si mi colega Wall hubiera decidido colaborar conmigo —aseguró, malhumorado—, yo hubiese puesto a su disposición esa importante pieza que, por otra parte, he tardado años en conseguir, sin necesidad de que la hurtara y quizás estuviera vivo… —Hizo una breve pausa—. Me interesa en grado sumo hallar el lugar del que procede. Es por esto, y también por la determinación y lealtad que veo guían su investigación en todo momento, que apoyaré cuanto considere necesario para llevar a buen fin esta búsqueda.

Sin esperar mi respuesta, Casetti extrajo del bolsillo interior de su cazadora un papel rectangular, doblado cuidadosamente, y lo extendió con elegancia ante mi atónita mirada. Literalmente hablando, puedo afirmar que me quedé con la boca muy abierta. Era un cheque de la Banca Nazionale del Laboro por valor de ¡sesenta mil euros! No supe qué decir. Le miré a la cara con curiosidad mientras tenía la mente obnubilada por un inefable éxtasis. Esta vez él sonreía como lo hiciera aquel día el señor Wall en mi apartamento-oficina londinense.

—Es sólo un adelanto… —Esbozó una tenue sonrisa de suficiencia—. Además, me he tomado la libertad de abrir una cuenta a su nombre con una cantidad elevada para gastos imprevistos. Créame si le aseguro que el dinero no supondrá jamás un obstáculo— aseguró con firmeza en la voz.

—Estaba seguro de que yo iba a continuar la búsqueda… Me sorprende usted,
signore
Casetti —le confesé abiertamente.

—Si tras la muerte de su cliente, y en lugar de embolsarse la cantidad que éste le entregó, como yo estaba seguro que haría para abandonar el asunto, decide continuar y venir a verme, eso quiere decir, al menos para mí, que se puede confiar en usted. —Sonrió y después su expresión se hizo solemne en extremo al agregar—: Me ha demostrado con creces que es una persona íntegra como pocas, además de, por supuesto, como profesional.

—Me halaga usted con su confianza.

Mi interlocutor sacudió la cabeza a ambos lados, y luego dijo con actitud enigmática:

—No lo crea, nunca lo hago si no es porque realmente lo merece a quien se lo digo… Tampoco tengo muchas ocasiones para expresarme así. —Se encogió de hombros—. Desgraciadamente, hoy día la palabra de un hombre suele valer poca cosa… No es así en su caso particular —añadió en tono alentador.

Pietro Casetti alargó el cheque, de nuevo doblado, cogido entre sus dedos índice y corazón. Yo lo tomé con decisión, no sin cierto desasosiego, he de reconocerlo así, por la imprevista marcha de los acontecimientos.

—No se preocupe, le será muy necesario… —continuó, tajante, Casetti—. Va a enfrentarse a dos poderosas instituciones, ricas además. Ambas son milenarias. —Su rostro se ensombreció—. Puede estar seguro de que ha sido espiado, seguido y controlado desde que habló por primera vez con el señor Wall. De hecho —masculló con voz entrecortada—, continuar hablando aquí podría resultar fatal para ambos. —Miró a su alrededor, como para asegurarse de que mi advertencia no llegaba demasiado tarde.

—Le tendré al corriente de cuanto suceda… —Callé un instante—. Dígame, por favor, cómo puedo contactar con usted… ¿En el número que tengo de su domicilio?

—No, ése no es seguro… Yo le llamaré siempre a usted, señor Craxell, si tiene la bondad de apuntarme su número de teléfono móvil —dijo después de respirar hondo, acercándome a continuación una servilleta limpia.

Le escribí los nueve dígitos de mi móvil, y tras doblar la servilleta en cuatro, se la di. El la introdujo en el mismo bolsillo del que extrajera su generoso talón. Después hizo un elocuente gesto de asentimiento.

—Estaremos en contacto… —convino Casetti, pensativo, poniéndose en pie y depositando un billete de diez euros sobre la mesa—. ¡Ah! Su cuenta está en el mismo banco emisor del talón que tiene ya en su poder —me informó con gesto impenetrable y sin pronunciar su nombre, supongo que para evitar ser oído por quien no debiera, y luego añadió escueto—:
Ciao
. —Se despidió con rapidez, desapareciendo por el cantón que había atravesado para dar a la plaza cuando llegó.

Alex Craxell, o sea, yo, se sentía encantado.

Me quedé allí un buen rato, preguntándome, una y otra vez, qué podía ser tan importante como para despilfarrar el dinero de manera tan espléndida. Mentalmente esquematicé los hechos acontecidos, tratando de encajarlos y darles algún sentido. Era un elemental intento de arrojar algo de luz sobre aquel delicado y peligroso asunto.

La luz declinaba encendiendo el cielo de tonos rojos y anaranjados, a semejanza de un fuego que consumiera las últimas horas de luz sobre la Ciudad de las Siete Colinas. Sus numerosas esculturas cobraban vida propia bajo sus encantadores efectos, creando mil sombras que amenazaban con deambular por recónditos y añejos rincones, los que conformaban la personalidad antigua y señorial de Roma.

Paseé sin rumbo fijo durante un par de horas para, más tarde, tomar un taxi que me llevó hasta la entrada del Madison. Una vez en recepción, pedí mi llave y una joven de pelo muy corto la depositó sobre el mostrador. Ella tenía una forzada sonrisa, aunque me fijé más en su insinuante canalillo asomando en el escote en forma de pico. Pero en esos momentos no tenía tiempo, ni tampoco predisposición mental alguna, para pensar en el tacto de senos turgentes.

Subí a mi habitación, me desnudé, y me metí enseguida en la ducha. Soy de los tipos que soportan mal el calor. Ahora tenía un plan y suficiente dinero para ponerlo en marcha. Con un poco de suerte, todo marcharía bien.

Abstraído en la profundidad de mis pensamientos, dejé que el agua, además de llevarse mi pegajoso sudor, tonificara mis músculos y me relajara bastante. Aquella noche dormí de un tirón, como un bebé con el estómago bien lleno de leche materna.

En primavera, la luz inunda la ciudad de Roma, llenándola por completo, vivificando su monumental y abigarrada configuración, creando una estampa única, imposible de ver en cualquier otra ciudad. Toda ella parece florecer en la legendaria ciudad imperial de los césares, como un inmenso jardín cuyas pétreas flores se alzan por doquier, apuntando con sus orgullosas cúpulas al cielo mismo.

Esta era otra de esas mañanas mágicas. Cuando salí a la calle, me embriagué del aroma que reinaba en el ambiente, y decidí andar en lugar de tomar un taxi, como era mi costumbre para desplazarme. Tras andar como unos doscientos metros, entré en una sucursal de la Banca Nazionale del Laboro y me dispuse a ingresarle a Sandro sus mil euros. Acto seguido le pedí al cajero que me abonara el cheque por valor de sesenta mil euros para, a su vez, ingresarlo en la cuenta corriente que yo suelo usar en la misma entidad bancaria.

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