—Ya estoy aquí —le dije con total naturalidad, guiñándole un ojo en señal de simpática complicidad, como si nada hubiera sucedido. Y es que ahora me encontraba mucho más relajado, como cuando una tormenta de arena pasa de largo sin causar daño alguno y entonces la calma es aún más placentera—, podemos continuar… —Tras una pausa, conduciendo la situación por otro derrotero, y a fin de transmitirle un poco de tranquilidad, le pregunté con escepticismo—: ¿Crees realmente que daremos con la información de tus amigos?
El anticuario de Centroeuropa hizo un gesto de asentimiento.
Continuamos nuestra andadura, conscientes de que algunas miradas seguían nuestros pasos a causa del suceso acaecido. Fingimos interesarnos por un par de frascos de perfumes de cristal decorados con oro al agua, y también por una colosal escultura que trataba de ser una copia, por cierto muy mala, de uno de los guardianes de ébano y oro que flanqueaban la puerta de la tumba de Tutankamón.
El sol arrancaba destellos a los objetos de latón decorados con versículos del Corán, tales como platos, teteras… y ambos nos preguntábamos, sin atrevernos a confesárselo al otro, cómo localizar la información dada por un sabio judío en un barrio como aquel, que estaba habitado exclusivamente por musulmanes y por incontables garrapatas, roedores, cucarachas y otros seres vivos tanto o más repelentes.
—Señor, tengo papiros. Son auténticos… ¡Mire, mire! —Se nos acercó un egipcio ofreciendo sus mercancías, quien, como es costumbre en ellos, insistía en colocarnos unos cuantos de aquellos papiros, copias de copias de copias de un original que nunca había visto sino en las ilustraciones de una guía turística.
—No nos interesa, ya tenemos muchos. ¡No! ¡No! —remarqué enérgicamente y en tono muy áspero, aunque a sabiendas de que era un intento inútil de librarme de él. Aquel vendedor era como una garrapata en su insistencia en pegarse a mi piel, y en chapurrear inglés con horrorosa pronunciación.
—Estos son buenos, señor, papiro bueno… —alegó el vendedor con terca insistencia. Era un tipo feo y con una leve corcova en la espalda—. Tengo también especias para vender. Vengan a mi tienda; sólo ver; sólo ver, señor.
—¡Ja! —exclamé airado—. ¿Acaso me has visto cara de ingenuo? ¿No sabes que soy experto en arte? Ya le he dicho que no. No queremos nada de su maldita tienda. Nosotros vamos al Jan-Al-Jalili; sólo a ver; le aseguro que no compramos… ¡No! ¡No! —añadí, cada vez más hastiado de su presencia.
Comenzaba a desesperarme viendo que su pesada insistencia no parecía tener final. Pero entonces, de entre aquellos papiros enfundados en plásticos transparentes el egipcio extrajo un dibujo a carboncillo de Moisés abriendo el Mar Rojo. Era apenas un pedazo de papel amarillento de unos 20 por 10 centímetros, y luego, como quien abre en abanico los naipes de una baraja, dejó en medio de sus
souvenirs
aquellos delicados trazos que para nada encajaban con sus papiros egipcios ni con quien nos los ofrecía.
—Sólo ver; sólo ver, señor. —El tenaz vendedor, capaz de perforar, con su abrumadora labia, la más blindada de las paciencias, bajó de pronto misteriosamente el tono de su voz, convirtiéndolo casi en una confidencia, en un susurro cuando indicó—: Venir a mi tienda y yo enseñar más.
Miré a Klug, y, ante su sudorosa y expectante cara, tomé uno de sus repetidos papiros para hacerle ver a quien pudiera observar la escena que, al menos aparentemente, aquel pesadísimo egipcio me estaba venciendo al fin con su terrible insistencia.
—Está bien… —Solté presión con un largo suspiro—. Te seguimos… Llévanos donde te dé la real gana, tío. —No consideraba que algún otro posible seguidor confirmara mi presencia allí por oírme hablar otra lengua que no fuera la anglosajona, con la que cada turista, como cumpliendo con una secreta liturgia no escrita, cumplía con el precepto máximo de usar el idioma más internacional.
Por entre calles estrechas y frescas, cuya sombra fue para nosotros un inesperado alivio —aunque eso sí, en compañía de un muy molesto zumbido de moscas y tábanos—, el obstinado vendedor nos guió hasta un local cuyos cristales acumulaban la suciedad de años, y en cuyo interior, al traspasar el umbral, un mostrador, que en otros tiempos muy distantes del nuestro debió lucir orgulloso su lustrosa madera de teca protegía tras él una inmensa cantidad de anaqueles llenos de especias, la mayoría de las cuales, no conocíamos ni de nombre. La estantería que cubría por entero el paño de la pared, del suelo al techo, y de lado a lado, era de unas dimensiones realmente impresionantes.
Vimos unas mesas de madera, en torno a las cuales había tres sillas astilladas y llenas de rayones, con restos de barniz que un día, ya muy lejano, les dieran brillo. Estaban arrinconadas contra la desconchada y sucia pared, y nos sirvieron para acomodarnos a la espera de acontecimientos.
Nuestro anónimo y gesticulante guía «cultural» se perdió al fondo de la tienda, tras una cortina de largas hileras de abalorios de plástico de colores que tintinearon con su característico ruido. Isengard y yo, un tanto perplejos, nos miramos con cara de interrogación. No comprendíamos qué demonios quería obtener de nosotros aquel insistente tipo, salvo, claro, vendernos su «valiosa» mercancía.
Recorrimos el mugriento establecimiento comercial con la mirada. El polvo cubría el largo mostrador y los anaqueles, en los que pequeños y alargados cajones guardaban en su interior, como un tesoro escondido en el tiempo, las distintas especias. Otro tanto ocurría con el reborde de madera de la pared que se hallaba recubierta de finas láminas de teca hasta la mitad. Las telarañas abundaban en los ángulos que formaban las paredes con el techo que, a su vez, aparecía con numerosos trozos de pintura a medio despegar, y en áreas en las que éstas ya se habían desprendido desde hacía mucho tiempo.
La cortina volvió a tabletear sus abalorios, y su plástico, al entrechocar, nos devolvió a la incómoda realidad de nuestra alocada «misión». El egipcio en cuestión se acercó con una voluminosa caja entre sus brazos, que depositó en la redonda mesa de formica, a cuyos lados nos hallábamos sentados Klug y yo.
El anticuario vienés me miró entre inquieto e incómodo.
—Me llamo Mustafá. —Se presentó el vendedor, ahora en un inglés tan perfecto que nada tenía que ver con el torpe chapurreo con que se dirigiera a nosotros la primera vez. Hablaba circunspecto, sin levantar la voz——. Soy copto… Digamos que aquí no somos lo que se dice «populares», por lo que debemos vivir adaptados lo más que nos es posible al uso y costumbres de nuestros vecinos musulmanes, mucho más numerosos y radicales, como ya saben…
Klug, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba la sorprendente metamorfosis lingüística sufrida por nuestro anfitrión. Incluso había dejado de transpirar, algo difícil para su pesada humanidad.
—El rabino Rijah me envió este paquete hace dos días, por medio de un mensajero de total confianza —dijo Mustafá, frunciendo mucho el entrecejo, mientras acariciaba el exterior de la nívea caja, como si de algo muy valioso se tratara—. Lo hizo con un sobre que me fue entregado para Klug Isengard, con intenciones de entregárselo en persona —añadió, sacando a continuación de detrás de la caja, a la que al parecer lo había adherido con cinta adhesiva, un abultado sobre.
—Yo soy Klug Isengard. —Se apresuró a responder mi nuevo compañero de andanzas, alargando, ansioso, la gruesa mano derecha—. Es para mí —afirmó con tono de profunda satisfacción.
Pero Mustafá —que ahora mascaba perejil, para camuflar algo su halitosis— retiró el sobre, pegándolo a continuación a su pecho para sorpresa del anticuario austríaco, que lo miró sorprendido.
—Antes necesito estar completamente seguro y comprobar si es quien dice su amigo… ¿Puede identificarse? —le preguntó con cierto recelo—. Lo siento…, pero debo tomar precauciones —se disculpó con una exagerada inclinación de cabeza.
Klug hizo un ademán quitándole hierro al asunto. Después buscó en el interior de sus pantalones —de los que podía sacar cualquier cosa, como yo mismo había podido comprobar anteriormente— con sus manos de dedos gordezuelos y cortos, que ahora se movían torpemente a causa de su evidente nerviosismo. Por fin extrajo un pasaporte medio doblado, en cuya portada se podía ver el escudo de la República de Austria.
—Tome… Usted mismo puede ver que no le miento. —Le entregó el documento oficial que tembló en el aire antes de que Mustafá, con total frialdad, lo tomase para abrirlo y cerciorarse de la identidad del hombre que aseguraba ser el destinatario de aquel preciado envío.
Aquellos escasos treinta segundos nos parecieron a ambos una eternidad, pero cuando Mustafá le devolvió a Isengard su pasaporte, una amplia y sincera sonrisa se dibujaba en el rostro de este copto.
—Veo que es así en realidad. Créame si le digo que me quita un peso de encima. Si alguien en estos tiempos descubriese este tipo de «material» —remarcó la última palabra con tono irónico—, podría costarme un serio disgusto… Hago esto en contadas ocasiones, y admito, justo es hacerlo así, que Rijah paga con generosidad esta clase de servicios, pero ello no implica que el realizarlos esté exento de peligro.
Por un momento, el anticuario de Viena me miró dubitativo, y sin pensárselo dos veces, procedió a ir quitando el apretado precinto de la caja. Después abrió el sobre con tanto nerviosismo que lo redujo a trozos de papel rasgado.
En el interior de la misteriosa caja aparecieron mapas detallados de Egipto e Israel, y también una carta propiamente dicha que Klug extendió con perceptible temblor de manos. La leyó con avidez, pasándomela luego con los ojos muy abiertos.
Estimado amigo Isengard:
Le envío, por un medio seguro, tal y como quedamos, cuanto creo que necesitará para su búsqueda. Si considero que algo que yo posea o que llegue hasta mis manos le pueda ser útil, se lo remitiré por este medio.
Que Dios le ayude.
La misiva terminaba con una mezcla de advertencia y deseo, todo en uno.
Por lo demás, dentro de la caja, tras rasgar la cinta adhesiva que la precintaba casi por completo —dejando apenas unos trocitos de cartón que mostraban su color de origen—, se apilaban cuatro libros gruesos, muy viejos, y que se conservaban casi en perfecto estado por lo excelente de su encuadernación.
Allí había una
Torá
judía, en cuyo papel, de extraordinaria calidad, descubrimos una caligrafía hebrea nítida que contaba la historia relatada por Moisés en los cinco libros sagrados que en Occidente conocemos como Pentateuco. Bajo ese libro aparecieron, tras liberarlos de la viruta blanca que se iba entremezclando con los volúmenes, recubriendo el color, un
Talmud
y una
Misná
, los otros dos libros sagrados de los judíos.
El austríaco soltó un suspiro de honda complacencia. —Éste es un tesoro valiosísimo— adujo con voz entrecortada. Como experto anticuario que era, apreciaba en lo que valía aquellos libros que en sus páginas contenían el camino que millones de personas seguían fielmente.
Mustafá mostraba su semblante circunspecto. En cuarto lugar, estaba una Biblia en inglés, en idéntica encuadernación, y con evidentes signos de ser muy antigua. Su cubierta, de piel rugosa y negra, con letras hebreas en pan de oro y adornada con palmeras y querubines medio borrados por el inexorable paso del tiempo, hablaba por sí misma de su edad. Sin lugar a dudas, era una joya de gran valor.
Mientras Isengard iba extrayendo los libros de entre la espuma que formaban las tiritas de corcho blanco que los protegían, todo su cuerpo temblaba perceptiblemente a causa de la intensa emoción que lo embargaba. Yo también me encontraba alucinado por el inesperado giro que tomaba nuestra búsqueda. Parecía que acabábamos de descubrir la tumba de un milenario faraón. Nos mirábamos de hito en hito, y mi «socio» tomaba cada obra entre sus manos, de dedos cortos y regordetes, como cuando se alza a un tierno bebé al que se tiene miedo de dañar, acariciando primorosamente sus rancias cubiertas.
Ansioso por descubrir más cosas, el anticuario rebuscó en el fondo, sacando el cartón del fondo de la caja, revolviendo de lado a lado la masa de corchos blancos para asegurarse de que nada quedaba sin encontrar.
Mustafá se mantenía discretamente en un segundo plano, con su penetrante mirada fija en la caja de la que Klug iba sacando cada libro, sin permitir a nadie interferir en su «sacra» tarea. Era como cuando un tigre come la carne que ha cazado, con sus sentidos alerta, en tensión por si algún rival se atreviera a disputarle su presa fresca.
—Espera, espera —me dijo Klug, a modo de disculpa cuando se me ocurrió alargar una mano e intentando justificar sus acciones, y eso que tenía todo el derecho del mundo al tratarse de un envío a su nombre—, que aquí hay algo más. —Continuó sacando a la luz dos fotografías que habían permanecido literalmente pegadas al fondo de la caja hasta el momento.
—¿Qué es eso? —le pregunté, sobresaltado, cuando le vi contemplarlas con los ojos tan abiertos que su sorpresa resultaba evidente.
Klug Isengard alzó la ceja derecha inquisitoriamente.
—¡Nunca vi nada igual! —exclamó, triunfante, pasándome el par de instantáneas mientras Mustafá, que asistía como genuino convidado de piedra a aquella improvisada reunión, nos miraba ahora, a uno y otro, con aire atónito.
Cuando las tuve frente a mí, observé el objeto que había impreso en ellas, y por unos instantes quedé absolutamente desconcertado.
Era en todo semejante a un papiro, aunque en negro, igual que una noche sin luna. Intenté relacionarlo con algo que yo hubiera visto con anterioridad, pero mi memoria negó cualquier otro precedente que pudiera existir. Nada, nada se parecía a aquello. Sobre él, en letras que debían ser de oro, alguien había escrito un conjuro. Porque tenía que ser eso, un encantamiento para poder sobrevivir a los peligros del increíble submundo egipcio. Los tres permanecimos, no sé cuánto tiempo, en un silencio harto significativo.
Afuera, a través de una pequeña ventana abierta casi a la altura del techo, se oía el incesante y pesado revoloteo de unos abejorros ebrios de calor. Un poco más lejos, alguien había empezado a tocar un tambor de piel de dromedario. Me fijé en el aspecto del copto. Tenía la cara contraída, gris. ¿En qué estaría pensando?
Después Mustafá se apresuró a cerrar la puerta de la tienda y también la referida ventana. Acto seguido dejó caer una polvorienta persiana, hecha de maderas estrechas que permanecían enrolladas sobre ella hasta entonces. Con unos chasquidos producidos por el entrechocar de sus láminas, de las que se soltó el polvo acumulado desde tiempos inmemoriales, la vieja persiana quedó vibrando, ocultándonos de posibles miradas indiscretas. El temor y la tensión iban subiendo de tono en nuestro obligado anfitrión, que se desentendió de nuestra conversación, quedándose junto a la puerta. Por uno de sus extremos miraba de vez en cuando, nervioso, temiéndose sin duda lo peor…