El taxista sintió un alivio inmenso.
En ese intervalo, el veterano automóvil de servicio público se deslizaba entre el agobiante tráfico que fluía caótico como la sabia ácida y densa de un árbol milenario que mantenía la vida de cada gruesa rama, regando con generosidad sus extremos.
Salah torció a la derecha, y se situó bajo un gran dosel de piedras, sostenido por cuatro columnas de estilo egipcio que eran el portal externo del hotel Ankisira. Un gran estanque, con nenúfares flotando sobre la delgada capa de agua que lo llenaba, ocupaba un lugar preferente ante a la entrada, obligando al recién llegado a bordearlo.
Salah bajó primero, y luego se encaminó hasta donde un emperifollado portero, vestido a la europea, hacía paciente guardia en espera de clientes, y le susurró algo al oído. Inmediatamente, el empleado hizo un gesto con sus manos y un joven botones, de tez oscura que evidenciaba ser también nativo, corrió hasta él para recibir sus instrucciones. El muchacho se perdió en el interior de nuevo, para aparecer, minutos más tarde, llevando una prenda de un suave color azul entre sus manos, que rápidamente pasó a las del portero, y de las de éste, a las de Salah que, como si portara las vestiduras de una reina, se apresuró a entregársela a Krastiva. Abrió la portezuela y la miró tiernamente, con una sonrisa de satisfacción que iluminaba su cara y le confería a sus ojos oscuros una luz especial, igual que cuando el sol penetra en un brillante y éste, a su vez, relumbra con tal poderoso fulgor que fascina a quienes lo observan.
—Por favor, póngase esto antes de salir. Es un regalo «de la casa». Si vuelve a Egipto, pregunte por mí a cualquier taxista… Todos me conocen de sobra —le rogó, ofreciéndole a continuación su mano para salir.
Cuando Krastiva depositó su pequeña diestra, de largos y finos dedos blancos —como plata refinada por el mejor orfebre judío— sobre la de él, Salah, sintió que el gélido frío de las estepas rusas le congelaba la sangre en las venas, produciéndole un intenso placer, algo impensable a lo largo de su existencia. Por un momento onírico, hasta creyó que su piel iba a contagiarse del hermoso color blanco de la de ella; y cuando la retiró, una profunda tristeza le invadió, como si alguien le hubiese arrancado su mejor sentimiento.
Cuando estuvo ya fuera del automóvil, en pie, frente a la entrada del impresionante establecimiento hotelero, Krastiva apareció embutida en una vistosa túnica, de hechura egipcia, con doradas filigranas en su pecho y mangas, que le llegaba hasta los pies, donde un ribete dorado la remataba con indudable estilo.
—Gracias, Salah, sin tu ayuda. —Le tuteó por primera vez, y a él se le iluminaron los ojos—, aún estaría intentando llegar… Estaba desesperada, sin saber qué podía hacer.
—Ha sido un placer, señorita… ¿Estará bien? —le preguntó movido por un impulso. No deseaba alejarse de su lado, porque un sorprendente dolor le oprimía el pecho y, a su vez, la congoja le impedía hablar con la soltura de la que hacía gala habitualmente con toda la clientela del día—. Sea lo que sea lo que le haya pasado, intente olvidarlo cuanto antes, si es que puede… Se lo pido por favor.
Ella asintió tristemente.
—Está bien, aquí me conocen… ¿Sabes? Vengo a menudo a tu país. Siempre que vengo a El Cairo, en realidad. Y esto es cada dos meses… Oriente Medio es ya casi mi segundo hogar —sonrió ella con dulzura, pensando en las agradables experiencias vividas en la abigarrada y vieja capital egipcia.
—Entonces la dejo a salvo… He de seguir trabajando —le respondió Salah con una nota de queja en sus palabras, un lamento que iba implícito en el apesadumbrado tono de su voz. Seguidamente, mientras le entregaba una tarjeta y acercándose un poco más, le dijo casi al oído izquierdo—: Tenga, por si me necesita de verdad… Llámeme, por favor… Para usted estoy de guardia las veinticuatro horas del día, fiestas inclusive, por supuesto que sí.
Ella asintió. De repente, adoptó una actitud solemne.
—Lo haré, amigo mío, vaya que si lo haré; puedes estar tan seguro de ello como que mañana va a lucir el sol con fuerza. —Y entonces Krastiva se acercó a él y le dio un cálido beso en cada mejilla—. Gracias por todo.
El taxista creyó desmayarse.
Si no hubiese sido por el atezado color de su piel, ella le hubiese podido ver cómo enrojecía por completo, como si de un adolescente se tratara. La bella rusa se alejó, no sin girar la cabeza y levantar las manos a modo de saludo para despedirse antes de penetrar por la puerta del hotel.
Salah suspiró muy hondo, se introdujo en su taxi, arrancó y, tras devolverle rápidamente el saludo, se perdió entre el denso tráfico, como un elemento vivo más de las arterias de aquella macrociudad. Eufórico, se permitió dar rienda suelta a la íntima satisfacción que sentía. Es más, mentalmente hizo una promesa: «Por Alá que soy capaz de dar un año de mi vida si puedo verla de nuevo y estar con ella».
Vestida como iba, gracias a la extraordinaria amabilidad de Salah, Krastiva Iganov se sentía mucho mejor. Se encontraba ahora en el despacho del gerente del hotel, Abdel Hassan Ben Adel «el Diplomático», un hombre fornido, alto, que ya sobrepasaba la cincuentena. Su pelo, espeso y negro, mostraba unas pequeñas hebras blancas en las sienes. Vestía a la europea, con un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata crema, con dibujos de pequeños jeroglíficos egipcios, en una mezcla que resultaba interesante por lo bien pensada. Su apariencia, en general, denotaba una dignidad que hacía confiar en él. Incluso su voz, profunda y bien modulada, inspiraba tranquilidad a cualquier cliente. Era un hombre de gestos untuosos y seguros a la vez.
Krastiva se había sentado en un amplio butacón, cuyos brazos eran esfinges egipcias que imitaban a la de Gizah, en madera dorada y laca negra. Enfrente tenía una mesa de madera de palo santo con incrustaciones de bronce dorado, cuyas hechuras evidenciaban su origen francés, con sus patas artísticamente talladas y arqueadas, que le separaba de Abdel Hassan. Este se hallaba instalado en su silla, idéntica a la suya, salvo por tener un respaldo más alto, en el que un relieve dorado mostraba una escena de Tutankamón sentado en el trono, y junto a él, su esposa Nefertari.
Las paredes del espacioso despacho eran en realidad grandes anaqueles de cedro, repletos de libros, los cuales desprendían un agradable olor —característico de esta madera cuando se ha cortado recientemente—, por lo que la joven rusa dedujo que al menos las estanterías acababan de ser instaladas no hacía mucho tiempo.
—Me alegra volver a tenerla entre nosotros, señorita Iganov. —El gerente se dirigió a ella desplegando una amplia y sincera sonrisa, y siempre con perfecto dominio del idioma inglés concretó—: Dígame, por favor, en qué puedo ayudarla.
Abdel Hassan Ben Adel disfrutaba cada vez que tenía la oportunidad de pasar unos minutos con aquella belleza originaria del inmenso país que fuera de los zares. El aire parecía impregnarse de su olor, llenarse con sus palabras cuando hablaba. Sin embargo, eran pocas las ocasiones en que esto sucedía, y quizás por esa razón, en estos momentos se deleitaba con su espléndida presencia, alargando el tiempo, conversando con ella, degustando su inesperado encuentro.
—Verá… —habló ahora Krastiva, segura de que recibiría inmediata ayuda por parte de él—. Acabo de sufrir una experiencia muy desagradable; en mi trabajo pueden ocurrir estas cosas… He perdido mi teléfono móvil, mi dinero y mis maletas… Lo he perdido absolutamente todo… —El gerente estaba perplejo—. Si fuera tan amable de permitir que me comunique con mi jefe, él se encargaría de suministrarme todas estas cosas, a lo sumo en un par de días.
Su rostro —un óvalo perfecto, de piel suave y tersa—, a pesar del cansancio y la tensión que aún acumulaba, aparecía, no obstante, tan sereno como siempre lo había visto; y sus ojos, levemente rasgados, y de pupilas verdes, lo miraban con intensidad, interrogándole a la vez que suplicaban.
—Por supuesto que sí, use ahora mismo este teléfono —le indicó el gerente del hotel sin más preámbulos, acercándole el que tenía a su alcance sobre la hermosa mesa escritorio—, y no se preocupe por nada más. Yo mismo me encargaré de que le entreguen la llave de la habitación que usted usa cuando se queda en nuestro hotel.
Ella agradeció la discreción por su parte. Era por esa razón que le denominaban El Diplomático. Sacudió la cabeza con una sonrisa de satisfacción cuando vio que Abdel Hassan se incorporó para abandonar su escritorio, sin dejar de sonreírle, y la dejó sola en la estancia.
Afortunadamente, la mente de Krastiva era como un gran archivo; no necesitaba agenda alguna. Aprenderse un número de teléfono era algo sencillo, y si éste era el de su «base de operaciones» con Viena, entonces no presentaba ninguna dificultad. Tenía por lo menos medio centenar de números telefónicos en su privilegiado cerebro.
Marcó los números y esperó a oír el tono adecuado. Al otro lado del hilo, una recia voz masculina respondió:
—¿Diga?
—¡Bradner! —exclamó la bella rusa con una sonrisa de oreja a oreja—. Por fin doy contigo… Bueno, es la primera vez que te puedo llamar en días.
—Krastiva… ¿Eres tú? ¿Cómo va tu reportaje?
—Bien, tengo el reportaje. Es como tú decías. Bueno, algo mucho más importante… —Le habló sin concretar más, por si alguien escuchaba su conversación—. Pero casi me cuesta la vida.
—¿Estás bien? ¿No estarás en un hospital? —quiso saber su jefe.
—No, tranquilo. Estoy bien… —replicó y dejó escapar un suspiro de alivio—. Sólo es que necesito algunas cosas. Estoy con lo puesto. No tengo ropa, dinero ni teléfono móvil… ¿Puedes enviarme esas cosas? —le inquirió, ansiosa.
—Desde luego que te lo mando ya. Mañana, antes del mediodía, lo tendrás ahí. Por cierto… ¿dónde estás? —preguntó él con tono apremiante.
—En mi «cuartel general», ya sabes… —Gerard Bradner, que ya conocía de sobra su peculiar modo de llamar a cada hotel, dedujo inmediatamente dónde se encontraba.
—Vete enseguida de ese sitio. No permanezcas ahí más tiempo del imprescindible… ¿Me oyes? —insistió con voz enronquecida por un excesivo consumo de tabaco.
—Estate tranquilo. Regresaré en un par de días.
El ceño de ella desapareció.
—Eso espero —repuso él con cautela.
—Y yo también —contestó en un susurro casi inaudible—. Nos vemos en la oficina.
Krastiva que, con la mano izquierda, sujetaba la correa de su bolsa negra, que ahora reposaba en el suelo, junto a la butaca que ocupaba, la miraba pensativa. Por primera vez se preguntaba si lo que había dentro era tan valioso como para jugarse la vida por ello. A fin de cuentas, una primera portada en su revista no sería sino otra más en su exitoso recorrido profesional… Sonaron dos golpes suaves en la puerta del espacioso despacho, y ésta se abrió dejando paso a la elegante figura de Abdel Hassan Ben Adel.
—¿Puedo entrar, señorita Iganov? ¿Ha terminado ya? —preguntó en tono afectuoso.
—Adelante, no sabe cómo se lo agradezco… Sí, por favor, ya he concluido.
—Aquí tiene —le dijo el gerente, alargando luego su mano, la que, con dos dedos, sostenía un sobre—. Es la llave de la 917, su habitación de siempre. Permanezca el tiempo que necesite. He dado instrucciones para que le lleven ya una cesta de frutas,
champagne
y un carrito con la cena… Así no tendrá que salir de su habitación —señaló con tacto—. ¿Qué le parece? ¿O tal vez prefiere ir al comedor para distraerse más? Usted verá…
—Es usted muy amable. Creo que me mima demasiado… No se preocupe por lo de la cena. Seguro que iré al comedor —le respondió, mucho más animada y haciendo un gracioso mohín.
—Como usted puede ver, nos gusta tenerla entre nosotros, señorita Iganov… Deseo que se encuentre lo más cómoda posible.
—Gracias de nuevo —contestó ella, levantándose a continuación para desaparecer camino del ascensor.
Una vez arriba, Krastiva preparó un relajante baño de espuma en aquella bañera importada de Italia. Se desnudó frente al gran espejo, que ocupaba casi toda una pared, y entonces se vio por primera vez a sí misma desde hacía casi seis días.
Su aspecto resultaba lamentable. Tenía varios moretones en los muslos y pantorrillas, así como arañazos, y su pelo, apelmazado y sucio, aparecía pegado a la cara como si le hubieran echado alquitrán. Además de eso, sus manos tenían cuatro uñas rotas y le dolía todo el cuerpo; pero estaba viva. Eso era lo único importante. Podía contarlo… Y no tenía nada roto; lo cual ya era mucho después de la angustiosa persecución que había afrontado.
Al pensarlo, sintió un escalofrío que le puso la piel de gallina. Después abandonó sus meditaciones y la detallada «exploración física» a que se había sometido. Se metió en la bañera con deliberada lentitud. Una sensación de calor y tibieza relajó por fin todos sus miembros. Se sumergió por completo en la hermosa bañera, y luego emergió con un suspiro de profundo alivio.
No supo cuánto tiempo pasó, porque cuando apoyó su cabeza en el borde y cerró los ojos, se quedó profundamente dormida. Cuando despertó, a causa de la baja temperatura del agua que se había ido enfriando, salió de la bañera, se enfundó en una gran toalla de agradable tacto y se secó el pelo frente al empañado espejo.
Alguien había dejado en la habitación una cesta de frutas, la cual adornaba la cómoda de la entrada, y junto a aquélla vio una champanera con una botella de
champagne
envuelta en un paño blanco, entre cubitos de hielo. Sabía que su precio en el mercado era de no menos de 110 euros. Todo le indicó, fehacientemente, que el servicio de habitaciones había cumplido el encargo de su gerente.
Al acercarse, vio que una copa, de fino tallo y cristal labrado de Bohemia, acompañaba a todo el conjunto. La descorchó hábilmente y un taponazo sonó, para permitir que un chorro de espuma blanca desbordase el gollete de la botella. Se sirvió un generoso caudal de Dom Pérignon —cosecha de 1996— con calma estudiada, tomando asiento después en el borde de la cama. Había llegado el momento de meditar sobre su situación y los nuevos peligros a afrontar…