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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (5 page)

El ídolo de los Templarios

E
l astro rey apuntó el horizonte de la Ciudad Eterna.

De nuevo tumbado sobre la cama king de mi habitación del Madison, y tras diez horas de relajante sueño, comencé a despertar al acariciar mi rostro los primeros rayos de sol de la mañana a través de unos visillos semiabiertos. Volví a dormirme, y luego, molesto, abrí los ojos, y me removí inquieto. Levanté un poco la cabeza, apoyándome en los codos, y me desperecé con gusto, igual que el gato de Angora de mi vecina londinense del apartamento de arriba.

Aún somnoliento me dirigí al baño.

El agua tibia de la ducha me terminó de despertar. Luego me enfundé el albornoz y me senté al lado de la cama, paralelo al ventanal que daba al exterior. En ese instante, una luz roja brilló intermitentemente, acompañada de un estridente sonido. Llamaban desde recepción.

Descolgué el auricular pensando que quizás les había pedido que me despertaran a determinada hora, aunque comprobé de un vistazo que ya era un tanto tarde para ello.


Signore
Craxell, un chico tiene un mensaje para usted… —informó una voz masculina con tono indiferente. Después de una pausa, me preguntó—: ¿Desea que suba?

—Por favor… —le respondí, lacónico, al recepcionista. Lo hice mecánicamente, sin pensar demasiado en las consecuencias que aquella inesperada visita podría tener. No creí que fuera peligroso recibir allí mismo, en mi habitación, a un desconocido. «Un día de éstos, la curiosidad me matará», cavilé, esbozando a continuación una sonrisa tan fugaz como irónica.

Me puse un par de pantalones negros, de corte clásico, una camisa del mismo color y me calcé a toda prisa. Nada más tocar la puerta, abrí, y enmarcada en el umbral de la puerta, apareció la recia y alta figura del muchacho de una conocida empresa de mensajería, vestido con un mono rojo y verde, que con mano enguantada me tendió un grueso sobre amarillo, el estándar que dentro va acolchado con burbujas de plástico.

El chico tenía expresión alegre y respiraba vitalidad. —Es para usted, señor Craxell. Debe firmarme aquí— me indicó con estudiada educación, acercándome con la otra mano un bolígrafo de lo más corriente y una libreta llena de firmas.

—Por supuesto que sí —contesté entre dientes, con gesto impenetrable.

Firmé obedientemente y el joven mensajero desapareció, tras dedicarme una sonrisa cortés. Abrí el sobre destrozándolo con evidente ansiedad. Veinte mil euros, en billetes nuevos recién sacados del banco, y un folio bien plegado cayeron sobre el cobertor de la cama.

—Pero…, pero… —farfullé, incrédulo. No sabía ni qué más decir al respecto.

Después, más estupefacto aún, abrí la carta y comencé a comprender de qué demonios iba aquella historia.

Señor Craxell, como ya habrá supuesto, no he tenido valor para acudir a verle personalmente. Le envío el dinero que creo será suficiente, al menos de momento, para los gastos que le ocasionará mi petición; todo ello si decide aceptar ayudarme, naturalmente. La llave que le adjunto es una pieza clave en todo este asunto.

«¿Llave? ¿Y dónde coño está?», me pregunté a mí mismo. Vacié el sobre, o lo que quedaba de él, y entonces un objeto extrañísimo cayó de uno de los que habían sido sus ángulos. «Casi la tiro, con las prisas… ¡Una llave! Pues no he visto ninguna semejante en mi vida», cavilé un rato con el cuerpo tenso y los ojos brillantes.

Le di vueltas entre mis nerviosos dedos en un examen que no me aclaró nada. Era un triángulo de bronce —como toda ella— que se elevaba sobre un círculo, y de la unión metálica, delgada y cilíndrica, salían unas finísimas varillas dentadas.

Volví a dar toda la atención posible atención a la carta, allí donde había dejado su lectura.

Abra la puerta del Árbol sagrado, allí donde reposa el servidor, el instrumento del castigo de Dios. No puedo decirle quién soy, ni desde dónde me comunico con usted. Sé que son razones más que suficientes para desconfiar, pero yo confío en su intuición profesional.

Y seguidamente, el texto pasaba a expresar un deseo que ahora, tras las enigmáticas frases anteriores, parecía ser una razonable petición.

Tome un avión para El Cairo, elija como hotel el Ankisira; allí le enviaré más información, y si me es posible, le visitaré. Como ha visto, dos personas relacionadas con Jet Djeser han sido asesinadas; de ahí mis medidas de precaución.

El misterioso autor de la misiva pedía abajo:

Ayúdeme, señor Craxell. Sólo usted puede llegar hasta Jet Djeser.

«Así que a alguien le sigue interesando este peligroso tema sobre 'el servidor del Árbol sagrado'. ¿El servidor del Árbol sagrado? Nunca oí nada al respecto», medité unos segundos, bastante dubitativo.

Un viaje a Egipto, ese país tan fascinante —pero excesivamente poblado con sus 64 millones de habitantes, a cuenta del poco terreno que deja el desierto— que, debido a mi profesión, suelo visitar a menudo, es siempre interesante. Cada vez que voy allí me aporta cosas nuevas, pues no en vano es el más grande yacimiento arqueológico del mundo. Pero había que ir a El Cairo por la brava, así, sin saber nada más… Sin embargo, por otra parte, debía continuar mi investigación por algún sitio.

Guardé la llave y la carta en uno de los bolsillos interiores de la americana azul que elegí, y en el otro metí los veinte mil euros. Más entero, bajé al
hall
del hotel, equipaje en mano —una maleta hecha a toda prisa, como pocas veces en mi vida—, para abonar mi cuenta en recepción, y salir pitando a la calle en busca de un taxi.

El sol, ese sol romano tan especial, que siempre consigue elevarme el ánimo, brillaba un día más para mí, esplendoroso.

El taxista de turno, de modales toscos y rostro atezado, condujo con la habitual pericia y temeridad propias de su gremio en la Ciudad Eterna y, tras la carrera, llegamos al aeropuerto de Fiumicino. Sin mediar más palabras que las mínimamente imprescindibles al caso, pagué lo que marcaba el taxímetro, y le añadí, sin dudar, una generosa propina.

Aquí iba a comenzar mi particular odisea; claro que con tan abundantes aportaciones económicas y una cuenta milionaria como respaldo, aquello más se parecía a unas doradas vacaciones que a un arduo y peligroso trabajo…

Compré un billete de primera clase para El Cairo, facturé mi maleta, y luego me fui directo a la cafetería, a esperar que nos llamasen por la megafonía del aeropuerto para embarcar mientras degustaba un zumo hecho con tres naranjas rojizas, las deliciosas sanguinas de Sicilia, todas de mediano tamaño.

La abigarrada capital de Egipto aparecía ante mis ojos una vez más, para recordarme su desproporcionada inmensidad. Mis sentidos, habitualmente embotados, despertaban para captar el olor, el calor, e incluso el ruido, diferentes a los que emitían las capitales europeas. Su característico color arenoso, sus interminables avenidas y los millones de seres humanos pululando por ella como hormigas, me hacían sentir pequeño.

El Ankisira era un altísimo y cilíndrico edificio, uno de los primeros rascacielos que tuvo la ciudad. Pertenecía a una famosa cadena de hoteles cuyo sello garantizaba no sólo la comodidad, sino también el lujo de verdad. No obstante, yo nunca me había hospedado en él.

Cuando la profesión que se ejerce, como la mía, exige discreción, este tipo de hoteles tan ostentosos son precisamente los que se evitan siempre. Quienes coleccionan valiosas obras de arte antiguo no desean ningún tipo de publicidad, sino adquirir la pieza en cuestión con la menor trascendencia posible; sobre todo teniendo en cuenta la dudosa procedencia de algunas de ellas…

En el exquisito y gran mostrador de recepción —que simulaba la puerta de un palacio de las mil y una noches— un empleado, vestido a la europea, con camisa blanca, chaleco verde, pantalón negro y una pajarita que parecía querer asfixiar el cuello de su dueño, desplegó la mejor de sus sonrisas para proceder a mi alojamiento. En un correcto inglés, el recepcionista comenzó a interrogarme con las preguntas de rigor para llenar mi ficha de nuevo cliente.

Tomé una habitación, la número 916. Un botones me acompañó hasta el ascensor, llevando mi maleta en una mano, y pulsó el noveno piso. El habitáculo era amplio, con vistas al Nilo, que aún hoy en día sigue siendo la arteria principal de Egipto y cruza El Cairo, orgulloso, con pleno dominio sobre la ciudad.

Había transcurrido la mayor parte del día y el horizonte comenzaba a cubrirse de bellos colores, escogidos por la magistral mano de un artista invisible que parecía ir dando pinceladas, de rojos, naranjas y amarillos, a un cielo que, como era lo habitual, poco antes aparecía intensamente azul.

La luz se iba retirando discretamente y la oscuridad de la noche, tímida, hacía su aparición para adueñarse definitivamente de las milenarias tierras del Nilo. Desde los minaretes de las mezquitas sonaba la voz grabada de los muecines, llamando a la oración de los fieles sobre el insistente runrún de la gran urbe.

Tras lavarme las manos con un caro jabón de frutos rojos, subí a la planta 14, donde se ubicaba uno de los restaurantes en los que servían un extenso y apetitoso bufet. Elegí una mesa junto a uno de los grandes ventanales que, a modo de transparente pared, permitían observar una amplia panorámica de la ciudad, con las famosas pirámides de Gizah al fondo. Había ido cogiendo un poco de pollo, algo de ensalada, una jarra de refresco de un indefinido color rojo anaranjado y varios postres. La cena solía ser, junto con el desayuno, mis dos comidas rituales; disfrutaba saboreando cada bocado, cada sorbo.

La ciudad ya se hallaba iluminada, y la noche le confería, si cabe, aún más misterio. Ante mí se extendía la zona más seductora, la que le daba la imagen más bella y estereotipada a El Cairo; de tarjeta postal, vamos. La otra cara es la que nos ofrece una urbanización caótica, además de un tráfico realmente infernal.

Grandes palmerales se entremezclaban con las características y míseras chozas de adobe —con sus ocupantes sufriendo las feroces mordeduras de los piojos, en zonas donde se elevan vaharadas de pestilencia— que alternaban con los edificios lujosos y ostentosamente iluminados. Éstos luchaban contra las viejas y grandiosas mezquitas, en un postrero intento de arrebatarles un protagonismo conseguido a lo largo de sangrientos episodios. Era una prominencia que las viejas culturas se negaban a pagar como precio, a cambio de una época de modernidad tecnológica.

Los hoteles eran los nuevos templos de un tiempo hedonista, en el que el acomodado turista disfrutaba observando la miserable vida que, como maldición seca y amenazadora, se abatía, consumiendo sus días, sobre el habitante de una nación orgullosa de su ancestral herencia, y cuya aureola de perenne misterio cubría a través de los siglos la vergonzante realidad del hoy.

En el ínterin, y sin darme cuenta, comenzaba a ponerme nervioso, pues los dedos de mi mano derecha golpeteaban rítmicamente la mesa como exigiendo a un ausente interlocutor su atención más inmediata. Había destrozado la armónica composición del plato y comía con fruición, en un absurdo intento por acelerar el minutero.

Una extraña desazón me invadía por momentos.

Di por supuesto que el anónimo cliente, que aún suponía vivo y coleando, ya se encontraba en la ciudad, quizás incluso en el mismo salón restaurante que yo… Levanté la mirada, fruncí el entrecejo y finalmente observé a mi alrededor, reticente. Hice un discreto reconocimiento sin, a mi juicio, localizar al personaje que guardaba su identidad con tanto celo.

Una mujer gruesa, con un horrible vestido de colores chillones y grandes flores estampadas, devoraba un plato de carne con una generosa guarnición de patatas. Lo hacía frente al que supuse sería su esposo, un hombre también entrado en carnes, de pelo abundante y blanco. Este individuo era la viva imagen del resentimiento. Resultaba harto evidente la imposibilidad de que cualquiera de los dos pudiera ser un experto en antigüedades, gente capaz de invertir cantidades de dinero tan generosas para conseguir un fin tan loable como sencillamente fantástico. Les dirigí una mirada glacial.

Detrás de mí, dos mesas más allá, cuatro jovencitas un poco horteras daban la nota al reír intermitentemente. Su conversación, de alto voltaje erótico, giraba en torno a los atractivos físicos del guía de su grupo. Así pues, las descarté en cuestión de décimas de segundo. Cerca de ellas estaba situado un anciano de edad un tanto indefinida. ¿Ochenta, ochenta y cinco años tal vez? Comía en silencio, en compañía de un hombre maduro de refinados modales, pero ofrecía una mirada vacua, carente de toda emoción. Eliminé de mi lista de espera mental a este serio aspirante a entrar pronto, como cliente, en una funeraria, y he aquí que su acompañante tenía el inequívoco bastón blanco apoyado en una silla, sobre la moqueta. Así que me armé de paciencia. Seguí paseando mi escrutadora mirada, ahora sin ningún disimulo.

Sólo cuatro personas más cenaban en aquel amplio comedor, que aparentaba ser más espacioso por lo vacío que se encontraba. Dos resultaron ser un típico matrimonio japonés, que, de pie frente al inmenso ventanal, grababan en sus sofisticadas cámaras de vídeo el espectáculo que se ofrecía a sus rasgados ojos. Los otros eran dos camareros que, en una mesa apartada, comían de pie, disimulando en lo posible su acción, mientras cuatro de sus compañeros se paseaban con su brazo izquierdo doblado delante de su chaleco de fieltro.

El cielo, estrellado, mostraba un mar de titilantes estrellas que, a modo de luces, semejaban diminutos brillantes encendidos para alumbrar a la nación más vieja del continente africano, frontera natural entre África y Asia. Los pináculos de las pirámides, como centinelas eternos, guardaban los límites entre los dos mundos. Para decepción mía, no veía nada fuera de lo común a cualquier noche en la gran capital cairota.

Aburrido, me retiré un tanto cabizbajo a la 916, pensando en que quizás iba a necesitar más paciencia de la que solía hacer gala por costumbre.

Entré en mi habitación, y sobre el cobertor de la cama, casi camuflado entre sus dibujos geométricos, jugando a perderse entre ellos, vi un sobre bastante abultado que de inmediato llamó mi atención. Palpé su contenido antes de abrirlo, y llamé a recepción. Una agradable voz femenina me respondió en un correcto inglés, aclarándome que nadie había dejado recado alguno para mí, ni había siquiera hecho mención de mi nombre. Le agradecí la información y colgué el auricular.

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