Decidí que Inglaterra sería nuestro nuevo hogar porque se trataba de una isla completamente desligada de Francia, y me gustaba la idea de vivir en un país soberano y autosuficiente. No fue una travesía larga y pasé la mayor parte del tiempo cuidando de mi hermano de cinco años, que estaba muy mareado y parecía empeñado en arrojar por la borda todo cuanto su estómago apenas podía contener. Lo llevé hasta la barandilla y lo senté junto a ésta para que el viento fresco le diese en la cara, confiando en que eso lo aliviase. Fue en ese momento cuando vi a Dominique Sauvet, de pie a pocos pasos de nosotros. Con su abundante y oscura cabellera al viento, sostenía una luz en lo alto mientras contemplaba la costa francesa, sumida en el recuerdo de sus propios problemas.
Me descubrió observándola y me miró un instante. Poco después volvió a fijarse en mí. Sonrojado y ya enamorado, cogí en brazos a Tomas, que en el acto se echó a llorar otra vez.
—Calla —rogué—. ¡Chist!
No quería dar la impresión de que era incapaz de cuidar del niño, pero me resistía a permitir que chillara, llorara u orinase allí donde le viniera en gana, como hacían otros niños del pasaje.
—Tengo agua fresca. —Dominique se aproximó y me tocó levemente el hombro; sus finos y níveos dedos rozaron la piel que dejaba al descubierto el largo desgarrón de mi camisa barata, y la excitación me hizo arder de pies a cabeza—. Tal vez lo calme un poco.
—Gracias, se repondrá —respondí nervioso.
Dirigirme a esa bella aparición me daba miedo y, al mismo tiempo, en mi fuero interno me maldije por mi torpeza. No era más que un niño y no podía pretender ser otra cosa.
—Tómala, no la necesito, de verdad —insistió—. De todos modos, no falta mucho para llegar. —Se sentó y, mientras me volvía lentamente, vi que deslizaba una mano por debajo del vestido y sacaba un pequeño frasco de agua limpia—. Pensé que sería mejor esconderlo —explicó—. Por si intentaban robármelo.
Sonreí y lo acepté, y mientras desenroscaba el tapón observé a la muchacha. Le di el agua a Tomas, que, agradecido, bebió un poco. Parecía más tranquilo.
—Gracias —dije, aliviado—. Eres muy amable.
—Antes de partir de Calais cogí algunas provisiones por si acaso. Por cierto, ¿dónde están vuestros padres? ¿No deberían hacerse cargo del niño?
—Ambos descansan a dos metros bajo tierra en un cementerio de París. Mi madre murió a manos de su marido; en cuanto a mi padre, lo asesinaron unos ladrones.
—Lo lamento. Así pues, te encuentras en la misma situación que yo: viajas solo.
—Tengo a mi hermano.
—Ya. ¿Cómo os llamáis?
Le tendí la mano y me sentí mayor, como un adulto, como si el simple acto de estrechar la mano de una persona confirmara mi independencia.
—Matthieu —respondí—, Matthieu Zéla. Y este crío vomitón es mi hermano Tomas.
—Dominique Sauvet —se presentó y, sin hacer caso de mi mano tendida, nos dio sendos besos en la mejilla, alterándome aún más—. Encantada de conoceros.
En ese momento empezó nuestra relación, y más tarde, esa misma noche, prosiguió en la diminuta habitación del albergue de Dover donde nos hospedamos los tres. Con diecinueve años cumplidos, Dominique era cuatro mayor que yo y, como es natural, me aventajaba un poco en experiencias amorosas. Compartimos la cama y nos apretujamos para darnos calor, atenazados por el deseo. Al rato deslizó una mano por debajo de la fina y apolillada sábana que a duras penas nos cubría y la deslizó por mi pecho y un poco más abajo, hasta que nos besamos y dimos rienda suelta a nuestra excitación.
Cuando despertamos a la mañana siguiente, el recuerdo de lo ocurrido me asustó. Contemplé su cuerpo a mi lado; la sábana la cubría recatadamente, pero no lo suficiente para impedir que me acometiera el deseo una vez más, y temí que se arrepintiera de nuestro comportamiento de la noche anterior. De hecho, cuando al fin abrió los ojos, se produjo una situación embarazosa, pues se tapó del todo con la única sábana de que disponíamos y, para mi gran turbación, dejó expuestas a su mirada más partes de mi anatomía. Finalmente se ablandó y me atrajo hacia sí con un suspiro.
Pasamos el día deambulando por Dover con Tomas a remolque; la gente debía de tomarnos por un joven matrimonio con un hijo. Me sentía en la gloria, convencido de que era la vida más perfecta que posiblemente tendría jamás. Deseaba que el día no acabara, pero también que pasase rápido para así volver a nuestra habitación cuanto antes.
Por la noche, sin embargo, sufrí un gran desengaño. Dominique me pidió que durmiera en el suelo con Tomas y, cuando protesté, replicó que si no lo hacía me cedería la cama y sería ella quien se acostaría junto a mi hermano, de modo que callé. Me habría gustado preguntarle qué pasaba, por qué de pronto me rechazaba de ese modo, pero no encontré las palabras adecuadas. Temí que si exigía más de lo que estaba dispuesta a darme me tomara por un crío estúpido e infantil, y no estaba dispuesto a que me despreciase. Ya había decidido que la cuidaría y viviría con ella el resto de mi vida, pero de pronto tuve la certeza de que Dominique pensaba que yo sólo era un niño de quince años y que, si tenía que labrarse un futuro, era improbable que fuese a mi lado. Se hacía ilusiones de encontrar algo mejor.
Como se descubriría más adelante, se equivocaba.
En la actualidad vivo en un piso muy agradable orientado al sur en el barrio londinense de Piccadilly. Ocupa el sótano de una casa de cuatro plantas. La parte superior del inmueble pertenece a un antiguo ministro del gobierno de Margaret Thatcher cuyas pretensiones de asegurarse un escaño en la Cámara de los Lores se vieron desestimadas de plano por el siguiente primer ministro, John Major —a quien despreciaba por un incidente ocurrido años atrás, en la época en que era responsable de la secretaría de Hacienda—, a consecuencia de lo cual acabó en el mundo, menos prestigioso pero económicamente mucho más gratificante, de la televisión vía satélite. Como principal accionista de la sociedad en que trabaja mi vecino de arriba, me intereso por su carrera profesional, y fui en parte responsable de que lo contrataran para dirigir un programa político de entrevistas que se emite tres veces por semana y cuyo índice de audiencia, debido a que el público empieza a considerar al ex ministro una vieja gloria, ha bajado mucho en los últimos tiempos. Aunque encuentro absurdo que alguien de la década anterior pueda parecer una vieja gloria —sin duda mi longevidad constituye un ejemplo de todo lo contrario—, sospecho que la carrera profesional del hombre está entrando en su recta final, y no puedo sino lamentarlo, pues es un tipo bastante agradable y de gustos refinados, cualidad esta última que compartimos. Ha tenido la gentileza de invitarme a su casa en más de una ocasión, y una vez la cena se sirvió en una hermosa vajilla húngara de mediados del siglo XIX cuya fabricación habría jurado que presencié en Tatabanya mientras me encontraba de viaje de novios con, si no me equivoco, Jean Dealey (1830-1866, casada en 1863), una chica encantadora y de facciones muy finas que tuvo un final espantoso.
Podría permitirme vivir con el mismo lujo que mi amigo de la televisión, pero, francamente, no me apetece. Hoy por hoy lo que me gusta es la sencillez. He vivido en la miseria y también en la opulencia. He dormido en la calle y me he emborrachado hasta perder la conciencia en palacios. He sido un vagabundo criminal y un bufón, y es probable que vuelva a ser ambas cosas. Vivo en este apartamento desde 1992 y lo he convertido en un hogar más que aceptable. Tras la puerta principal, un pequeño vestíbulo conduce a un breve pasillo en cuyo extremo, y tras descender un peldaño, se encuentra la sala, que dispone de unas bellas ventanas saledizas. En ella guardo los libros, mis recuerdos, el piano y las pipas. El resto del apartamento incluye un dormitorio, un cuarto de baño y una pequeña habitación de invitados que solamente ocupa mi enésimo sobrino, Tommy, quien aparece siempre que anda corto de dinero.
Desde un punto de vista económico, puedo considerarme un hombre próspero. No sabría decir exactamente cómo y cuándo amasé mi fortuna, pero no hay duda de que es considerable. En su mayor parte ha crecido sin que yo me diese cuenta. Entre el barco de Dover y mi situación actual he pasado por muchos empleos y posiciones, pero, por suerte para mí, el dinero nunca ha sido más que dinero, y jamás he tenido acciones, pólizas de seguros ni pensiones. (En mi situación es evidente que un seguro de vida representa un despilfarro.) Tenía un amigo —Denton Irving— que en 1929 perdió una millonada en el crac de Wall Street. Fue uno de esos tipos que se arrojaron por la ventana de su despacho, incapaz de soportar la sensación de fracaso. Qué estúpido; a quién se le ocurre llevar al terreno de lo personal una situación que sufre todo el país. Difícilmente podía ser culpable de lo que ocurría. En el mismo momento que saltó debió de ver a la mitad de los antiguos ricos de Nueva York asomados a la ventana de su habitación de hotel, contemplando su propio final. En realidad, mi amigo incluso fracasó en esto último. Calculó mal la distancia y acabó con una pierna rota, un brazo destrozado y un par de costillas fracturadas en medio de la avenida de las Américas, y ahí se quedó gritando de dolor durante unos diez segundos, antes de que por la esquina apareciese un tranvía a toda velocidad y lo arrollara. Supongo que consiguió lo que quería.
Además, siempre he creído que no merece la pena poseer dinero si éste no sirve para hacerte la vida más cómoda. No tengo descendencia, de modo que en el caso improbable de que me sobreviniera la muerte no habría nadie para heredar de mí, salvo el Tommy del momento, claro; por otra parte, en mi opinión una persona debe seguir su propio camino sin recibir ayuda de nadie.
Nunca se me ocurre criticar los tiempos que corren. Conozco un par de jovenzuelos, de unos setenta y ochenta años respectivamente, que se pasan el día quejándose del mundo que les ha tocado en suerte y de los cambios constantes que tienen lugar. Hablo con ellos de vez en cuando en el club y encuentro un poco ridícula esa actitud desdeñosa que muestran hacia el presente. Se niegan a introducir en su casa lo que ellos llaman «artilugios modernos», y siempre que suena un teléfono o alguien les pregunta su número de fax ponen cara de no comprender. Es absurdo. ¡El teléfono ya existía cuando ellos nacieron, por el amor de Dios! Hay que tomar lo que te ofrece la época, digo yo. En mi opinión, los últimos años del siglo XX han sido muy buenos. Un poco aburridos a ratos, eso sí, aunque durante la década de 1960 me obsesioné temporalmente con el programa de investigaciones espaciales estadounidense, pero por el momento dejémoslo aquí; he conocido épocas peores. Deberíais haber vivido un siglo antes, a finales del XIX. Apenas guardo un par de recuerdos de un período de veinte años —así de insulso era todo—, y uno de ellos es un espantoso dolor de espalda que me tuvo postrado en cama medio año.
A mediados de enero Tommy me telefoneó para invitarme a cenar por cuarta vez en tres semanas. No lo veía desde navidades y hasta entonces me las había apañado para darle largas. Ahora bien, con un nuevo aplazamiento corría el riesgo de que se presentara en casa a altas horas de la noche y acabara quedándose a dormir, lo cual quería evitar a toda costa. Los invitados nocturnos están bien cuando apetece beber en compañía y disfrutar de una buena conversación, pero a la mañana siguiente uno nunca ve el momento de quedarse solo y volver a su rutina. Entre todos los Tomas, éste no es mi favorito ni mucho menos, de hecho no tiene ni punto de comparación con su tataratataratatarabuelo, pero tampoco es el peor. El muchacho posee cierta grata arrogancia, una mezcla de seguridad en sí mismo, ingenuidad y temeridad que me fascina. Con veintidós años, será un chico del siglo XXI a carta cabal. Eso si consigue vivir hasta entonces.
Quedamos en un restaurante del West End que estaba más concurrido de lo que esperaba. El problema de citarse con Tommy en un lugar público es que resulta imposible mantener una conversación en privacidad. Desde que entra en una sala hasta que sale, todo el mundo se fija en él, cuchichea y le dirige miradas furtivas. Su fama intimida e hipnotiza a la gente por partes iguales, y tengo el dudoso honor de sentirme involucrado. La noche del martes pasado no fue una excepción. Tommy llegó tarde y al entrar concitó la atención general. Se acercó con una sonrisa radiante, ataviado con un traje oscuro de Versace, camisa oscura y corbata a juego. Parecía recién salido de un velatorio o una película de mañosos. Llevaba el pelo escalado por encima de los hombros y lucía barba de dos días. Se dejó caer en la silla, me miró sin parar de sonreír y se relamió los labios, sin apercibirse del silencio que se había adueñado del restaurante. Tres apariciones semanales en las salas de estar del país, aparte del programa especial de repeticiones que se emite el fin de semana, han convertido a mi sobrino en toda una celebridad. Y la persistencia de tal celebridad lo ha vuelto inmune a las molestias que la acompañan.
Tommy, como la mayoría de los Thomas antes que él, es un chico apuesto, y a medida que se acerca a la madurez física la gente lo encuentra más atractivo. Su serie de televisión lleva ocho años en antena, desde que él tenía catorce, y ha pasado de ser un fenómeno adolescente a chico de portada de revistas y, a sus veintidós años, figura nacional. Ha estado dos veces en primera posición en las listas de
singles
más vendidos (aunque su álbum ni siquiera llegó al número diez), y durante los seis meses que duró la representación de
Aladino
en un teatro del West End, los alaridos histéricos que provocaba su aparición, ataviado con chaleco, bombachos y poca cosa más, no remitieron en ningún momento. Le encanta contar que durante cuatro años seguidos una revista para adolescentes lo eligió «el chico más follable», un título que me horroriza pero que a él le apasiona. Conoce el negocio de la televisión a fondo. En realidad, no es un actor sino una estrella.
El personaje que representa en la pantalla es un ángel de buen corazón y pocas luces al que nunca le ocurre nada bueno. Desde su debut en la serie a principios de los noventa, por lo visto no ha encontrado ninguna razón para alejarse un kilómetro del radio de Londres. Creo que ni siquiera se plantea que exista otro mundo. Ha crecido en esta ciudad, ha ido al colegio en ella, y ahora trabaja aquí. Ha tenido algunas novias, dos esposas, un lío con su hermana y un idilio no consumado con un chico —que resultó bastante controvertido en su momento—, antes de que a éste la leucemia lo dejara postrado; un importante club futbolístico estuvo a punto de ficharlo, sentía una gran pasión por el ballet que no tuvo más remedio que mantener en secreto, coqueteó con el alcohol, las drogas y el atletismo, y ha hecho Dios sabe cuántas cosas más en su ilustre carrera profesional. Cualquier otro chico habría muerto después de tantos esfuerzos. Tommy, o «Sam Cutler», como lo llama todo el país, sigue viviendo y siempre vuelve por más. Puede decirse que tiene agallas. Por lo visto, se granjea la simpatía de abuelas, madres e hijas por igual, y no digamos de un buen número de jóvenes que imitan sus gestos y muletillas.