El ladrón de tiempo (33 page)

Read El ladrón de tiempo Online

Authors: John Boyne

Tags: #Novela

El chico me miró con recelo, como si yo fuese la causa del llanto de su madre. No sabía qué hacer. Mi última experiencia con un chico de esa edad había sido un siglo y medio antes, con mi propio hermano Thomas. Y desde entonces me había mantenido alejado de los niños. Abrí la puerta del todo y los hice pasar. Acompañé a la joven hasta el cuarto de baño a fin de que recobrase la compostura con un poco de dignidad y senté al niño en un gran sillón, desde donde siguió mirándome con una mezcla de temor e indignación.

Una hora después, Annette se encontraba sentada tranquilamente ante el fuego. Se había dado un baño y llevaba una gruesa bata de lana. Empezó a explicar el motivo de su visita y a hablarme de su vida como si pidiera perdón por ambas; pero yo ya sabía quién era.

—Se puso en contacto conmigo después de la boda, ¿recuerda? Cuando murió su pobre mujer.

—Lo recuerdo. —De pronto caí en la cuenta del tiempo que llevaba sin dedicarle un pensamiento a Constance, y me desprecié por ello.

—Mi pobre Tom también murió ese día. La vida sin él no me ha resultado fácil, ¿sabe?

—Lo imagino. Lamento no haberle sido de ayuda.

Annette era la viuda de Tom, a quien yo apenas había tratado antes de mi boda con Constance y que no viviría para contarlo. Lo recuerdo muy bien ese día, todavía me parece verlo caminando entre los invitados, abordando a Charlie, Doug y Mary, a quienes había visto en la gran pantalla y las revistas de cine. Luego, mientras intentaba congraciarse con una joven actriz que había aparecido en unos cortos de Sennett, desgraciadamente el coche de Amelia y Constance le aterrizó encima. Al día siguiente el nombre de mi sobrino apareció en los periódicos. Annette no se encontraba en el lugar de los hechos: en ese momento estaba embarazada y, según Tom, no había querido viajar de Milwaukee a California, aunque yo sospechaba que era él quien le había prohibido que lo acompañase. Dado el comportamiento de Tom, deduje que su matrimonio no era feliz.

Era una joven de aspecto dulce, de cabello rubio, rizado y corto y mejillas pálidas, la clase de chica a la que unos viejos malvados atarían a la vía del tren en las películas de aquel tiempo. Tenía los ojos muy grandes, pero el resto de sus facciones eran suaves y poco llamativas, y poseía la piel más impoluta que yo había visto en todo un siglo. En cuanto la vi despertó en mí un deseo instintivo de protegerla, no sólo a causa de su hijo o por los lazos que me habían unido a su difunto marido, sino por ella misma. Durante ocho años Annette no había cedido a la tentación de comunicarse conmigo, aunque sabía que yo tenía dinero, así que imaginé que su visita no obedecía a la codicia sino a la necesidad y la desesperación.

—Lo lamento muchísimo —dije levantando las manos en gesto de consternación—. Debería haber mantenido el contacto contigo, aunque sólo fuera porque el niño es mi sobrino. Por cierto, ¿cómo estás, Thomas?

—Lo llamamos Tommy… Pero ¿cómo ha sabido su nombre? —Annette pareció repasar toda la conversación para descubrir si había mencionado el nombre de su hijo en algún momento.

Me encogí de hombros y sonreí.

—Pura casualidad —repuse, y al advertir que el niño permanecía en silencio, añadí—: Es un chico de pocas palabras, ¿eh?

—Está cansado. Le iría bien descansar un rato. ¿Tiene una cama de sobra?

Me levanté de un brinco.

—Claro. Ven conmigo, Tommy.

El chico se inclinó hacia su madre con cara de espanto. Miré a Annette sin saber qué hacer.

—Si no le importa, yo misma lo acompañaré. —Se puso en pie y levantó a su hijo del suelo con facilidad, aunque era un niño de estatura normal para su edad y no necesitaba que nadie lo cogiera en brazos para llevarlo a la cama—. Los desconocidos le ponen nervioso.

Lo entendía perfectamente. Le mostré la habitación y se quedó con él un cuarto de hora, hasta que el niño se durmió.

Cuando volvió le ofrecí un brandy y la invité a pasar la noche en el apartamento.

—No quisiera molestarle —dijo, y vi que se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez—. Pero se lo agradezco mucho. Voy a serle sincera, señor Zéla…

—Matthieu, por favor.

Annette sonrió.

—Voy a serte sincera, Matthieu. He venido a verte porque eres mi último recurso. Llevo mucho tiempo sin conseguir trabajo. Hace un año despidieron a algunos empleados y desde entonces he sobrevivido con mis ahorros. Me atrasé en el pago del piso y nos echaron. Mi madre murió el año pasado. Esperaba heredar algo, pero la casa estaba hipotecada y el banco se la quedó, además de todo el dinero. No tengo más familia. Sé que no debería haber venido, pero Tommy… —Miró hacia la puerta, se llevó una mano a los labios y se sorbió la nariz.

—Es natural que el niño necesite una casa —dije—. Escucha, Annette. No debes preocuparte. Deberías haber venido a verme mucho antes, o yo debería haberme puesto en contacto contigo, da igual. En cualquier caso, Tommy es mi sobrino y tú, en cierto modo, también eres mi sobrina, de modo que estaré encantado de ayudaros. —Titubeé—. Lo que quiero decir —añadí como si fuera necesaria una aclaración— es que haré lo que pueda por vosotros.

Me miró en silencio, como si mi respuesta fuese mucho más generosa de lo que se había atrevido a imaginar, colocó su vaso sobre la mesa y me abrazó.

—Gracias… —musitó e, incapaz de seguir conteniendo las lágrimas, se abandonó al llanto.

El destino logra unir a las personas más insospechadas. Concerté una cita con Denton para plantearle ciertas cuestiones referentes a mis inversiones, pero unas horas antes me llamó para cancelar la reunión porque tenía que asistir a un funeral.

—El de mi secretaria —me contó por teléfono—. Resulta que la han asesinado. ¿Puedes creerlo?

—¿Qué dices? ¿Asesinada? ¿Qué ha pasado? —Recordé a la mujer de las ocasiones que había ido al despacho de Denton: era una joven poco agraciada que siempre olía a crema hidratante.

—Bueno, todavía no es seguro. Al parecer se había ido a vivir con un tipo, un aspirante a actor, con el que pensaba casarse. Una noche llegó a casa rabioso porque no lo habían elegido en una prueba para actuar en Broadway y se le fue la mano con la pobre mujer. Después de eso, ella ya no despertó.

—¡Qué horror! —murmuré con un escalofrío.

—Y que lo digas.

—¿Lo han detenido?

—Sí. Ahora mismo está entre rejas. Tengo que dejarte. El funeral empieza dentro de una hora y voy a llegar tarde.

No me gusta aprovecharme de la desgracia ajena, pero más tarde pensé que Annette era la persona idónea para ocupar el puesto dejado vacante por la secretaria. Había trabajado varios años como empleada de correos, por lo que debía de estar familiarizada con las tareas administrativas. Además, era inteligente, amable y atenta, la típica persona insustituible en cualquier empresa. Llevaba conmigo un par de semanas y había conseguido un trabajo de camarera mientras Tommy estaba en el colegio. Cobraba una miseria, y aun así insistió en darme parte de su sueldo en concepto de mantenimiento. Traté por todos los medios de disuadirla, en vano.

—No lo necesito, Annette, créeme. Más bien tendría que ser yo quien te diera dinero.

—Pero si ya lo haces, Matthieu, permitiendo que vivamos en tu casa sin pagar alquiler. Por favor, acéptalo. Me sentiré mejor.

Aunque no me gustaba que me diese dinero, comprendía lo importante que era para ella sentir que contribuía a los gastos de la casa. Desde el nacimiento de su hijo había sido autosuficiente; había cuidado y educado al niño ella sola, y con buenos resultados. Aunque silencioso, era un chico inteligente y agradable. Cuando nos conocimos un poco más, me tomó confianza, como yo a él. Descubrí que me gustaba volver al apartamento por la noche y encontrármelos allí, Annette preparando la cena para los tres y Tommy leyendo tranquilamente un libro. Nuestra vida doméstica pronto se asentó en una rutina sencilla y relajada; me parecía que los dos habían estado siempre allí. En cuanto a mi relación con Annette, aunque la encontraba muy atractiva no podía verla sino como una sobrina, y nos tratábamos con cordialidad y franqueza.

Cuando Denton aceptó entrevistarla como posible secretaria, ella se puso contentísima, pues para entonces ya había descubierto que el trabajo de camarera no era ninguna maravilla. El encuentro entre los dos debió de ser un éxito, pues obtuvo el puesto. Annette me agradeció efusivamente mi ayuda y cuando cobró su primer sueldo semanal me compró una pipa.

—Quería regalarte algo que te gustara mucho y, aunque creo que deberías dejar de fumar, te he comprado una pipa para engrosar tu colección. ¿Puedo preguntarte cuántos años hace que fumas?

—Demasiados —contesté, recordando la ocasión en que Jack Holby me había iniciado en los placeres de la pipa—. Hace muchos, muchísimos años. Pero mírame: sigo vivo.

En esa época estaba al corriente de las fluctuaciones de la economía. Atento a mis inversiones, me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo la prensa financiera y escuchando a los especialistas. Tenía mucho dinero invertido en varias empresas, y aunque Denton me asesoraba muy bien, siempre he pensado que nadie cuida mejor lo que le pertenece que uno mismo. Una tarde asistí a una conferencia organizada por la Asociación Nacional de Crédito en la sala de actos de TriBeCa. El orador lanzó una advertencia respecto al estado de las finanzas públicas, afirmando que el crédito a las inversiones estaba en el nivel más alto de la historia de Estados Unidos. Aconsejaba actuar con pies de plomo, no sólo a los hombres de negocios como yo sino a las instituciones bancarias, pues un alza súbita del crédito podría traer consecuencias devastadoras.

—No te preocupes —dijo Denton—. Es verdad que el nivel de crédito está demasiado alto, pero eso no conducirá a la bancarrota al país, tranquilo. Mira a Herb, por el amor de Dios. Tiene tan agarrado por los cojones el sistema de la Reserva Federal que se necesitarían diez toneladas de dinamita para arrancárselo.

—Me interesaría liquidar algunas acciones —repuse, divertido por su peculiar forma de hablar—. Sólo unas pocas aquí y allá. Últimamente cuentan unas historias que no me gustan. Por ejemplo, el asunto ese de Florida…

Denton se echó a reír y propinó un golpe tan fuerte a la mesa que di un brinco y Annette apareció corriendo desde recepción para ver qué había ocurrido.

—No pasa nada, cielo —se apresuró a decir Denton con una cálida sonrisa—. Ya sabes que a veces me comporto como un energúmeno para resultar más convincente.

Annette rió y lo señaló con un lápiz antes de abandonar la estancia.

—Si no va con cuidado, el día menos pensado sufrirá un ataque de corazón —dijo en tono jocoso, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. Miré a Denton, intrigado por la intimidad que delataba aquel breve intercambio de palabras, y advertí que se había quedado contemplando la puerta, embobado.

—Denton —dije con cautela, tratando de atraer de nuevo su atención—, estábamos hablando de Florida, ¿recuerdas?

Me miró como si no me reconociera y no supiese qué hacía en su despacho. Por fin, sacudió la cabeza igual que un perro mojado por la lluvia y continuó hablando.

—Florida, Florida, Florida —repitió ensimismado como si intentara recordar el significado de esa palabra, y de repente gritó—: ¡Florida! Ya te he dicho que no te preocupes por Florida. Lo que ha ocurrido allí es la quiebra financiera más grande de la historia del sur del país. ¿Sabes a quién le importa eso aquí, en Nueva York, donde está el dinero de verdad?

—¿A quién? —inquirí, aunque conocía perfectamente la respuesta.

—Pues a nadie.

—No estoy tan seguro —repuse, frunciendo el entrecejo—. He oído decir que aquí podría suceder lo mismo. —No iba a dejarlo estar así como así cuando se hallaba en juego mi estabilidad financiera.

—Escucha, Matthieu —murmuró con voz pausada, como si hablara con un niño. Una de las cosas que me gustaba de Denton era su absoluta confianza en sí mismo y la arrogancia con que rebatía los argumentos de cualquiera que lo cuestionase—. ¿Quieres saber lo que ocurrió en Florida? Pues te lo diré. Desconozco cuáles son tus fuentes ni de dónde sacas la información, pero te aseguro que no tienen ni puta idea. En los últimos años Florida ha experimentado un incremento espectacular de demanda de parcelas que recuerda la fiebre de tierras que hubo en Oklahoma a finales del siglo pasado. Cualquiera que tuviese diez centavos compró un terreno. —Hizo una pausa—. Te voy a contar algo, pero, ojo, no lo divulgues, pues me lo explicó un conocido mío de Washington, ya sabes a quién me refiero, así que, por favor, que no salga de estas cuatro paredes. El hecho es que en los últimos años los promotores han delimitado más solares para viviendas en Florida que el número de familias que hay en todo Estados Unidos. ¿Qué te parece?

—Bromeas —dije entre risas. Jamás había oído nada parecido, y no me convencía en absoluto.

—Hablo en serio, amigo mío. Florida es uno de los estados más atrasados de la Unión, y sólo hace diez años que la gente ha empezado a percatarse de esa realidad. Aun así vendieron, vendieron, vendieron y vendieron, hasta que no les quedó un palmo de tierra por vender. Entonces, ¿sabes qué hicieron? Volvieron a venderlo todo. Se han vendido millones y millones de solares sin suficiente espacio para construir ni una vivienda. Y no sólo eso, sino que ni siquiera con toda la población de este maldito país se ocuparían todas esas parcelas, en el caso improbable de que toda la gente se trasladara a Florida. —Resopló y dio un bote en su asiento—. ¿Sabes lo que pasaría si todos los hombres, mujeres y niños viajaran de pronto a Florida? Te lo diré: el planeta se desequilibraría e iríamos a la deriva por el espacio.

—Vale, Denton —repuse, poniendo los ojos en blanco—. No lo sabía.

—¡Y…! ¡Y…! —vociferó, golpeando la mesa otra vez presa de la excitación—. Te diré algo más. Si toda la población de China diera un salto a la vez, ocurriría lo mismo. El eje de la Tierra, o lo que sea, se iría a hacer puñetas, no habría gravedad y saldríamos disparados hacia Marte. ¿Sabes lo que pienso? Que China podría ser el país más poderoso del planeta si cayera en la cuenta de esa posibilidad. Sólo tendrían que amenazar con dar un bote de pocos centímetros para poner al mundo entre la espada y la pared. ¡Piénsalo!

Lo pensé y rogué que hubiera terminado con ese asunto.

—Todo lo que me explicas es muy interesante, Denton —dije con firmeza para dejar claro que daba por zanjado el tema de las estrategias chinas de dominación mundial—; pero me parece que nos estamos alejando del asunto. Desearía liquidar algunas acciones. Lo siento, es lo que me dice el corazón.

Other books

White Raven by J.L. Weil
Daddy, His Twin and Me by Kelsey Charisma
Comradely Greetings by Slavoj Zizek
Fury on Sunday by Richard Matheson
A Texan's Luck by Jodi Thomas
The Drowning by Mendes, Valerie