El ladrón de tiempo (31 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

—Eso quiere decir que ella no vino cuando era pequeña.

—No, qué va. Sólo lleva aquí unos años, quizá tres. Bueno, el caso es que Elsie y yo congeniamos desde el primer momento. Dábamos paseos y hacíamos cosas, ya me entiendes. Pronto nos convertimos en algo más que simples amigos, pero siempre mantuvimos una relación informal. Estábamos y no estábamos, ya sabes.

Asentí; a fin de cuentas, el asunto no me era del todo desconocido, pues aunque la única relación amorosa de verdad que había conocido estaba lejos de ser informal, mis otras experiencias habían sido con prostitutas o golfillas de Dover.

—El caso es que —prosiguió Jack— un fin de semana viene Nat y se encapricha de mi Elsie en cuanto le echa el ojo. De modo que empieza a cortejarla, y ya sabes el resto de la historia.

—La consiguió.

—Ya lo creo que la consiguió. —Jack asintió—. Y acto seguido la dejó tirada como un trapo. A mi Elsie casi se le rompe el corazón. Ella ya se veía como señora de la casa, la muy tonta. ¿Cómo se dejó engañar por ese cabrón?

Acababa de pronunciar esas palabras cuando la puerta de la cocina se abrió de par en par y el susodicho cabrón entró sosteniendo una larga vela. A punto estuvo de desmayarse del susto. Recé para que no hubiera escuchado nuestra conversación al otro lado de la puerta.

—Hola, muchachos —nos saludó encaminándose hacia la despensa sin apenas mirarnos. Tal vez no hubiera oído nada, o le importara un bledo lo que pensáramos de él—. ¿Qué hacéis aquí tan tarde? Habéis acabado vuestro trabajo, ¿verdad?

Esperé a que contestase Jack, ya que de los dos era él quien llevaba la voz cantante, por decirlo así, pero pasaron unos segundos embarazosos y no abrió la boca. A pesar de la mirada de apremio que le dirigí, se limitó a beber un trago de cerveza y sonreírme en silencio.

—Hemos terminado, señor —dije finalmente—. Los caballos están listos para cabalgar mañana.

Nat salió de la bodega mirando la etiqueta de las dos botellas de vino que había escogido. Se volvió y me inspeccionó de forma parecida. Tardó un poco en reaccionar, como si no entendiera por qué estaba entablando una conversación con alguien que ocupaba un puesto tan inferior en la cadena alimentaria. Entonces dio un paso hacia nosotros. Apestaba a alcohol y tabaco y me pregunté en qué condiciones iría a cazar a la mañana siguiente.

—Saldremos a las once, muchachos. No sé qué instrucciones os habrá dado Davies, pero ésa es la hora de la partida, así que los caballos tienen que estar listos bastante antes.

—Estamos aquí desde las siete, señor —dije.

—De acuerdo, supongo que tendréis tiempo suficiente. —Consultó el reloj de bolsillo—. ¿No deberíais iros a dormir si tenéis que levantaros tan temprano? No quiero que lleguéis tarde.

Nos dirigió una de sus sonrisas de superioridad, que le devolví por cortesía. En cuanto a Jack, ni se inmutó. Observé que Nat lo miraba con una cierta aprensión, como si temiera que de repente volcara la mesa y lo estrangulase. El ambiente estaba tan cargado que podría haberse cortado con un cuchillo.

—Bueno, me voy —concluyó sin saber qué más decir—. Hasta mañana.

Cuando cerró la puerta con suavidad, solté un suspiro de alivio. Había temido que nos riñera por beber la cerveza de su padre, un lujo que teníamos prohibido, pero o no le importaba o no había caído en la cuenta.

—Supongo que no te da miedo, ¿verdad, Mattie? —preguntó Jack al rato, con suspicacia.

Solté una carcajada.

—¿Miedo? —dije—. Es una broma, ¿no?

—A fin de cuentas, no es más que un hombre. Y ni siquiera eso.

Me retrepé en la silla, reflexionando. Jack se equivocaba: Nat no me daba miedo. En mi vida me había cruzado con individuos mucho más amenazadores que Nat Pepys y siempre había salido bien parado. Pero me intimidaba, no estaba acostumbrado a la autoridad y menos viniendo de alguien que tenía sólo dos o tres años más que yo. Nat me ponía nervioso, no sé por qué. El reloj de pared de la cocina dio las doce de la noche.

—Será mejor que me largue. —Acabé la cerveza de un trago, me puse en pie y me metí la botella en el bolsillo para tirarla por el camino de vuelta a casa de los Amberton—. Nos vemos mañana.

Jack alzó la botella en señal de despedida, pero no dijo nada. Al abrir la puerta, el claro de luna inundó la cocina, y salí al frío de la noche. Cuando rodeé la casa en dirección al camino de entrada vi la fiesta de Nat y sus amigos por la ventana. Armaban mucho alboroto y parecían muy animados. Oí que un hombre gritaba, a continuación se hizo el silencio y una joven empezó a cantar. Oculto entre las sombras contemplé la gran casa donde trabajaba. ¿Viviría así algún día? ¿Cómo era posible que hubiese gente tan rica? ¿Qué había que hacer para ser como ellos?

Estaba seguro de que yo nunca lo lograría, pero me equivoqué.

La mañana de la cacería, Dominique y otra ayudante de cocina bastante agraciada se hallaban apostadas a las puertas de los establos con bandejas de oporto en las manos. Nat las había seleccionado entre el servicio y las había provisto de los uniformes más elegantes que pudo encontrar. Era evidente que mi «hermana» atraía la atención de todos los hombres de la partida. Creo que era consciente de ello, que incluso estaba encantada, pero apenas miró a ninguno mientras iba ofreciendo oporto y sonriendo con amabilidad. Al verla salir de la cocina unos minutos antes, yo había sonreído como haría cualquiera que viese a un amigo vestido de punta en blanco, pero Dominique había pasado de largo sin hacerme caso, como si se considerara muy superior a mí profesionalmente.

Sacamos los caballos de las cuadras y los atamos en varios puntos alrededor del patio. Nat y sus amigos iban de un lado a otro bebiendo oporto y felicitaban a los caballos por su buen aspecto, como si hubieran hecho algo para conseguirlo. Actuaban como si Jack y yo no estuviéramos allí. A mi amigo no le importaba (creo que ni lo advirtió), pero yo me sentí ofendido, pues había trabajado mucho y merecía un mínimo de reconocimiento. Era joven.

Por fin dio comienzo la cacería, y caballos y perros cruzaron en tropel las verjas de Cageley House en dirección a una gran extension que había al otro lado de la propiedad.

Durante unos minutos oí los incesantes ladridos de los perros que correteaban por las colinas, así como las profundas notas de los cuernos que iban detrás. Después de que Dominique y Mary-Ann se marcharan a preparar la comida y lavar las copas de oporto, Jack y yo fuimos a almorzar. Al entrar en la cocina las dos amigas estaban riendo, pero enmudecieron de golpe e intercambiaron una mirada de complicidad que nos excluía tanto a Jack como a mí. Como de costumbre, mi amigo fue directo a la despensa para ver qué encontraba, y yo me senté a la mesa esperando que Dominique me dirigiera unas palabras amables, algo que me demostrase que aún le importaba.

—Qué quieres que te diga —comentó Mary-Ann mientras arrastraba un enorme saco desde la despensa. Se dejó caer en una silla junto a la cual había una palangana llena de agua y empezó a mondar patatas—, A mí también me gustaría salir a cazar. Me encantan los trajes que llevan y el modo en que cabalgan de un lado para otro. Ay, eso es mucho mejor que quedarse aquí pelando patatas.

—Te caerías de la montura a la primera y te romperías la crisma —se burló Jack—. ¿Cuándo montaste por última vez?

—Podría aprender, ¿no? Si Nat Pepys es capaz de hacerlo, no puede ser tan difícil.

—Seguro que lleva toda la vida montando a caballo —dije, y al ver que apoyaba a Jack, Dominique me miró asqueada—. Pero quizá no se te diera mal después de todo —murmuré para ganarme su aprobación.

—Supongo que estaréis enterados del compromiso —dijo Mary-Ann después de un rato, y puso cara de «sé algo que vosotros ignoráis».

Me quedé de una pieza.

—¿Nat va a casarse? —Estaba claro que Jack tampoco sabía nada.

—Al parecer ya no —continuó Mary-Ann—. Corrían rumores de que se había comprometido con una joven de buena familia de Londres, creo que era la hija de un amigo del padre. Pero ella se enteró de que una noche de juerga Nat visitó una de esas casas que ningún caballero debería pisar, y rompió el compromiso.

Jack soltó un bufido.

—¡De buena se libró! —exclamó entre risas—. Me pregunto quién en su sano juicio querría casarse con ese adefesio…

—Tampoco está tan mal —dijo Mary-Ann—. Además, un día recibirá un tercio de esta propiedad, lo que no es poco. Un hombre con dinero puede tener la cara más fea del mundo, que nadie se dará cuenta.

—De modo que es eso lo que te gusta de él, ¿eh, Mary-Ann? —preguntó Jack negando con la cabeza, desdeñoso—. En la vida hay cosas más importantes que las propiedades, ¿sabes?

—Vaya, qué raro. —La muchacha se sorbió la nariz y se concentró en las patatas—. Normalmente quienes hablan así son los dueños de propiedades, no los desgraciados que no tienen dónde caerse muertos.

Miré alrededor y pensé en lo maravilloso que sería nacer con dinero, heredar una fortuna y vivir sin trabajar.

—Un hombre como Nat nunca haría feliz a una mujer —apunté, deseoso de contentar a Jack, quien apenas parecía escucharme.

Mary-Ann soltó una carcajada.

—¿Qué sabrás tú de lo que hace o no hace feliz a una mujer? —dijo casi llorando de risa—. Seguro que ni siquiera has hecho manitas con una chica. Eres sólo un criajo —me espetó.

Me quedé mudo, con la mirada fija en la mesa y el rostro encendido, y con el rabillo del ojo vi que Dominique se volvía hacia la pila y nos daba la espalda.

—¿Tú qué dices? —añadió Mary-Ann dirigiéndose a su amiga—. ¿Crees que tu hermano se ha acostado alguna vez con una mujer?

—Ni lo sé ni me importa —contestó Dominique, tajante—. Ya está bien por hoy. Algunas tenemos cosas que hacer.

Advertí que empleaba expresiones típicas de la localidad y me pregunté si me ocurriría lo mismo. Mary-Ann siguió carcajeándose un buen rato, y cuando al final alcé la cabeza advertí que Jack, que había visto que Dominique y yo nos ruborizábamos, nos miraba entre risueño y sorprendido. Me levanté y salí de la cocina en dirección a las cuadras.

Cuando Nat y sus amigos volvieron a Cageley House por la tarde, nos informaron que había habido un accidente. Hacía rato que oía los cascos de los caballos y fui a esperarlos en el camino de entrada a la casa. Unos minutos más tarde irrumpió la jauría, seguida por los caballos agotados con sus jinetes. Nat llevaba a una mujer sobre su montura, una joven de cara pálida con los ojos enrojecidos. Los jinetes descabalgaron y no fue Nat sino uno de los chicos más altos quien ayudó a bajar a la chica y la llevó en brazos a la casa. Estaba preguntándome qué habría ocurrido cuando Nat se acercó a mí con cara de preocupación.

—Hemos sufrido un pequeño contratiempo —dijo mientras sus amigos entraban en la casa, donde los recibía el mayordomo—. Janet… quiero decir la señorita Logan se ha caído del caballo cuando éste se ha plantado delante de una valla. Creo que se ha torcido el tobillo. La pobrecilla no ha parado de quejarse durante media hora.

Asentí con la cabeza y conté los caballos. Habían salido ocho, pero sólo habían vuelto siete.

—¿Dónde está su caballo? —pregunté en voz baja.

—Ah. —Nat apretó los labios y se rascó la cabeza—. El caballo está un poco herido, la verdad. Cuando Janet saltó por los aires se cayó y se dio un fuerte golpe; creo que se ha hecho mucho daño.

Me sentí desazonado. Aunque no fuera uno de los caballos que había cuidado en los últimos meses, el trato diario con los de sir Alfred me había infundido un amor hacia esos animales que hasta entonces desconocía. Admiraba su fuerza bruta, la potencia que controlábamos y utilizábamos para nuestro provecho. Me gustaba todo de ellos: su olor, su tacto, el modo en que me miraban confiados con sus grandes ojos húmedos. Mi ocupación favorita en Cageley House era almohazarlos. Presionaba con el instrumento en el lomo hasta que gemían de placer, y al final el brillo castaño de sus patas daba crédito de nuestra devoción y su belleza. De manera que la sola idea de que hubiese un caballo herido me sublevó.

—¿Han tenido que sacrificarlo? —pregunté expectante.

Nat se encogió de hombros con indiferencia.

—No llevaba escopeta, Zulu —dijo pronunciando mal mi apellido—. He tenido que dejar a la pobre bestia allí tirada.

—¿Que lo ha dejado allí? —pregunté sin dar crédito a mis oídos.

—No ha habido manera de que se levantara. Creo que se ha roto una pata. Como nadie llevaba un arma y no íbamos a machacarle la cabeza con una piedra, lo hemos dejado tal cual. He pensado que lo mejor sería regresar a la casa y pedir ayuda. ¿Dónde diablos se ha metido Holby?

Vi por la ventana de la cocina que Jack estaba hablando con Dominique. Al divisarnos, mi amigo salió lentamente de la casa para encargarse de los caballos. Fui hasta él y le conté lo que había ocurrido. Jack miró a Nat con rabia y, repitiendo lo que yo acababa de decir casi palabra por palabra, preguntó:

—¿Has abandonado el caballo sin más? ¿En qué pensabas, Nat? Deberías llevar un arma de fuego cuando sales a cazar por si surge una emergencia, sea cual sea.

—Para ti, Holby, soy el señor Pepys —dijo Nat con la cara roja de furia ante la insolencia del palafrenero—. Nunca llevo armas de fuego si puedo evitarlo. Por el amor de Dios —añadió—, lo único que tenemos que hacer es volver y matar a ese animal. No tardaremos mucho.

Nos quedamos mirando al pobre imbécil, que parecía empequeñecerse a ojos vistas. Por primera vez me di cuenta de que yo, al igual que Jack, era mucho más hombre que él. En ese momento le perdí el respeto por completo, aunque su posición impidió que me dejase dominar por la cólera.

—Ya voy yo —dijo Jack finalmente, dirigiéndose a la casa en busca de un arma—. ¿Dónde has dejado el caballo?

—¡No! —gritó Nat, decidido a no dejarse intimidar por dos inferiores—. Irá Zulu. Lo acompañaré para enseñarle dónde está. Tú quédate aquí y ocúpate de los caballos. Dales agua y comida, y cuando vuelva quiero verlos limpios, ¿entendido? Rápido.

Cuando Jack abrió la boca para protestar, Nat ya había dado media vuelta y entraba en la casa. Miré a mi amigo y me encogí de hombros. Fui a la cuadra y ensillé dos de los caballos de sir Alfred, pues no quería cansar a los que acababan de regresar de la cacería. Cuando los conducía fuera, Nat salió de la casa con una pistola en la mano. Antes de montar inspeccionó la recámara, tras lo cual se alejó al galope sin siquiera mirar a Jack. Lo seguí lo más rápido que pude, pero era un jinete mucho menos experimentado que él y temí quedarme rezagado.

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