El ladrón de tiempo (32 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

Tardamos unos veinte minutos en divisar lo que nos pareció el caballo herido. Nos detuvimos a una distancia prudente y nos acercamos con cuidado. Temí encontrarlo agonizante o incluso muerto, y deseé con todas mis fuerzas que no estuviera allí. Quizá la lesión no fuera tan grave como Nat había pensado y había conseguido ponerse en pie; tal vez en ese momento deambulaba perdido por el campo. Pero no tuvimos esa suerte. Se trataba de una yegua color avellana de unos tres años de edad, con un círculo blanco alrededor de un ojo. Tendida sobre un manto de hojas y ramas, temblaba y sacudía la cabeza de forma convulsiva. Tenía los ojos desorbitados y echaba espumarajos por la boca. La recordé enseguida gracias a la mancha blanca: era un animal muy bello y fuerte; al andar se le marcaban los tendones y los músculos de las patas. Nat y yo nos quedamos observando a la pobre yegua unos segundos antes de intercambiar una mirada, en la que me pareció vislumbrar un destello de remordimiento. Me habría gustado gritarle a la cara una vez más «No puedo creer que la haya dejado aquí tirada», pero me dije que no era el momento adecuado para insolentarme y que corría el riesgo de que el hijo del patrón probara su fusta conmigo.

—¿Y bien? —dije finalmente mientras miraba la pistola que asomaba del bolsillo de su chaqueta—. ¿Va a disparar o no?

Sacó el arma y palideció. La miró y se mojó los labios con la punta de la lengua.

—¿Lo has hecho antes? ¿Has tenido que matar un caballo alguna vez?

Negué con la cabeza y tragué saliva.

—No —contesté—. Y no quiero hacerlo ahora, si no le importa.

Resopló y miró al caballo una vez más, contempló la pistola y finalmente me la dio.

—No seas cobarde. Obedecerás las órdenes que te dé. Ya sabes lo que hay que hacer.

Al coger la pistola caí en la cuenta de que él tampoco había matado un caballo en su vida.

—Sólo tienes que apuntarle a la cabeza y apretar el gatillo —dijo, y al oír esas palabras se me encendió la sangre—. Pero, por el amor de Dios, intenta que el disparo sea limpio, Zulu, por favor. Nada de chapuzas, ¿eh?

Se volvió y empezó a limpiarse la punta de la bota como si le fuera la vida en ello, a la espera de que yo descerrajara el tiro mortal. Miré el animal, que seguía temblando. Si quería librarlo de su agonía no había tiempo que perder, de modo que alcé la pistola —mientras me familiarizaba con su extraña forma, ya que nunca había sostenido una— con las dos manos para controlar el temblor y di un paso al frente. Apunté a la cabeza de la yegua y miré hacia otro lado. En cuanto noté las náuseas, disparé. El fuerte culatazo me hizo recular. Durante un buen rato permanecimos en silencio. Me sentía aturdido y me zumbaban los oídos, apenas consciente de lo que acababa de hacer. Cuando al fin miré mi obra, me alegró comprobar que la yegua había dejado de temblar. Por fortuna había disparado limpiamente, y con la excepción del hilo de sangre que brotaba de un humeante círculo rojo, y que descendía hasta el ojo atravesando la mancha blanca, apenas existían diferencias entre la escena de unos minutos antes y la actual.

—¿Ya está? —preguntó Nat, todavía sin volverse.

Miré su espalda y no contesté. Vi que temblaba y, sin saber por qué, alcé la pistola de nuevo y le apunté a la cabeza.

—¿Ya está, Zulu? —repitió.

—Mi nombre es Zéla —dije con serena firmeza—. Zéla, ¿entiendes? Y sí, ya está.

Se volvió, pero evitó mirar el cadáver del animal.

—Bueno —dijo finalmente mientras nos dirigíamos a nuestras monturas—. Supongo que eso es lo que te pasa por no hacer caso de lo que te dicen.

Le dirigí una mirada de extrañeza y sonrió.

—Resulta que ella quería que el caballo saltase la valla —recordó—. Me refiero a la señorita Logan. Quería saltar, pero el caballo se encabritó. Míralo ahora. Ha recibido su merecido. Cuando volvamos a casa, dile a Holby que mande a alguien a recogerlo y que lo lleve al matadero, ¿de acuerdo?

Montó sin mirarme ni pronunciar palabra y cabalgó en dirección a Cageley House. De repente sentí un vahído y me apoyé contra un árbol. Se me doblaron las rodillas y vomité. Cuando me incorporé tenía la frente sudorosa y un sabor de boca terrible. Me eché a llorar. Al principio sólo era un gemido, pero acabé sollozando a lágrima viva. Me acurruqué en el suelo y permanecí hecho un ovillo durante lo que me parecieron horas. Ésa era mi vida, me dije. La única que tenía.

Era de noche cuando regresé a casa de los Amberton, no sin antes haberme deshecho del cadáver de la yegua con la ayuda de Jack.

17
Con los capitostes de la «gran sociedad»

En 1921, tras la muerte de mi octava mujer en Hollywood, decidí mudarme lejos de California, pero sin abandonar Estados Unidos. El fallecimiento de Constance me había sumido en el abatimiento. Desde aquel absurdo accidente automovilístico ocurrido justo después de nuestra boda, y en el que también habían perdido la vida su hermana Amelia, mi sobrino Tom y una aspirante a estrella adolescente, mi vida iba a la deriva. A la edad de ciento setenta y ocho años no encontraba sentido a nada. Por primera y quizá única vez dudé de mi facultad física para permanecer con el aspecto y el vigor de un hombre de mediana edad. Me habría gustado dejarlo todo, abandonar esa miserable existencia en la que al parecer había quedado atrapado para siempre, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no ir a un médico, explicarle mi situación y pedirle que me ayudara a envejecer o a acabar con mi vida de una vez.

Sin embargo, con el tiempo superé la depresión. Como he afirmado en otras ocasiones, en general no considero que mi condición sea negativa ni mucho menos. De hecho, sin ella habría muerto a principios del siglo xix y jamás habría tenido las vivencias con que he sido bendecido a lo largo de esta larga existencia. Cumplir años puede ser una experiencia cruel, pero, si te conservas bien y tienes dinero, siempre encuentras cosas que hacer.

Permanecí en California hasta finales de año, pues no tenía sentido empezar una nueva vida antes de las navidades. En enero de 1922 me mudé a Washington D. C., compré una pequeña casa en Georgetown e invertí en una cadena de restaurantes. El dueño del negocio, Mitch Lendl, era un inmigrante checo que había llegado a Estados Unidos en la década de 1870 y, como muchos de sus compatriotas, había modificado su nombre, Miklôs, para que sonase americano. Deseaba abrir otros restaurantes en la periferia de la ciudad, pero le faltaba capital. Podría haber recurrido a los bancos, pero temía que éstos le reclamaran la devolución del préstamo en un mal momento y le arrebataran su imperio, de ahí que decidiera buscar un inversor. Llegué a conocerlo bastante por el simple hecho de que me gustaba cenar en sus establecimientos, y desde el primer momento nos entendimos a la perfección. Al final acepté entrar en el negocio, que resultó muy rentable. De la noche a la mañana empezaron a aparecer restaurantes a lo largo y ancho del estado, y como Miklós (nunca lo llamaba Mitch) siempre contrataba a buenos cocineros, enseguida disfrutamos de una excelente reputación. Así pues, nuestro negocio iba viento en popa.

La cocina nunca me ha interesado mucho; me gusta comer bien, claro, pero imagino que como a todo el mundo. No obstante, durante esa época, mi única incursión en el negocio de la restauración, aprendí algunas cosas, sobre todo respecto a la importación de exquisiteces y productos exóticos, un mundo en el que la cadena Lendl estaba especializada. Comencé a interesarme por la materia prima que empleábamos en nuestros establecimientos y enseguida nos impusimos la norma de servir alimentos sanos, premisa que casi se convirtió en un lema de la casa. Gracias al talento y las habilidades de Miklôs servíamos las hortalizas más frescas, la mejor carne y los pasteles más deliciosos del estado. Teníamos lleno todas las noches.

En 1926 fui invitado a participar en un comité del Departamento de Alimentación. Mientras analizábamos los hábitos alimentarios de la población de Washington y diseñábamos una política para mejorarlos, conocí a Herb Hoover, quien años atrás, durante la presidencia de Wilson, había formado parte de ese mismo comité. A pesar de que ahora era secretario de Comercio, el trabajo de aquél seguía importándole, pues siempre le había atraído el tema de la alimentación. Trabamos amistad muy pronto y cenábamos juntos a menudo, aunque nuestra conversación se veía continuamente interrumpida por toda clase de gente, que lo abordaba para comentarle algún asunto personal de vital importancia.

—Todos creen que puedo ayudarlos de una manera u otra —me confió una noche, sentados a una mesa apartada del restaurante, con sendas copas de brandy en la mano tras una cena copiosa y de altos vuelos preparada por el mismo Miklós—. Piensan que si entablan amistad con un secretario de Comercio conseguirán una rebaja fiscal o algo por el estilo.

No podían ir más desencaminados: Herb tenía fama de ser uno de los hombres más estrictos e incorruptibles del gobierno. Se me escapaba cómo había alcanzado un puesto tan importante de esas características, sobre todo teniendo en cuenta su historial humanitario e incluso diría filantrópico. Cuando los alemanes invadieron los Países Bajos tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, Herb estaba en Londres. Los aliados le encomendaron la misión de proveer a los belgas de alimentos, tarea que cumplió con gran éxito; sin su labor la población habría muerto de hambre. Unos años más tarde, en 1921, se impuso el reto personal de extender esa ayuda a la Unión Soviética, que sufría una de sus peores hambrunas. Cuando le criticaron que tendiera la mano al enemigo bolchevique, los rugidos de Herb estremecieron los cimientos de la Cámara de Representantes: «Veinte millones de seres humanos están muriéndose de hambre. Con independencia de su ideología política, ¡hay que darles de comer!»—La verdad es que ni siquiera yo sé cómo he llegado hasta aquí —admitió refiriéndose a su alto cargo en la administración—. ¡Aunque no parece que lo esté haciendo mal! —añadió con una amplia sonrisa que le resaltó las patas de gallo.

Tenía toda la razón: el país vivía una etapa de prosperidad y su ascenso en el gobierno parecía asegurado.

Por mi parte disfrutaba gratamente de su compañía, y cuando a finales de 1928 fue elegido presidente me llevé una gran alegría, no sólo porque hacía mucho que no tenía relación con un miembro del poder, sino porque la Casa Blanca jamás había acogido a un inquilino tan bondadoso como Herbert Hoover. Asistí a su investidura en marzo de 1929, un día antes de mudarme a Nueva York. Hoover expresó lo orgulloso que se sentía de sus conciudadanos, que habían logrado levantar el país tras la Gran Guerra y ahora disfrutaban de unos años de paz bien merecida. Aunque largo, farragoso y plagado de detalles que a los americanos les traían sin cuidado, su discurso fue optimista y estuvo lleno de buenos augurios para los siguientes cuatro años. Como es natural, después apenas tuve tiempo de hablar con él, pero le deseé lo mejor, en la creencia de que el respeto que Hoover despertaba en sus compatriotas, su naturaleza filantrópica y la prosperidad y la paz que vivíamos pronosticaban un mandato tan bueno como el de sus predecesores. Qué poco imaginaba yo que a finales de ese mismo año el país estaría sumido en una gran depresión y la presidencia de Hoover se malograría prácticamente en el inicio de su andadura.

Y aún esperaba menos que muchos de mis conocidos fueran a pagar un precio tan alto por esa hecatombe.

A Denton Irving le gustaba correr riesgos. Su padre, Magnus Irving, había dirigido hasta hacía poco CartellCo, una gran sociedad de inversiones neoyorquina heredada de su difunto suegro, Joseph Cartell. A los sesenta y un años de edad, Magnus sufrió un derrame cerebral que lo dejó incapacitado para seguir al frente de la empresa, y Denton, que había pasado la mayor parte de sus treinta y seis años trabajando como especialista inversor, cogió el relevo. Herb nos había presentado unos años antes y desde entonces éramos amigos. En cuanto aterricé en Nueva York fui a verlo para contarle mis proyectos y pedirle consejo.

Miklôs y yo habíamos recibido una generosa oferta por nuestra cadena de restaurantes. Decidimos aceptarla, lo que precipitó mi marcha de la capital. La oferta, que procedía de un consorcio de inversores, no sólo estaba muy por encima de lo que habríamos podido esperar de un único comprador, sino que excedía en mucho el dinero que podríamos ganar entre los dos durante toda una vida (normal). Además, Miklós estaba envejeciendo y ninguno de sus hijos poseía su instinto para la hostelería, de modo que nos pareció un buen momento para vender. Como consecuencia de ello, ahora yo era dueño no sólo de las acciones y las cuentas habituales, sino de una pequeña fortuna. Si quería invertirla con inteligencia, debía consultar a Denton.

Corría marzo de 1929. Al cabo de una semana Denton me había preparado una cartera de inversiones bastante fiables, repartiendo mi dinero entre empresas consolidadas como US Steel y General Motors, compañías recientes como Eastman Kodak y varias empresas innovadoras que quizá despegasen si encontraban inversores dispuestos a apostar por ellas. Denton era un hombre muy listo pero extraordinariamente impaciente, un rasgo de carácter que no compartíamos. En cuanto le informé de mi intención de invertir una suma considerable, empezó a llamar a sus contactos para dar con las mejores opciones y las empresas más solventes, como si él mismo fuera a disfrutar de los beneficios. Yo no podía por menos de encontrar divertido su entusiasmo; confiaba plenamente en sus habilidades y disfrutaba mucho de su compañía.

En esa época una joven desconocida entró en mi vida. Se llamaba Annette Weathers, tenía treinta y tres años y era empleada de correos en Milwaukee. Una tarde lluviosa de abril llamó a la puerta de mi apartamento cerca de Central Park. Llevaba a un niño de unos ocho años de la mano, mientras con la otra asía un par de bolsas grandes. Estaba empapada, a duras penas lograba contener las lágrimas y apretaba la mano del niño con desesperación. Estupefacto, me pregunté quién sería y qué querría de mí; sólo tuve que echar un vistazo al niño para averiguarlo.

—Señor Zéla —dijo al tiempo que dejaba las bolsas en el suelo para tenderme la mano—, siento molestarle, le escribí varias veces a California pero nunca me respondió.

—Hace mucho tiempo que no vivo allí —aclaré, todavía de pie en el umbral—. Me trasladé a…

—Washington, lo sé —me interrumpió—. Perdone que haya venido, pero es que no sabía qué hacer. Es que estamos… estamos… —balbució, pero la tensión acabó por vencerla y se desplomó a mis pies hecha un mar de lágrimas.

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