El ladrón de tiempo (26 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Novela

—¿Tu qué? —pregunté, pensando que no había oído bien—. ¿Qué es eso de un libro de sucesos?

Ahora fue Thérèse quien pareció inquietarse un poco, como si se le hubiera escapado algo que no quería decir.

—Es una tontería, una especie de diario —contestó en tono de disculpa, sin mirarme a los ojos—. Me sirve para pasar el rato.

—Pero ¿un diario sobre qué? —preguntó Tom, intrigado también.

—Sobre la gente que me ha ofendido alguna vez —repuso con una risita, aunque hablaba en serio—. Guardo un diario sobre la gente que me ha tratado mal o que me ha causado alguna ofensa. Hace años que lo escribo.

La miré fijamente. Sólo se me ocurrió una pregunta.

—¿Por qué lo haces?

—Para no olvidarme —repuso con perfecta calma—. A todos los cerdos les llega su San Martín, señor Zéla… Matthieu —se corrigió antes de que yo protestara—. Quizá suene absurdo, pero…

—No lo es, en absoluto —me apresuré a contestar—. Pero me parece un poco raro, eso es todo. Supongo que es una manera de recordar… —No sabía cómo terminar, así que corté por lo sano y añadí una frase convencional—. De recordar cosas que han ocurrido.

—Espero no tener muchas entradas en tu diario, Thérèse —terció Tom con una sonrisa de oreja a oreja.

La joven negó con la cabeza y sonrió a su vez, como si la sola idea fuera impensable.

—No te preocupes, que no he escrito nada sobre ti. —Se inclinó hacia Tom y le rozó la mano.

Recalcó el «ti» para que quedara claro que mi caso era diferente. Por si eso fuera poco, me dirigió una mirada de reproche que hizo que me removiese incómodo en el sillón mientras me preguntaba cuándo y cómo habría ofendido a esa chica. Permanecí callado un rato, bebiendo. Rellené el vaso hasta tres veces, mientras Thérèse y Tom coqueteaban como si yo no estuviera presente, y cuando me disponía a excusarme y abandonar la habitación me vinieron a la cabeza unas palabras que ella había pronunciado.

—A todos los cerdos les llega su San Martín —recordé en voz alta para llamar la atención de ambos, que me miraron extrañados, como si hubieran pensado que ya no estaría allí—. De modo que piensas eso, ¿eh, Thérèse?

Pestañeó desconcertada, pero respondió en tono contundente:

—Pues claro que lo pienso. ¿Usted no?

Me encogí de hombros sin saber qué contestar y ella aprovechó mi titubeo para añadir:

—En esta ciudad… —Hizo una pausa cargada de dramatismo—. En los tiempos que corren, ¿cómo no iba a pensarlo?

—¿Qué quieres decir…?

—Mire alrededor, Matthieu. Fíjese en las calles, vea en qué se ha transformado París. ¿No cree que aún quedan muchos cerdos, por decirlo de alguna manera, a los que ha de llegarles su San Martín?

Una vez más mi silencio delató lo confuso que me sentía. Thérèse se apartó de Tom, me miró fijamente y añadió:

—Todas esas muertes… Los aristócratas que guillotinaron. ¡Por Dios bendito, si hasta rodó la cabeza del rey! Al fin se hace justicia en Francia, Matthieu. Ya era hora, ¿no le parece?

—Aún no hemos presenciado ninguna decapitación —dijo Tom—. Mi tío considera que es una costumbre bárbara y no quiere presenciarla.

—¿De verdad lo cree, señor Zéla? —preguntó Thérèse, volviendo a mentarme por mi apellido como si quisiera marcar distancias. No podía estar más sorprendido—. De modo que la guillotina le parece bárbara, ¿eh?

—Reconozco que es un método rápido y limpio, pero no puedo evitar preguntarme si es realmente necesario. ¿Hace falta que muera toda esa gente?

—Claro que es necesario —intervino Tom con absoluto convencimiento, haciendo suya la postura de Thérèse—. Esos repulsivos aristócratas merecen morir.

Lo fulminé con la mirada.

—Han tenido una vida regalada —continuó Thérèse, dirigiéndose a mí como si no hubiera oído a Tom—. A costa de explotarnos a todos. Usted es francés, ¿verdad? Ya debe de saber que se lo han buscado ellos solitos.

Asentí con la cabeza.

—Ha llegado su hora —concluyó.

—¿Has visto guillotinar a alguien? —Sólo con oír hablar de muerte, a Tom se le despertaba la sed de sangre.

La creciente tensión sexual entre los dos jóvenes resultaba ahora evidente, y pensé que, si todavía no eran amantes, no tardarían en serlo.

—A muchos —respondió con orgullo—. Presencié la decapitación del mismísimo rey, quien, como era de esperar, se comportó como un cobarde hasta el final, igual que todos los demás.

Tom se relamió los labios e instó a la joven a que continuara su relato.

—El Comité Nacional lo había declarado culpable de traición —empezó a referir Thérèse, a modo de justificación de lo que se disponía a contar seguidamente—. Ese día pareció que media ciudad quería estar en la plaza de la Concordia para presenciar el fatídico momento. Llegué allí temprano, pero no me acerqué mucho. Quería verlo morir, señor Zéla, pero detesto mezclarme con la muchedumbre vociferante. Había tanta gente que era difícil encontrar un buen sitio. Al final, el chirrión entró en la plaza.

Tom enarcó una ceja en señal de extrañeza.

—La carreta de los reos —aclaró Thérèse—. La sencillez de ésta debe dejar claro que los traidores van a morir como ciudadanos franceses, y no a la manera de los ricos holgazanes. Los recuerdo perfectamente a todos: había una mujer joven que llevaba el pelo largo y sucio. No se daba cuenta de lo que ocurría, o parecía no importarle; quizá ya estuviera muerta en su interior. Detrás de ella vi a un chico que sollozaba desesperado. No se atrevía a mirar el instrumento que acabaría con él, a pesar de que un hombre a su espalda no paraba de gritar como un poseso y señalaba la guillotina muerto de miedo mientras los verdugos lo agarraban con todas sus fuerzas; temían que, aprovechando un descuido, se mezclara entre la multitud y escapara. Aunque lo más probable es que sólo con que hubieran pensado que podían perder al mayor traidor de todos lo habrían descuartizado allí mismo. En ese momento lo reconocí; llevaba pantalones oscuros y camisa blanca con el cuello desabrochado. Ante mí tenía al rey de Francia, el renegado convicto, Luis XVI.

Miré a Tom, que sólo tenía ojos para Thérèse, y no pude por menos de espantarme al ver su expresión: el morbo, la excitación casi sexual que aquel relato había despertado en él eran más que evidentes. Pese a todo, también yo estaba en vilo y deseaba que continuara, turbado como mi sobrino por el drama de esas horribles muertes. Thérèse no iba a defraudarnos.

—Fijé la vista en su rostro, para que no se me escapara ninguna de sus reacciones. Estaba pálido, más blanco que la camisa que llevaba, y parecía agotado, como si hubiera pasado toda la vida batallando para evitar ese final y ahora que era inminente ya no le quedasen fuerzas para seguir luchando. Cuando la carreta se detuvo ante el patíbulo, los seis hombres que llevaban la cara cubierta y vigilaban la enorme máquina dieron un paso adelante y agarraron bruscamente a la joven por los hombros. Al hacerlo le desgarraron el vestido, dejando al descubierto un seno grande y pálido, lo que provocó el estruendoso regocijo de la muchedumbre. Esos hombres… son grandes exhibicionistas, casi actores. El más corpulento de los seis apoyó la frente en el pecho de la mujer unos instantes antes de volver la cara hacia el público con una sonrisa. Mientras la conducían al cadalso, la joven apenas reaccionó. Una vez allí le raparon el pelo y le colocaron la cabeza en el cepo. Cuando dejaron caer la otra media luna de madera para sujetarla, pareció despertar y apoyó las manos en los lados para levantarse, sin darse cuenta de que estaba atrapada. En un instante todo había acabado. La cuchilla cayó y le cortó la cabeza limpiamente. El cuerpo se agitó por un instante para a continuación desplomarse sobre la plataforma, de donde lo recogieron y se lo llevaron a toda prisa.

—¡Thérèse! —exclamó Tom con un grito ahogado. Como no dijo nada más, supuse que sólo había pronunciado su nombre llevado por un arrebato.

—Acto seguido, uno de los verdugos se acercó y alzó la cabeza con una mano para exhibirla ante la muchedumbre. Gritamos al unísono, os lo aseguro. Las señoras que estaban en primera fila haciendo punto siguieron tricotando alegremente.

Todos esperábamos la principal atracción de la jornada —añadió con una sonrisa traviesa—. Pero primero le llegó el turno al chico. Lo arrastraron hasta la guillotina. Antes de colocarle el cepo, se quedó de pie ante la multitud sin oponer resistencia, mirándonos, suplicando, con la cara bañada en lágrimas y los ojos rojos de tanto llorar. A diferencia de la mujer que lo había precedido, él sabía perfectamente lo que ocurría y estaba aterrorizado. No debía de tener más de quince años. Observé que se le estaba formando una mancha en los pantalones; el muy cobarde se estaba meando encima, y la fina tela se le pegaba a la pierna y le daba un aspecto indigno. Mientras lo colocaban en el cepo forcejeó desesperado, pero era demasiado débil para enfrentarse a esos hombretones, y al cabo de un minuto su vida se había apagado también.

—¿De qué se lo acusaba? —pregunté asqueado—. ¿A quién había traicionado ese pobre chico?

Thérèse me miró fijamente, con una sonrisa en los labios, y no creyó necesario responder. Estaba a punto de llegar al clímax de su historia, y por mucho que me pesara quería que continuase.

—Cuando condujeron al rey al pie del cadalso la muchedumbre enmudeció por primera vez —prosiguió—. Luis XVI miró a la gente; en su rostro se mezclaba el estoicismo y el pavor. Abrió la boca como si fuera a pronunciar unas palabras, pero no pudo, de modo que lo arrastraron hasta la guillotina. Admito que el ambiente era irrespirable, pues nadie sabía lo que ocurriría después de que lo decapitaran. ¿Y si llegaba el fin del mundo? Se produjo un breve altercado entre los verdugos, pues ninguno quería colocar al rey en el cepo, pero al final uno dio un paso adelante y una vez más bajaron la media luna de madera. El rey levantó un poco la cabeza en un último esfuerzo por mirarnos, mientras en sus ojos se reflejaba la luz del sol. Entonces pronunció sus últimas palabras. «Muero inocente y perdono a mis enemigos», gritó, sin duda esperando salvarse gracias a esas palabras vacías de significado. «Y deseo que mi sangre…» La cuchilla bajó a gran velocidad, la cabeza cayó en la cesta y el cuerpo se sacudió. La multitud aulló presa del delirio. El rey había muerto.

Nos quedamos callados. Vislumbré el rostro de Tom, brillante de sudor en la penumbra de la habitación iluminada por el fuego. Thérèse se estremeció un poco al recostarse en el sillón y beber un sorbo de vino. Miré a los dos jóvenes sin saber qué decir, a tal punto me había turbado la historia. Al cabo, pregunté:

—Dime, Thérèse, ¿qué pensaste al ver cómo guillotinaban a esas personas? Una mujer inocente, un muchacho, un rey… ¿Cómo te sentiste?

Tenía el vaso apoyado en los labios y el intenso reflejo rojo del vino me pareció apropiado para nuestro tema de conversación. Apartó la mirada y respondió con voz profunda:

—Desagraviada.

Mi estancia en París se prolongó más de lo que preveía. Con el tiempo, la notable influencia de Thérèse sobre Tom se invirtió y las ideas sediciosas de ella se vieron eclipsadas por el fervor revolucionario de mi sobrino. Aunque debía reconocer que ya no era el gandul de unos meses atrás, el camino por el que lo arrastraban sus pasiones me daba muy mala espina. Viajé por el país y en más de una ocasión pensé en romper relaciones con mi sobrino y volver a Inglaterra, pero, como era consciente de que dependía de mi caridad, no me atreví. Viví una temporada en el sur de Francia —donde el ambiente estaba casi tan cargado como en París— y a continuación fui a los Alpes a pasar unas semanas. Allí reinaba la paz, y el blanco manto de nieve supuso un enorme descanso para mis ojos, acostumbrados al rojo omnipresente en la capital. Cuando a finales de 1793 volví a París, descubrí que Tom se había convertido en un revolucionario consumado.

En poco tiempo había conseguido sumarse a las filas del poder jacobino y ahora trabajaba como secretario de Robespierre, el principal garante del Terror. Su relación con Thérèse se había estabilizado y juntos habían dejado la pensión para compartir un apartamento cerca de la rue de Rivoli, y allí me dirigí una oscura tarde de viernes poco antes de Navidad.

Tom había cambiado mucho. En seis meses parecía haber envejecido seis años. Llevaba el cabello muy corto, se le marcaban los pómulos y su rostro presentaba un aspecto más varonil y serio. Hacía ejercicio a diario, por lo que su cuerpo se había fortalecido y ensanchado. Su figura, que antaño poseía un atractivo casi femenino, era la imagen del auténtico revolucionario, y casi daba miedo llevarle la contraria. Thérèse también había cambiado. Tras convertir a su amante a sus creencias, parecía haberse distanciado de ellas y permitía que Tom gobernara la nave de sus destinos. Mientras él hablaba, ella no paraba de tocarlo; le acariciaba la mejilla, le rozaba una pierna, y él no parecía darse cuenta.

—Me llama la atención —dije cuando nos sentamos ante la chimenea, después de cenar— que hasta el año pasado no conocieras este país y que ahora luches de esa forma por su supervivencia. Esa pasión recién descubierta por un país desconocido me resulta un poco rara, la verdad.

—Seguramente siempre la he llevado en la sangre —repuso con una sonrisa; una vez más oía esa palabra de sus labios—. Al fin y al cabo, soy medio francés. Algún día tenía que surgir, ciudadano.

—Es posible. Como bien dices, eres medio francés y medio inglés, una combinación explosiva —bromeé—. Vivirás en continuo conflicto contigo mismo, dividido entre tu lado prosaico y tu lado artístico.

—Ahora sólo vivo para una cosa —afirmó muy serio—. Lucho para que la República francesa se fortalezca cada vez más hasta convertirse en la más poderosa del mundo.

—¿Y el Terror consigue eso? ¿Crecer a través del miedo?

—Tom cree en la causa, ciudadano —terció Thérèse, y su voz sonó ronca y cálida al pronunciar el nombre de su amante—, como todos nosotros. Los muertos han contribuido tanto como los vivos. Es parte de un ciclo natural, un proceso absolutamente natural.

Puras tonterías, pensé.

—Deja que te cuente una historia —dijo Tom retrepándose mientras Thérèse se acurrucaba en su regazo; una de sus manos colgaba indolente sobre la ingle de mi sobrino—. Si hubieras venido hace unas semanas y me hubieses preguntado quién era mi mejor amigo, te habría contestado Pierre Houblin, que hasta hace poco trabajaba conmigo en la Asamblea Nacional. Llevaba allí mucho más tiempo que yo y, por supuesto, ocupaba un cargo de mayor importancia. Pierre tenía más o menos mi edad, quizá fuera un poco mayor, y el caso es que, no sé cómo, nos hicimos amigos, se convirtió en mi protector y me presentó a personas influyentes que podían ayudarme a ascender. Pierre había formado parte del grupo que promovía reformas cuando aún reinaba Luis XVI, había trabajado codo con codo junto a Robespierre y Danton y no había desperdiciado ocasión para conducir la revolución a sus últimas consecuencias. Lo respetaba muchísimo y a la vez era como un hermano para mí, un consejero sabio y experimentado. Conversábamos largo y tendido, los dos solos, en las mismas sillas en que estamos sentados ahora. Hablábamos acerca de todo; la vida, el amor, la política y la historia, sobre lo que estábamos haciendo en y para París y de lo que nos reservaba el futuro. Para mí no existía hombre más grande en toda Francia; me abrió la mente a infinidad de cosas, de verdad, si ahora no las enumero es porque nunca acabaría.

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