El ladrón de tumbas (14 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Como la mayoría de las chicas de su edad, Kadesh hacía tiempo que había dejado de ser niña, pero ardía en deseos de convertirse en mujer; cada noche soñaba en ser poseída por alguno de aquellos musculosos oficiales que tan a menudo la halagaban al pasar. Aquel pensamiento solía llenarla de un frenesí que acababa por desesperarla. Anhelaba un hombre que la cubriera con sus caricias y la colmara de gozo noche tras noche; pero al mismo tiempo, era consciente del poder que su belleza le confería y que no quería perder entregándose al primero que se lo pidiese. Había en ella una sórdida lucha entre la conveniencia, y una pasión que la consumía y a duras penas podía contener. Su actitud, por ello, no podía dejar de ser ambigua, mostrándose indiferente ante la excitación que tan íntimamente sentía.

—¿Has visto alguna vez a la luz abrirse paso en una mañana tan clara, compañero? —decía alguien al verla pasar.

Otros preferían ser más procaces.

—¿Me vendes alguno de tus panes? —le preguntó un viejo maliciosamente—. veo que llevas varios de diferentes formas —continuó en clara alusión a unos que tenían forma de falo.

Kadesh siguió su camino sin contestar, lanzándole una de aquellas miradas con las que gustaba provocar y que hizo que el hombre gimiera enardecido.

—¡Véndele un buen bálano al viejo, así creerá que es el mismo Min
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redivivo! —le gritaron con sorna desde la acera.

Aquello era lo de todos los días, ella pasaba y se originaba el revuelo de rigor; jóvenes, maduros, solteros o casados, todos le hacían sus picantes comentarios, mas la cosa no pasaba de ahí. La muchacha, mientras, iba dejando su mercancía a los clientes y cuando terminaba, regresaba a la panadería de su madre regocijada por el barullo que había provocado en el vecindario.

Aquella mañana se encontró con Siamún, un rico comerciante de vinos natural de Bubastis, gordo y cuarentón, al que aborrecía. Sin embargo, era muy bien visto por su madre a la que había visitado en alguna ocasión, haciéndole ver el interés que sentía por ella. Venía sentado en una silla de mano y cuando la vio, empezó a ajustarse una peluca pasada de moda, que a Kadesh le pareció ridícula. Al aproximarse mandó detener la silla.

—Ni Hathor
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luciría más bella en una mañana como ésta —saludó galante el comerciante.

Kadesh se detuvo de mala gana.

—No blasfemes, Siamún.

—La blasfemia es ofensa a los dioses y la belleza un don que recibiste de ellos. Hathor no se molestará por ello —dijo con afectación.

—Debo continuar mi camino, todavía tengo encargos que entregar —contestó la muchacha algo azorada.

—Es una lástima; unos pies como los tuyos teniendo que recorrer estas calles a diario para repartir el pan a esta chusma. Sabes que si quisieras, no tendrías por qué hacerlo; serías llevada en silla de mano por donde gustases y no pisarías jamás el polvo de los caminos. Serías bañada a diario con perfumadas aguas y ungida por suaves óleos; vivirías en una hermosa casa, rodeada de magníficos jardines en los que disfrutarías de plantas de exótica belleza y aspirarías el aroma de fragantes flores. Naturalmente, tú serías señora de todo ello.

Kadesh se envaró orgullosa.

—Te equivocas conmigo, Siamún, si crees saber lo que me conviene. Mis pies seguirán manchándose de polvo y por el momento yo misma me aplicaré los perfumes.

Dicho esto hizo un mohín y dando media vuelta continuó su camino con paso decidido.

—Recuerda que hasta la flor más hermosa acaba marchitándose; piénsalo bien —gritó Siamún molesto.

Después, al darse cuenta que la gente lo miraba divertida, se colocó de nuevo la peluca y se recompuso un poco los pliegues de su túnica de blanco lino.

—A casa de Heret —ordenó acto seguido a sus porteadores.

Ya avanzada la mañana, las calles, que formaban aquel singular mercado, eran un hervidero de comerciantes que, con sus puestos, daban vida a uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Vendedores de pescado, carne, especias o frutas convivían entre aquellas callejuelas sin ningún orden establecido. Así, junto a un pescador que ofrecía sus mújoles, mórmidos o clarias, se encontraban otros que ofrecían carne, verduras, aves o unas simples sandalias. Asnos cargados con grandes fardos iban y venían interponiéndose, en ocasiones, entre los que compraban y vendían. Aquel aparente caos era, sin embargo, un bullicio festivo; una alegría para el corazón de aquellas gentes que no se incomodaban lo más mínimo por ello.

Kasekemut y Nemenhat iban calle abajo formando gran alboroto.

—Cuando tu padre se entere de que no irás a ayudarle hoy, te dará una zurra, Kasekemut.

—¿Una zurra? Ja. El viejo Nebamun no está muy sobrado de fuerzas para ese menester; yo diría que tiene las justas para poder coger la navaja de afeitar.

—Claro, por eso necesita tu ayuda.

—¿Mi ayuda? Ni hablar, eso es cosa de mis hermanos; yo no pienso pasarme la vida afeitando cabezas. Algún día, cuando sea oficial, también mi padre dejará de hacerlo.

—Puede que a él le guste su oficio.

—Jamás —contestó deteniéndose bruscamente—. El padre de un oficial egipcio no afeitará más cabezas que la suya.

Nemenhat se encogió de hombros pues no tenía ninguna intención de discutir por semejante cosa. Si Nebamun afeitaba o no en un futuro, era algo que le traía sin cuidado, sin embargo las súbitas reacciones que tenía su amigo, le dejaban perplejo. Había en su interior una vena colérica que, últimamente, a duras penas podía contener y que hacía que tuviera una idea demasiado drástica de las cosas.

Siguieron caminando entre la algarabía del mercado enredando entre los puestos, cuando Nemenhat la vio a lo lejos.

—Mira, allí está Kadesh.

Kasekemut se detuvo al oír tan mágicas palabras; Kadesh, sinónimo de infinita belleza, representación de los Campos del Ialu
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en la vida terrena; paradigma de perfección a la que ni la misma Hathor podría comparársela. Ella era su segunda obsesión.

La conocía de mucho tiempo atrás, pues ya de niños habían participado de los juegos comunes que se hacían en el barrio, mas cuando Kasekemut entró en la adolescencia, Kadesh dejó de ser considerada como una niña para él, y no había día en que no quisiera verla, aunque fuera de lejos.

A Nemenhat le ocurría algo parecido, y al ser algo mayor, sentía un ardor creciente cada vez que pensaba en ella y que a duras penas podía disimular.

—Vayamos a saludarla —dijo Kasekemut.

Y sin tan siquiera ver si su amigo se daba por enterado, salió corriendo calle abajo en su busca.

Ella les vio llegar de reojo, pero continuó su camino como si nada ocurriese.

—Hola, Kadesh, si quieres te llevamos la cesta —dijo Kasekemut jadeando.

Sin detenerse, Kadesh se la dio mientras acentuaba, más si cabe, su andar cadencioso.

—¿Habéis jugado mucho hoy, Kasekemut?

—Ya no somos niños para jugar —contestó éste apretando los dientes.

—¿Ah no? ¿Y entonces qué hacéis?

—Disfrutar de esta mañana luminosa y complacernos con tu compañía —intervino Nemenhat que acababa de llegar resoplando.

—Que hermosas palabras. ¿Acaso estás siendo educado por algún destacado escriba? ¿Quizá nos sorprendas entrando en la Casa de la Vida? —preguntó Kadesh sin disimular su ironía.

—Bien sabes que a mi edad no podría entrar en la Casa de la Vida, algo que mi padre hubiera querido para mí; pero nuestro camino hasta Menfis resultó largo.

—Sí, según tengo entendido tu padre tiene un negocio próspero y un oficio respetable con el que tú podrás continuar en el futuro. Siempre es agradable a los ojos de los dioses el continuar con el oficio de nuestros padres. Supongo que tú, Kasekemut, estarás adiestrándote en el arte del barbero —prosiguió con sonrisa burlona.

—¡Nunca! —contestó éste congestionado por la cólera—. De sobra conoces que mi destino estará al servicio de las armas.

Regocijada por el resultado de sus palabras, Kadesh continuó:

—Sí, ya recuerdo; serás oficial e incluso llegarás a general de los ejércitos del dios. ¿Y cuándo ocurrirá eso? Según creo en la escuela de oficiales se entra a temprana edad; quizá sería más fácil para ti alistarte como simple soldado, quién sabe, incluso podrías llegar a suboficial.

Aquello era demasiado para Kasekemut, que se paró con el cesto entre las manos.

—Escucha, Kadesh —dijo fulminándola con la mirada—. Yo seré oficial, conduciré ejércitos, me llenaré de gloria y tú me acompañarás porque serás mi esposa.

Ella lanzó una carcajada y siguió caminando.

—¿Yo tu esposa?, sueñas demasiado. ¿Qué puedes ofrecerme sino las cuchillas de cobre del buen Nebamun? No tienes más que vagos proyectos; yo decidiré de quién seré esposa —continuó con desdén—, pero hoy por hoy, hasta Nemenhat tiene más posibilidades que tú. Claro que a él quizá no le guste, ¿no es así?

Como siempre, llevaba a los muchachos con calculada malicia justo a donde quería; complaciéndose de la ira de Kasekemut y del azoramiento de Nemenhat, en cuyos ojos había leído ya hacía tiempo el deseo.

—Tan cierto como el sol que luce, que no hay día que pase que no piense en ti —contestó el muchacho con la cara roja de vergüenza.

—Ah, ¿entonces también has decidido que debo convertirme en tu esposa, Nemenhat?

Éste bajó los ojos con timidez incapaz de responder.

—Bien, quién sabe —continuó-, es posible que cuando seáis hombres considere vuestro deseo.

Al oír estas palabras Nemenhat se sintió abrumado, puesto que estaba incircunciso y por un momento tuvo la sensación de que ella lo sabía.

—Escucha, Kadesh —dijo Kasekemut con su natural aplomo—, tus palabras son fatuas y no están dichas con el corazón, que antes o después me pertenecerá.

Dicho lo cual le devolvió la cesta y dando media vuelta se marchó calle arriba. Por un momento, ella quedó turbada ante la inesperada reacción del muchacho, pero enseguida se sobrepuso adoptando su postura natural; después, haciendo uno de sus seductores mohines envolvió a Nemenhat con una acariciadora mirada dejándole al cabo, solo en aquella calle del mercado.

Siamún rehusó con un ademán los pastelillos que le ofrecía Heret.

—Espero que sepas disculparme, pero tu hija me quitó el apetito.

—Es terca como un pollino, y créeme si te digo que a menudo agota mi paciencia, pero debemos de esperar. Pronto pasará la difícil edad en que se encuentra y podrá darse cuenta de lo que le conviene.

—Llevo demasiado tiempo esperando, Heret. Mi paciencia también se agota.

—Te ruego que aguardes un poco más. Estoy segura de que, a la postre, Kadesh te aceptará por esposo. Yo le quitaré todas esas absurdas ideas que tiene, y que no son, sino consecuencias de la edad.

—No estoy dispuesto a esperar eternamente por ella. Un hombre de mi posición no tiene por qué hacerlo. Puedo acceder a cuantas mujeres me plazca y tú lo sabes.

Heret se aproximó zalamera.

—Te digo que es cuestión de poco tiempo el que ella cambie de opinión. Pronto se dará cuenta que un cuerpo como el suyo está hecho para ser adornado con toda suerte de costosas joyas que ningún petimetre podrá proporcionarle.

—Más vale, porque estoy decidido a tener descendencia cuanto antes. Como bien sabes, mi edad no es precisamente favorable para tener más dilaciones. Quiero hijos y si no es con Kadesh, será con otra, Heret.

—Te comprendo, Siamún. Sabes de sobra lo que deseo esa unión. Pero a la fuerza no conseguiremos nada. El momento propicio llegará antes de lo que pensamos; después te darás cuenta de que el retraso mereció la pena.

Siamún miró a Heret y lanzó un sonido gutural de clara impaciencia.

—Piensa en la belleza de Kadesh. No hay una joven igual en todo Menfis; cuando al fin sea tuya, te volverás loco de pasión —continuó Heret con malicia—. Su cuerpo arde por dentro; te aseguro que en ocasiones hasta me asusta.

Al comerciante le brillaron los ojos por la ansiedad contenida. Poseer a la muchacha, le obsesionaba.

—De acuerdo, esperaré. Pero no mucho más. El tiempo se acaba, Heret, y si quieres ver a tu hija rodeada de lujo y riqueza el resto de su vida tendrás que poner todo de tu parte para convencerla. Es cuanto tengo que decirte.

Heret puso a todo el panteón egipcio por testigo de que haría todo lo humanamente posible para que el asunto se resolviera según sus deseos. Le despidió asegurándole que no debía preocuparse y que su hija sería de él o de nadie más.

Siamún se marchó de mejor humor y Heret suspiró aliviada. Estaba dispuesta a dar a aquel hombre cuantas largas fueran necesarias, hasta poder hacer entrar en razón a su hija. Nunca renunciaría a las riquezas que Siamún podría proporcionarles.

Como cada mañana, Nebamun atendía a su clientela bajo su carpa. Su vieja navaja curva de cobre pasaba una y otra vez sobre aquellos rostros con los mecánicos movimientos de toda una vida de dedicación. Sus manos, con claros signos de artrosis, habían perdido la habilidad que en otro tiempo tuvieran y que le hicieran granjearse cierta fama en el oficio. Sin embargo, las gentes del barrio continuaban yendo a diario para que Nebamun les rasurara. Algunos mantenían una fidelidad absoluta, puesto que no habían visitado a más barbero que a él. Otros gustaban de acudir para comentar todo tipo de rumores, mientras esperaban su turno en animada charla; y como Nebamun era un hombre de naturaleza discreta y de pocas palabras, se explayaban a gusto sin temor a mayores comentarios.

—Buenos días, Nebamun —decía el cliente mientras se sentaba en el viejo taburete.

—Buenos días, hermano.

—Parece que la mañana está fresca.

—Estamos en la época.

—He oído que este año los dioses nos reservan una buena cosecha.

—Ellos proveerán.

—Ya sabes, hoy me afeitas como de costumbre.

—Como de costumbre, hermano.

Y de ahí no salía Nebamun más que para asentir de vez en cuando, en corroboración a alguna categórica frase. Cierto es, que su forma de actuar no le había granjeado nunca enemistades, mas por otra parte su falta total de ambición, tampoco ayudaba a creárselas. Era barbero como lo había sido su padre y su abuelo; incluso su navaja le había sido legada por ellos, y no había tenido nunca aspiración a ser otra cosa. El hecho de que ninguno de sus hijos fuera a seguir la tradición, tampoco le molestaba, pues no sentía amor alguno por su oficio. Eso sí, se aplicaba en su rutina diaria haciendo que todo el mundo quedara satisfecho con su tarea.

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