El ladrón de tumbas (15 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Cuando le llegó el turno, el gigante se sentó en el viejo taburete de tres patas. Era la primera vez que Nebamun le veía pero se abstuvo de preguntarle acerca de su identidad. Sus insignias le identificaban como portaestandarte de los ejércitos del faraón y eso era todo lo que le importaba; ni tan siquiera el «oro del valor», que aquel hombre colgaba de su poderoso cuello, le hizo inmutarse.

—¿Deseas algún afeitado en particular? —preguntó al fin con voz cansina.

—Barba y cabeza; y apúrame bien, barbero.

Éste asintió dándose por enterado al tiempo que removía en la palangana el
swabw,
una pasta solidificada que contenía una sustancia desengrasante, que mezclaba con arcilla de batán para hacer espuma.

Como siempre, Nebamun se tomó su tiempo a fin de que aquel compuesto adquiriera la consistencia adecuada, tras lo cual, comenzó a extenderlo con parsimonia. Se aplicaba metódicamente en su trabajo, cuando fue interpelado súbitamente por su cliente.

—¿No tienes acaso quien te ayude en tu tarea?

—Mis manos son mi única ayuda —contestó el barbero imperturbable.

—Tus hijos deberían considerar eso.

Aquello hizo que Nebamun se detuviera por un momento, mientras medía las palabras de aquel extraño. Acto seguido prosiguió con su labor sumido en un cauteloso silencio.

—No me malinterpretes, barbero. Te digo esto porque ejerces un oficio honorable, bueno a los ojos de los dioses, puesto que con tu navaja nos purificas ante ellos.

—Sus designios son a veces extraños para nosotros y de nada vale oponerse.

—Por Satis
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que es una gran verdad eso que dices. Mi padre era pescador al sur de Elefantina y como ves, yo he terminado en el servicio de las armas a las órdenes del dios. Convendrás conmigo que también es un oficio honorable.

—Vida, protección y estabilidad le sean dadas al dios y a todos los que tan noblemente le sirven.

—Me agrada sobre manera oírte hablar así. Escucha, Nebamun, como soldado que soy me gusta ir directamente al fondo de las cuestiones y, francamente, te diré que el asunto que hoy me ha traído aquí no ha sido el de afeitarme.

Nebamun le observó en silencio.

—Si no me equivoco tienes un hijo de nombre Kasekemut, ¿verdad?

—Así es —contestó el barbero al tiempo que le dirigía una mirada llena de desconfianza.

—Oh, no tienes por qué preocuparte —se apresuró a decir el nubio—, tu hijo es un buen muchacho; tan bueno, que creo no equivocarme al pensar que sería un digno servidor en los ejércitos del faraón.

Nebamun le miró estupefacto, ¿Kasekemut soldado? De sobra conocía la obsesión de su hijo por ser militar, pero él nunca le dio excesivo crédito, al pensar que no eran más que ideas de chiquillo que, por otra parte, no sabía de dónde habían podido salir; porque él, Nebamun, era la antítesis de lo que pudiera ser un soldado y no tenía el más mínimo interés en que su hijo lo fuera. La vida del soldado era extremadamente dura, como bien sabía todo el mundo.

—No me malinterpretes —continuó el nubio, que parecía haberle leído el pensamiento—, no te hablo de que Kasekemut se convierta en un simple soldado, me estoy refiriendo a la posibilidad de que ingrese en la academia de oficiales.

Nebamun se quedó perplejo ante estas palabras.

—¿Ingresar en la escuela de oficiales? Tenía entendido que se accedía a temprana edad.

—Y así es; tu hijo ha sobrepasado con creces ese tiempo, pero eso puede arreglarse. ¿Sabes? Todavía en Egipto un portaestandarte puede interceder en estos asuntos. Digamos que sería una apuesta personal, siempre y cuando dieras tu beneplácito.

Ahora Nebamun sí estaba realmente confuso y no era para menos. Un oficial de alta graduación se presenta de improviso para rasurarse y le hace una proposición poco menos que asombrosa. Trató de ordenar lo antes posible sus ideas, mientras finalizaba su tarea. Ni en el más optimista de sus sueños hubiera podido imaginar algo semejante; porque, no nos engañemos, él no poseía la influencia necesaria para ofrecer un futuro así a su hijo. En sus modestas posibilidades había intentado encauzarle; primero enseñándole el oficio que a su vez su padre le había enseñado a él y luego intentando que trabajara en las diversas ocupaciones, que muchos de sus clientes se mostraron dispuestos a darle. Pero todo había sido inútil. Kasekemut era como un potro incontrolable al que se sentía incapaz de domar. Hacía mucho tiempo que estaba resignado a lo que los dioses quisieran depararle, pero nunca pensó que fuera algo semejante. «Ptah bendito», la mismísima Sefjet-Abuy
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había venido hoy a verle. «Oficial del Ejército», el futuro que se le abría a partir de ese momento era sumamente halagüeño.

—Creo que ya hemos terminado, y en cuanto a lo que me propones doy gustoso mi beneplácito —dijo Nebamun con un suspiro.

—Sabia decisión, barbero —contestó el gigante incorporándose—. Tu hijo deberá presentarse mañana antes de caer la tarde, en la Escuela de Menfis; yo, Userhet, le estaré esperando.

—Antes de que el sol se oculte, estará allí.

—Bien; ahora dime qué te debo por el afeitado.

—Sabes muy bien que he cobrado de sobra. Hoy me has pagado por los afeitados de toda una vida. Vuelve cuando quieras.

Ocurre en ocasiones que la vida nos sorprende con algún hecho insólito que, no por largamente esperado, deja de sorprendernos; y casi siempre, lo hace de improviso, con el tiempo justo de asimilarlo y continuar nuestro camino.

Para Kasekemut esto no entrañó ningún problema. Él tenía su equipaje preparado hacía ya mucho tiempo; sólo necesitó de lo indispensable para despedirse de Nemenhat y Kadesh.

A su amigo le abrazó conteniendo a duras penas las lágrimas que se le venían y a las que finalmente se sobrepuso. Hicieron votos de eterna amistad y se separaron dando por hecho que aquello era algo que, tarde o temprano, habría de pasar.

A Kadesh, como tantas veces hiciera, la abordó en la calle y, aunque ella le trató con su habitual desdén, Kasekemut la paró en seco.

—Escucha con atención, hoy me incorporo al ejército del dios de donde saldré oficial como juré que lo haría. No te comprometas con nadie, pues será inútil. A no mucho tardar nuestros caminos serán uno y estarán iluminados por la bendición de los dioses. Guárdate, Kadesh, pues volveré pronto.

Y dicho esto, como en tantas otras ocasiones, el muchacho se dio la vuelta y se alejó sin esperar siquiera una palabra de su amada.

Shepsenuré se encontraba en un estado de total abulia y él conocía el motivo. El impulso que le había movido durante toda su vida, la miseria, se había acabado. Su pasado venía a su mente lejano y extraño con frecuencia, reparando en lo distante que estaba de su vida actual. Durante las últimas semanas, su gran preocupación había sido encontrar un lugar donde esconder el tesoro hallado en la vieja tumba; lo cual no había resultado nada fácil. Ante la imposibilidad de poder guardarlo en su totalidad en su casa, había buscado febrilmente un escondite capaz de pasar desapercibido a los agentes de Ankh, convencido de que sus pasos eran constantemente vigilados por ellos. La única garantía para su seguridad era mantener todas aquellas riquezas fuera del alcance del escriba. Mientras estuvieran ocultas, él seguiría vivo.

Por fin, encontró el lugar idóneo más allá de la pirámide de Sekemjet. Era un viejo pozo alejado de los caminos que atravesaban la necrópolis y en el que, difícilmente, nadie repararía.

Prudentemente había esperado la llegada de la siguiente luna nueva para transportar el botín a su nuevo escondrijo. Cuando terminó, tapó el pozo con tablones y lo cubrió con la fina arena de Saqqara. Seguidamente tomó referencia del lugar con respecto a las ruinas cercanas y se marchó.

Esto le animó durante un tiempo pero al poco, entró de nuevo en su habitual estado de apatía, que trataba de ahogar acudiendo todas las tardes a una casa de la cerveza próxima, a la que acabó por aficionarse en demasía.

«Hathor está en fiesta» era su nombre, rimbombante y pretencioso sin duda, y aunque no era en modo alguno un cuchitril, tampoco podía decirse que se tratara del mejor local de Menfis.

Shepsenuré gustaba de sentarse al fondo del local; un lugar discreto en el que podía beber sin ser molestado. Desde allí, miraba sin ver el ir y venir de la clientela, absorto en quién sabe qué pensamientos. Ni la llegada del dueño le hacía inmutarse. Éste, un individuo natural de El-Kab de mirada fría y mal encarado, se limitaba a traerle vino del Delta macerado con dátiles, tras lo cual regresaba a sus quehaceres sin intercambiar palabra alguna. Nadie sabía su nombre con exactitud, aunque todo el mundo le llamaba Anupu, en honor de uno de los protagonistas del famoso cuento de los dos hermanos que, habiendo sorprendido a su adúltera mujer, la mató con una lanza y arrojó su cuerpo a los perros. Tal se rumoreaba que había hecho el tabernero al que, como en el cuento, su mujer trató de engañarle con su propio hermano.

Allí fue donde conoció a Seneb, el viejo embalsamador; un individuo bajo y enjuto, al que le faltaban la mayoría de los dientes y que, como él, acudía diariamente a la taberna. Aunque eran más o menos de la misma edad, Seneb bien podía aparentar ser su padre, pues debido a su extrema delgadez, su cara más se parecía a una calavera cubierta de fina piel, que a un rostro. Esto no dejaba de ser motivo de chanzas entre el vecindario, en el que se decía que su esquelética figura era producto de una lavativa erróneamente administrada
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.

Era Seneb un hombre sumamente reservado, pues la vida le había enseñado lo prudente que es callar lo que uno sabe. Entró a temprana edad en la Casa de la Vida de Ptah, donde adquirió conocimientos de lectura y escritura para, posteriormente, ser mandado al Nabet (lugar limpio) del templo, lugar donde aprendió su sagrado oficio. Empezó como los demás alumnos, lavando cadáveres en la Tienda de Purificación, para después pasar a la divina sala de Anubis, el recinto de embalsamamiento. Fue así como se convirtió en Niño de Horus, nombre con el que eran conocidos los ayudantes del jefe de embalsamadores, el Canciller del dios. Bajo sus órdenes aprendió a preparar ungüentos y a procurar el agua, la natrita, el incienso, el vino de palma y la mirra o la resina necesaria para preparar el cuerpo del difunto. Vio a los embalsamadores extraer las vísceras por la incisión hecha en el costado izquierdo y como rompían el etmoides para sacar el cerebro por la nariz. Pasó su juventud entre vendas de fino lino y cuerpos sumergidos en natrón, el
netjry,
la sal divina; escuchando las letanías de un ritual complejo, en el que Anubis resucitaría a Osiris.

Los dioses le habían honrado dándole su sabiduría y él se esforzaba día a día en aprender aquellas técnicas que le eran transmitidas en el más absoluto de los secretos. El Canciller del dios estaba satisfecho.

Pero un mal día, Seneb se vio envuelto en un terrible pecado, pues un embalsamador había cometido fornicación con el cadáver de una hermosa joven delante de él. Seneb, horrorizado, anduvo varios días sin saber qué hacer, hasta que al fin denunció los hechos. Era un feo asunto, no había duda, aunque por otra parte nada nuevo, pues si bien no era práctica habitual el yacer con los difuntos, desde siempre se habían dado casos de necrofilia
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. El problema fue que Seneb resultó injustamente envuelto en la trama. El culpable se las compuso para enredarle en el caso y proclamar en cambio su inocencia. El escándalo fue mayúsculo y el mismo Supervisor de los Secretos del Lugar, la mayor jerarquía dentro de la casta sacerdotal a la que pertenecían los embalsamadores del templo, tomó cartas al respecto.

Sólo la intercesión del Canciller del dios, abogando en su defensa, pudo evitar el castigo terrible que, aquél, estaba dispuesto a imponerles. Mas a cambio, Seneb hubo de abandonar el templo para siempre, maldito mil veces ante los dioses.

Al principio aprovechó sus conocimientos de escritura, para ganarse la vida allí donde alguien necesitara de sus servicios. Escribió cartas entre particulares e incluso llevó la contabilidad de una pequeña compañía de carga en el puerto; pero nada oficial, puesto que al no ser escriba, no podía llevar ningún asunto de la Administración. Esto trajo consigo que el pago recibido fuera muy inferior al estipulado, por lo que a los pocos años lo dejó.

Por aquel tiempo, empezaron a aparecer embalsamadores que realizaban su trabajo al margen de los templos
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, y Seneb decidió establecerse por su cuenta, para ejercer el oficio en el que había sido instruido. Anduvo de acá para allá con una tienda portátil que cambiaba de lugar un par de veces al año en función de sus necesidades. Por fin, acabó instalando su negocio al oeste de Menfis, en una colina en el límite con el desierto, junto a uno de los múltiples canales que salían del gran Nilo y por donde el finado podía ser trasladado en su barca funeraria por sus familiares, para que el embalsamador pudiera hacerse cargo de él en la Tienda de Purificación.

Seneb se fue a vivir al barrio de los artesanos, donde enseguida se hizo muy popular entre el vecindario. Como era de corazón bondadoso y siempre estaba solícito para ayudar a quien no pudiera pagar sus servicios
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, se ganó el respeto de sus convecinos aunque, a veces, hicieran algún que otro chiste sobre él.

Seneb iba siempre acompañado por el hombre de ébano; un negro gigantesco, poseedor de una fuerza colosal, que no se separaba jamás de él. Nadie sabía su nombre, tan sólo que era natural de los confines de la tierra, muy al sur del país de Kush y que, por alguna extraña razón, servía a Seneb con la mayor de las fidelidades. Todo el mundo se refería a él como Min, el dios itifálico, que era como él quería que le llamaran; y esto, claro está, traía todo tipo de comentarios procaces con los que Min se sentía encantado. Seneb no sabía de dónde había podido sacar este nombre, aunque reconocía lo acertado de la elección ya que, como Min, vivía en un constante estado de erección y poseía además una desmedida afición a la lujuria
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Como Shepsenuré, Seneb gustaba de sentarse también al fondo de la taberna donde, silencioso y taciturno, bebía varios cuencos de cerveza; quizás el único alimento que tomaba durante el día
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. Observador como era, pronto le llamó la atención la actitud de Shepsenuré, siempre callado y solitario y sin contacto ninguno con las mujeres que ofrecían sus servicios en el recinto. Además había algo en su persona que le causaba curiosidad.

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