El ladrón de tumbas (36 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Aquella mañana de invierno, Hiram contemplaba con atención uno de esos buques que acababan de fondear. Llegaba con más de una semana de retraso, lo cual le había tenido preocupado hasta el punto de llegar a temer por la suerte de la nave. Conocía de sobra los peligros que el mar entrañaba, por eso sintió un gran alivio cuando el buque entró en el puerto. Un gran alivio y sin duda alegría, pues la embarcación había navegado cargada con cobre desde la lejana isla de Chipre. Un cargamento que le reportaría grandes beneficios, debido a la gran demanda que había en Egipto de este metal
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Suspiró de placer. La travesía desde Chipre hasta Egipto entrañaba un indudable riesgo, y no sólo por la posibilidad de un naufragio. En los últimos tiempos, aventurarse en el Mediterráneo implicaba la posibilidad de encontrarse con los piratas que infestaban su litoral, y que habían proliferado en demasía. Ello había traído consigo un aumento en los fletes que reducían las ganancias en cada porte.

Muchos comerciantes habían tomado contacto con determinados corsarios pagándoles un canon para que así no les molestaran. Pero a Hiram aquello no le parecía buena idea, ya que eran tantos y de tan diversa procedencia, que habría que emplear una fortuna para tener total seguridad.

Aquel negocio tenía un riesgo y él lo asumía. Había perdido muchos cargamentos en naves hundidas o apresadas con anterioridad y las seguiría perdiendo en el futuro; mas las contingencias no le arredraban, afrontándolas con determinación.

Por eso respiró tranquilo al ver el barco en el muelle tras su feliz periplo. La carga de aquel navío valía una fortuna. Toneladas de cobre, que harían de Hiram un hombre mucho más rico de lo que ya era.

La mañana era clara pero fresca, propia de la época en la que se encontraban y en la que los rayos del sol resultaban inusualmente tibios. En todo caso, a Hiram le parecía sumamente agradable recibirlos en aquella ventana, mientras el puerto bullía a sus pies.

Miró distraídamente hacia un lado y vio a dos figuras que le resultaron familiares aproximándose.

Habían venido en varias ocasiones a hacer pequeñas operaciones que pagaban de una forma, diríase que algo peculiar.

La primera vez, esta forma de hacer negocios le pareció curiosa por lo inusual. Hiram no conocía a nadie que hiciera transacciones utilizando joyas de más de mil años de antigüedad; y eso era exactamente lo que había ocurrido cada vez que habían venido a verle.

Al fenicio no le fue difícil averiguar la identidad de aquel hombre, cuyo nombre era Shepsenuré, y que parecía dedicarse a la carpintería.

—¡Extraña forma de pago para un carpintero! —se dijo al averiguarlo mientras observaba una de las piezas de oro que había cobrado de él.

Después investigó con mucha discreción sobre la antigüedad de aquellas alhajas y su posible origen, llegando la conclusión de que todas estaban, en cierto modo, relacionadas entre sí; o para ser más exactos, tenían una procedencia común. Una procedencia a la que, bajo ninguna circunstancia, podía acceder un carpintero a no ser que fuera mediante el robo.

Durante un tiempo estuvo pensando en la posibilidad de denunciarle a las autoridades, mas acabó llegando a la conclusión de que, de alguna manera, podría traerle complicaciones si lo hacía. Además aquellas piezas, algunas magníficas sin duda, acabarían en manos tan poco limpias como las de Shepsenuré, y el oro era siempre oro, viniera de donde viniese. El recibir oro contante y sonante como pago por un poco de aceite, vino o madera, era algo que ni en el mejor de los sueños ningún comerciante podría imaginar. Él tenía capacidad sobrada para limpiar toda la suciedad que aquel pequeño tesoro llevaba adherida. Aunque, naturalmente, debería ser extremadamente precavido para evitar complicaciones.

Últimamente, el tal Shepsenuré había venido acompañado por su hijo; un joven sumamente discreto que había despertado sus simpatías. A su natural reserva, se unían una buena capacidad de observación y una inteligencia despierta que le habían sorprendido; además poseía una gran facilidad para manejar cifras, algo impensable en una persona que no sabía leer ni escribir.

Les recibió con la amabilidad que acostumbraba a dispensar de ordinario, luego, sentado frente a ellos en una silla de tijera, Hiram escuchó con atención los pedidos que le demandaban. Nada extraordinario, por cierto; tan sólo artículos para el consumo personal, como casi siempre. Si acaso, esta vez parecía que necesitaban más madera de pino que de ordinario.

—Qué duda cabe que es mejor que la de sicómoro para tu negocio —dijo mientras apuntaba todo cuidadosamente.

—Tiene su mercado —respondió Shepsenuré.

—Sin duda —contestó el fenicio levantando la vista del papiro y mirándole fijamente—. Un mercado que reporta beneficios muy superiores, como seguramente ya has comprobado.

Shepsenuré asintió con una mueca que podría significar cualquier cosa.

—Todos debemos ganar algo con esto —respondió mientras le entregaba algo envuelto en una tela.

Hiram lo desenvolvió con cuidado y luego lo examinó con atención. Era una cajita de oro en forma de concha marina con la bisagra en su parte inferior. Un trabajo magnífico, que además no tenía ningún tipo de inscripción que pudiera delatar su procedencia.

—Cada día te superas a ti mismo —dijo Hiram sin levantar la vista del objeto.

—Tómalo como reconocimiento, digamos que a tu… discreción; y un anticipo para futuros encargos.

Hiram sopesó la caja en su mano mientras le escuchaba. Solamente por su peso podía sacar al menos seis deben de oro.

Se levantó y se acercó a la ventana en silencio. Allí volvió a mirar al barco que había estado esperando durante tanto tiempo.

Sin lugar a dudas había días en los que la fortuna, de ordinario esquiva, se empeñaba en llamar a la puerta las veces que fueran necesarias con tal de visitarnos. Luego, de inmediato, recordó la última frase del carpintero y la alabanza hacia su discreción. Con ella daba por hecho la posibilidad de que supiera la oscura procedencia de los objetos y demostraba una absoluta despreocupación por la suerte que corrieran.

Esto había provocado alguna discusión entre padre e hijo, ya que éste pensaba que era sumamente imprudente el realizar pagos periódicos a la misma persona con el botín encontrado.

A Sehpsenuré le sorprendió un poco la actitud de su hijo, pues era la primera vez que cuestionaba sus decisiones, lo que le hizo considerar el evidente cambio que éste había sufrido en los últimos meses. Mas tenía sus razones, y zanjó la cuestión sin dar opción a discusión alguna con el muchacho, aunque internamente se alegrara del buen juicio que éste le demostraba.

Para Hiram, la cuestión quedó diáfanamente clara mientras echaba el último vistazo a su barco. Shepsenuré le implicaba directamente con aquellas joyas, cubriéndose las espaldas de cualquier contratiempo que pudiera surgir. Se dio perfecta cuenta de la habilidad del egipcio al pagarle largamente por productos que valían mucho menos. Ello significaba que Shepsenuré poseía suficiente cantidad de alhajas, como para no preocuparse por aquilatar el precio de una transacción. Prefería la seguridad que le reportaba un comerciante que recibía mucho más por sus productos, que el andar buscando el mejor postor para sus artículos y así sacar mayores beneficios.

Al fenicio no le cabía duda que Shepsenuré no le había elegido al azar para hacer negocios. Se había decantado por él después de múltiples consideraciones. Un comerciante extranjero con un negocio sólido que, con magníficas conexiones, importaba y exportaba artículos a todo el mundo conocido y para el que, aquellas joyas, no supondrían ningún problema.

Sonrió mientras observaba cómo la primera brigada se aproximaba a su navío para empezar a descargarlo, pues era consciente que aquel hombre lo utilizaba en su provecho. ¡Hacía negocios con su negocio! Algo bien pensado, sin duda.

Se volvió de nuevo con las manos a la espalda tamborileando con sus dedos la dorada caja, a la vez que dirigía a sus invitados una irónica sonrisa.

—Nunca había recibido compensación alguna por mi discreción —dijo mientras se sentaba de nuevo—. Y si te soy franco, tampoco la pediría.

—Nada más raro en los tiempos que corren, que ser poseedor de tal virtud. Permíteme que te felicite por ello, Hiram.

Éste no pudo reprimir una carcajada ante aquellas palabras.

—Deberías trabajar en la Administración, Shepsenuré. Te aseguro que harías carrera.

—Lo dices porque me crees ambicioso, o porque me ves con pocos escrúpulos.

—No me malinterpretes —dijo Hiram, todavía riendo mientras alzaba una de sus manos en gesto conciliador—. Más bien he pretendido halagarte.

Shepsenuré levantó una de sus cejas como claro signo de sorpresa.

—¿De veras? Te lo agradezco infinitamente; mas si hay algo que detesto en Egipto es precisamente la Administración. Prefiero mil veces fabricar ataúdes con tu madera que vivir entre un ejército de burócratas al servicio del Estado.

—Así habéis querido que sea vuestro país —contestó el fenicio abriendo los brazos.

—Bueno, poco me han preguntado a mí sobre ello; las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo mucho después que nos reciba Osiris.

—He de reconocer que, en cuanto a la burocracia se refiere, tienes toda la razón. La sufro en mis carnes a diario pues los recaudadores de impuestos se toman muy en serio su trabajo.

—Claro, por eso están tan gordos. ¿No te has fijado los vientres prominentes y las piernas tan pequeñas que tienen?

Hiram volvió a reír de nuevo.

—Se asemejan a los chinches cuando están ahítos.

—No se me había ocurrido semejante símil, pero a fe mía que no te falta razón. En fin, Shepsenuré, te agradezco el buen concepto que tienes de mí; mas no nos engañemos, soy un hombre de negocios y por el momento me interesa el hacerlos contigo. Pero debe quedar claro que no existe mayor compromiso entre nosotros.

—No soy hombre al que le gusten los compromisos, Hiram.

—Mejor entonces. Tus métodos de transacción son, cuando menos, singulares. Ignoro cuál es su procedencia —continuó el fenicio sopesando de nuevo la concha—, y por el momento prefiero no saberla; mas bajo ninguna circunstancia pondré mi negocio en peligro por ello. Seguro que lo comprendes, ¿verdad?

—Ésa es mi mayor garantía —contestó Shepsenuré mirándole fijamente a los ojos.

—En ese caso, no queda sino confiar también en tu cautela.

—Descuida, es como tu discreción; me acompaña ya desde hace mucho tiempo —contestó con una mirada ladina.

Hiram sonrió mientras le mantenía la mirada.

—Hay otra cosa que quisiera tratar contigo —continuó Shepsenuré.

—Tú dirás.

—Es referente a mi hijo —dijo señalándole con el dedo—. Parece que tiene una natural facilidad para los números y había pensado que quizá fuera provechoso para él trabajar en tu negocio.

Hiram le miró sorprendido.

—Te ruego que no me malinterpretes; me refiero a la posibilidad de que lo emplees como un ayudante para cuanto necesites. Así él podría aprender del mejor de los maestros y yo te lo agradecería largamente.

Hiram observó al muchacho con curiosidad.

—Mi negocio no es una Casa de la Vida donde se enseñen asignaturas. Además, llevo las cuentas personalmente. Es la base de su buen funcionamiento.

—Aprenderé cuanto quieras enseñarme, trabajando sin recibir salario alguno —intervino Nemenhat de improviso.

—Ya veo… Pero ni tan siquiera sabes leer ni escribir, ¿no es así?

—Aprenderé lo que sea necesario —repitió el muchacho con determinación.

—Vaya —dijo el fenicio levantándose y dirigiéndose de nuevo hacia la ventana—. Esto sí que no lo esperaba. Por lo que parece, el negocio de carpintería de tu padre es próspero; ¿cómo es que no quieres continuar en él?

—El muchacho me ayuda a diario —dijo Shepsenuré- y además es diligente; pero lo hace por amor filial, no por gusto. Creo que el negocio desaparecerá conmigo.

—Triste perspectiva —exclamó Hiram con cierto disgusto—. Los esfuerzos de toda una vida no se deberían perder jamás.

—Sin duda, pero el destino no es de la misma opinión.

—El destino… —masculló Hiram mientras volvía de nuevo su mirada al puerto, para comprobar que la descarga de su navío continuaba.

Permaneció así unos instantes, como abstraído por quién sabe qué.

—El destino… —continuó mientras se volvía de nuevo hacia padre e hijo—. El destino en el que creo es el que nos forjamos día a día —sentenció con cierta severidad—. Por lo que a mí respecta, nada está escrito; nosotros ponemos las palabras cada jornada.

—Considera entonces las nuestras —contestó Nemenhat con voz pausada.

La contestación satisfizo a Hiram, que sonrió suavemente…

—Prometo hacerlo, mas ahora, deberéis disculparme pues tengo un barco justo enfrente que requiere de mi atención.

Nunca supo Hiram a ciencia cierta el motivo por el que accedió a contratar a Nemenhat. Sería por la simpatía que le tenía al joven; por una curiosidad puramente mercantilista y así averiguar más sobre ellos; o quizá simplemente porque se estaba haciendo viejo.

Sea como fuere, Nemenhat entró a trabajar en su negocio y lo hizo por el sueldo de un deben de cobre al año.

Salario simbólico sin duda, que sorprendió mucho a Hiram, pero que el joven se negó a discutir alegando que él iba allí a aprender y no a enriquecerse.

Curioso razonamiento para la mente de un fenicio y que, sin embargo, a Hiram le pareció muy inteligente. No eran bienes lo que buscaba Nemenhat sino conocimientos; y allí obtendría todos los que necesitara. No quería pasarse el resto de su vida fabricando mesas, sillas o sarcófagos, y no porque no lo considerara un oficio digno; era más bien que se había dado cuenta que el mundo no se circunscribía al barrio de los artesanos donde vivía, o a la forma de vida de sus paisanos, demasiado apegados a las tradiciones y para los que, fuera de Egipto, sólo existía el caos.

Pero la primera vez que vio todos aquellos barcos anclados en el puerto de Menfis, cargando o descargando cientos de toneladas de las más diversas mercancías provenientes o con destino a cualquier punto del mundo conocido, se percató de la estrechez de miras de sus compatriotas. Todos aquellos navíos llenos hasta las bordas de sus cargamentos producían una riqueza inmensa y, sin embargo, bastaba mirar a los alrededores del puerto para comprender que el negocio era controlado, en su mayor parte, por extranjeros.

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