El ladrón de tumbas (32 page)

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Authors: Antonio Cabanas

—Bebe con nosotros, hijo; hoy estamos de celebración.

—¿Qué celebramos?

—Seneb, el triunfo de nuestros ejércitos, y yo, bueno, yo, que estoy feliz.

Nemenhat sonrió a su padre pero rehusó la invitación.

—Vamos a brindar; una vez no te hará mal.

—No te molestes, padre, pero no me apetece.

—Deja al muchacho si no quiere —saltó Seneb—. Es mejor que no se aficione o le pasará como a Min.

Entonces el embalsamador tuvo un ataque de risa tan contagiosa que al punto los tres reían como dementes.

—Y es que no hay quien haga carrera de él —continuaba Seneb—. Es tal su afición a la bebida que su mayor felicidad sería regentar una taberna.

Los tres se agarraban el vientre encogidos por la risa.

—Aunque… —intentaba continuar el embalsamador entre espasmos—. Aunque en realidad este hombre es un compendio de todos los vicios. Es un redomado sodomita.

Shepsenuré se retorcía entre carcajadas.

—¡Min
el Sodomita
debería llamarse! —continuaba Seneb imparable en tanto las carcajadas estallaban dentro de la casa atronadoras.

»En realidad, la lujuria le reconcome! —proseguía con los ojos llorosos por la risa—. Fijaos que está todo el día comiendo puerros y lechugas. Enormes cantidades de lechugas
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.

Padre e hijo le miraban divertidos sin comprender.

—Sí, desde que ha oído que la lechuga aumenta la cantidad de semen, se pasa el día comiéndola.

Shepsenuré se daba palmadas en los muslos al volver a reír.

—A este paso voy a tener que comprar un pequeño huerto para las lechugas de Min. Es que no os podéis imaginar cómo es; no tiene medida. No me extraña que haya algunas tabernas donde no le quieran ni ver aparecer.

—¡Min
el Sodomita Insaciable
!
—exclamaba Shepsenuré entre sollozos.

—Sí, y eso que le digo que, como siga cometiendo tantos excesos y no controle su lascivia, se le van a deshacer los huesos
[134]
.

El comentario hizo que las risotadas llegaran a su nivel máximo. Los tres reían a rabiar.

—A veces no sabemos nada de él durante días. Luego aparece en la tienda como si nada hubiera pasado. Le reprendo y me mira sin abrir la boca. Os digo que no hay nada que hacer con él.

»Bueno —prosiguió Seneb—. Me temo que hoy tampoco le veré. Mirad la hora que es y no ha aparecido a buscarme; y debo marcharme ya o mi hija se enfadará. Hoy hay lentejas para cenar.

El embalsamador se levantó y todos los vapores de los viñedos de Buto que había trasegado subieron al unísono a su cabeza haciéndole dar un traspiés.

—Creo que será mejor que te acompañe, Seneb —dijo Nemenhat amablemente.

—No es necesario, muchacho; podré llegar solo.

—Seguro que sí, pero las calles son algo oscuras hasta tu casa y es fácil tropezar. Te acompañaré gustoso si me invitas a cenar.

Aquella fue una buena forma de que accediera Seneb sin sentirse humillado por tener que reconocer su estado.

—Trato hecho. Shepsenuré, me llevaré a tu hijo por una noche, si no tienes inconveniente.

—Olvidas que él es ya su dueño, amigo, y nada tengo que autorizar. En todo caso estará en la mejor compañía.

—Bien, bien. Entonces vayámonos ya, Nemenhat.

Se despidieron y salieron a la calle. La noche era agradable y en el cielo brillaban las estrellas con su fulgor habitual. Los últimos transeúntes se dirigían deprisa a sus casas para celebrar la comida más importante del día, la cena.

El silencio se iba apoderando del laberinto de callejas que era aquel barrio, roto en ocasiones por ladridos perdidos.

Seneb seguía hablando de todo tipo de cosas mientras caminaba. De vez en cuando daba un traspiés y Nemenhat le sujetaba para que no cayese.

—Me moriré sin ver arreglados los agujeros de estas calles —juraba malhumorado.

Siguieron andando despacio y, al doblar una esquina, les sorprendió un olor fétido.

—Ammit infernal, qué peste —dijo Seneb—. ¿Cuándo derribarán esta dichosa casa? No hay quien pase por aquí.

Nemenhat se tapó la nariz para evitar aquel olor nauseabundo, que venía de una casa hacía mucho tiempo abandonada.

Existía la mala costumbre de utilizar este tipo de casas como vertedero de basuras. La gente tiraba allí todos sus residuos que, bajo los efectos de las altas temperaturas que normalmente había, originaban unos olores espantosos a la vez que eran foco permanente de infecciones.

Por eso cuando pasaron por sus proximidades a ninguno le extrañó escuchar la risa de las hienas que devoraban los desperdicios.

Cuando quedaron libres de aquella fetidez, volvieron a respirar con toda la fuerza de sus pulmones.

Seneb, que había permanecido callado los instantes en que tuvieron que soportar los malos efluvios, se paró un momento mientras le señalaba el cielo.

—Mira qué hermoso, muchacho. No hay nada que se le pueda parecer.

Nemenhat asentía mientras le empujaba suavemente con su brazo para que continuara caminando.

—¿Sabías que hay hombres encargados de estudiar los cielos?

—Sí, he oído algo sobre ellos aunque desconozco los detalles —dijo Nemenhat mientras le obligaba a seguir andando.

—Se llaman «sacerdotes horarios», y en las noches claras están en las terrazas de los templos observando las estrellas y calculando el paso de las horas.

El joven tuvo que sujetarle de nuevo al dar Seneb otro tropezón.

Éste se paró a lanzar otro juramento y luego retornó a su monólogo.

—Pues como te decía, estudian los cielos. ¿Sabías que existen otros planetas que, como el nuestro, reciben influjos del sol?

Aquello sí que sonaba a los oídos de Nemenhat como el dialecto de las tribus que habitaban al sur de Kush. En su vida había oído hablar de ello, y no supo si Seneb hablaba en serio o si era el vino que le estaba haciendo delirar.

—Claro que no —se contestaba Seneb a sí mismo—. ¿Cómo podrías saberlo? Sólo en los templos lo saben. Je, je, pero yo te lo contaré —continuó con un susurro—. Uno se llama
Sebegu
(Mercurio), pero no lo podemos ver desde aquí. Otro en cambio sí lo vemos cada amanecer, es la Estrella de la Mañana (Venus). También podemos ver a Horus el Rojo (Marte). ¿Ves?, es aquella luz roja que se ve allí. A la Estrella Brillante (Júpiter) y a Horus el Toro (Saturno) tampoco los podemos ver hoy desde nuestra posición.

Luego acercándose confidencialmente, le susurró al oído.

—Al conjunto de todas ellas las llaman las estrellas que no conocen el descanso.

Acto seguido se puso el dedo índice en los labios y rió maliciosamente.

El camino hasta la casa de Seneb se hizo más largo que de costumbre; no sólo por los frecuentes traspiés de éste, en los que Nemenhat debía estar atento para que no cayera, sino por las constantes paradas que hacía el embalsamador para contarle esto o aquello.

Cuando al fin llegaron, el muchacho tenía la cabeza atiborrada del saber enciclopédico de aquel hombre.

Nemenhat se sorprendió al entrar. Aunque más modesta que la suya, la casa era, con mucho, más confortable y estaba impregnada de una sutil fragancia que transmitía una agradable sensación de limpieza. En ella podía adivinar la fumigación con incienso y la resina de terebinto; aunque estaba seguro que contenía otros productos que desconocía.

La casa estaba encalada tanto por dentro como por fuera, y a su vez se habían aplicado a las paredes una solución de natrón para ahuyentar a los insectos. Las ventanas eran altas y estrechas y estaban orientadas al norte para así poder recibir su fresca brisa en las noches de verano.

El suelo, de arcilla prensada, estaba cubierto por alfombras de junco que proporcionaban frescor y, además, dejaban pasar el polvo a través de ellas. La vivienda tenía una primera sala, tres habitaciones y una cocina con horno propio que, al estar separada, evitaba llenar las dependencias de humo; algo que ocurría en la mayoría de las casas, al encontrarse aquél en la sala de estar. También disponía de un patio trasero con un pequeño almacén y un sicómoro; el árbol sagrado.

Justo al entrar, Seneb dio el penúltimo tropezón que a duras penas Nemenhat pudo amortiguar. Cuando logró que al fin se incorporara, sus ojos se encontraron con los de Nubet.

Ésta no fue capaz de disimular su disgusto mientras ayudaba a sentarse a su padre.

—Vergüenza debería darte llegar así a estas horas —exclamó ella.

—¿Cómo? —preguntaba él extrañado—. Hoy es un día grande y los dioses me permitirán cualquier licencia.

—Sobre todo Bes
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, pues bien parece que vienes de una de sus fiestas.

—No te enfades, Nubet —dijo el viejo resoplando mientras se sentaba—, y saluda a Nemenhat que se ofreció a acompañarme. Seamos hospitalarios e invitémosle a cenar.

Aunque algo distante, ella le saludó con cortesía y le dijo sentirse muy honrada al acompañarles en la cena.

—Hay lentejas, ¿te gustan?

—Mucho; además tu padre siempre está diciendo lo bien que las cocinas.

Ella hizo un gesto de agradecimiento y le invitó a que se sentara.

—Hoy no comerás lentejas —dijo a su padre mientras desaparecía en la cocina.

—¿Cómo que no?

—No o te sentarán mal —se oyó desde la otra habitación.

—Al menos déjame probar unas pocas, seguro que me harán bien —protestó-. Ayer no probé bocado. Ayuno cada tres o cuatro días, ¿sabes? —prosiguió Seneb mirando a Nemenhat—, y a veces me pongo un enema. La mayor parte de la comida que ingerimos es innecesaria y suele ser el origen de gran número de enfermedades. -Luego, haciendo un gesto de complicidad, concluyó pícaramente—. A veces tiene mal genio —dijo Seneb en voz baja— pero es muy bondadosa.

Nemenhat tuvo que hacer esfuerzos por no reír al ver la expresión de aquella cara de extrema delgadez, en la que los ojos bizqueaban caprichosamente.

Nubet regresó al poco con un puchero entre sus manos del que salía un delicioso olor. Luego trajo una jarra con leche de cabra y pan recién hecho.


¡T-hedj!
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—exclamó Nemenhat cuando vio el pan.

—Sí —respondió ella—. Tal y como se preparaba en la antigüedad.

Nemenhat reparó en la forma cónica de aquel pan blanco que era el preferido durante el Imperio Antiguo. Cogió el pan que le ofrecía y se lo llevó a la nariz aspirando con fuerza mientras cerraba los ojos. Pocas cosas le agradaban más que el olor de aquel pan recién horneado.

—El fruto del trabajo de nuestro pueblo está en ese olor —dijo Nubet mientras le servía las lentejas en una escudilla.

Él abrió sus ojos, pero no dijo nada; fue Seneb el que balbuceó unas palabras a modo de invitación a comer.

A Nemenhat la cena le pareció deliciosa. La fama de Nubet como cocinera estaba bien ganada, pues nunca había probado unas lentejas tan buenas como aquéllas. Estaban cocinadas con todo tipo de hortalizas y alguna especia que no pudo determinar.

—Ése es uno de los secretos que no puedo decirte —confesó Nubet sonriendo.

—Ni tan siquiera yo lo sé —exclamó Seneb, que llevaba un buen rato callado—. Pero reconocerás que están exquisitas.

El joven asintió mientras comía uno de los puerros con que estaban guisadas.

—Ah —continuó Seneb—. Y ahora viene lo mejor, el postre; pastas con anís e higos de sicómoro.

—Uhm qué buenas —alabó el muchacho al comer las pastas—. Debo decirte que nunca comí mejor en mi vida.

—Gracias —contestó la muchacha—, pero no te creo.

—Pues deberías; si no, no te lo diría.

—Prueba los higos —animó Seneb—, son de nuestro árbol. El árbol sagrado de Egipto. ¿Sabías que los higos de sicómoro son una buena medicina?

El joven puso cara de desconocimiento y miró a Nubet.

—Sí —dijo ésta—. Ayuda a curar a la devoradora de sangre, una extraña enfermedad
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.

—No lo sabía.

—Pues ella es una autoridad; recolecta todo tipo de plantas con las que hace medicinas para tratar las más diversas enfermedades.

—Padre, sabes que no me gusta que me alabes en público.

Nemenhat acababa de terminarse las pastas, cuando vio como Nubet traía un gran plato con higos que dejaba sobre la mesa.

—¿Acaso no es cierto? —respondió Seneb abriendo los brazos—. Casi todos los vecinos vienen a pedirte consejo para sus distintos males. Muchos médicos educados en la Casa de la Vida, quisieran tener tus conocimientos.

—No exageres, padre. Todo está escrito y ellos lo pueden leer mejor que yo.

—Hay cosas que yo te enseñé y que pocos médicos conocen. Secretos que escuché del Canciller del dios
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, a los que la mayoría no tiene acceso.

Ella hizo un pequeño gesto de fastidio.

—En fin, qué le vamos a hacer, la modestia es una virtud que heredó de su madre; celebrémoslo.

Como buen observador, a Nemenhat le gustaba escuchar. De vez en cuando hacía algún tipo de comentario, mas permaneció la mayor parte del tiempo en silencio, pues experimentaba extrañas sensaciones. Aquella noche se encontraba rodeado de una atmósfera tan agradable como cualquier hombre hubiera podido desear. Se respiraba auténtica quietud en casa de Seneb.

La cena había sido magnífica, superando con creces cualquier expectativa y, sin embargo, algo le impedía sentirse totalmente a gusto. Cada vez que su mirada se cruzaba con la de Nubet, se sentía irremisiblemente retraído. Los hermosos ojos oscuros de la muchacha, además de belleza, estaban llenos de poder, y del don más grande que los dioses podían conferir, inteligencia y conocimiento.

Por eso no era extraño que el joven se sintiera, en ocasiones, incómodo al no ser capaz de salvar aquel abismo invisible que les separaba.

Por otra parte, a Nemenhat no le avergonzaba en absoluto el hecho de no poseer tal erudición. Su padre había hecho cuanto había podido y él se sentía orgulloso por ello. El no saber leer era algo usual, pues la mayoría de la gente no sabía. Creía tener una concepción tan clara de la mayoría de las cosas, que no pensaba que ningún texto fuera capaz de hacérselas cambiar.

Por supuesto que nada de esto pasaba por la mente de Nubet, incapaz de hacer de menos a nadie. Vivía rodeada de un vecindario absolutamente ignorante, que en los últimos meses acudía a ella para aliviar sus males. Le complacía poder ayudar a los demás desinteresadamente, aunque lógicamente, hubiera enfermedades que no podía tratar. Pero los médicos eran caros, y mucha gente no podía permitirse el pagarlos; así que visitaban a Nubet que hacía lo que podía por ellos. Para la muchacha era gratificante ver cómo el vecindario le agradecía su ayuda.

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