El ladrón de tumbas (30 page)

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Authors: Antonio Cabanas

—¡Padre! —exclamó algo excitado—. ¿Has oído? Parece que los libios se encuentran a las puertas de la ciudad.

—Sí, hijo, pero tranquilízate; todo cuanto oigas no hará sino alimentar tu confusión.

Nemenhat le miró sin comprender.

—No te dejes contagiar por el nerviosismo de los demás…

—Pero, si es cierto… deberíamos hacer algo.

—Yo por el momento lo hago; este vino es estupendo.

A Nemenhat aquello le irritó.

—Pues yo me voy a las murallas a ver en qué puedo ayudar.

—Me parece loable y encomiable eso que dices, hijo mío.

—Pero… y tú, ¿te quedarás aquí sin hacer nada?

—Tranquilamente. No pienso moverme de mi casa; ya he huido en mi vida bastante.

—Pero, padre, si esas gentes entran, arrasarán la ciudad; nuestra casa, todo lo que poseemos…

—Bueno, eso no ocurrirá —dijo socarronamente—. Tú estarás en las murallas para evitarlo.

—Cómo puedes hablar así —estalló el muchacho dando un fuerte pisotón.

—En momentos como éste, es cuando deberías demostrar tu temple. Trata de mantener la calma; si no lo haces, serás como ellos.

Pero Nemenhat ya no le escuchaba. Fue a uno de los arcones y sacó un magnífico arco que él mismo se había fabricado; luego cruzó la estancia con paso rápido encaminándose a la salida.

—Te espero para desayunar, hijo —dijo en voz alta su padre mientras le oía abrir la puerta.

Aquél salió a la calle dando un portazo.

Shepsenuré suspiró comprensivo. En el fondo, le enorgullecía el que su hijo se mostrara tan decidido a ayudar a sus paisanos en una hora así. Aunque, naturalmente, él no pensara que el asalto fuera inmediato.

Aquella misma mañana había visitado a Hiram en su oficina de los muelles. Era el fenicio un hombre que estaba al corriente de cuanto ocurría; máxime ahora, que existía un conflicto armado que podía tener serias repercusiones sobre sus negocios. Éste desmintió los rumores apocalípticos que tan insistentemente estaban circulando, dándole información de primera mano. Era cierto que se habían visto avanzadillas libias en Ausim, la antigua Khem, capital del nomo II, llamado por los egipcios Aa (el muslo); situada a unos quince kilómetros de Heliópolis. Mas, después de buscar infructuosamente, los exploradores de los ejércitos reales habían localizado, por fin, al grueso de las tropas invasoras, y en esos momentos Ramsés se dirigía a marchas forzadas para interceptarles. El encuentro entre los dos ejércitos era inminente.

Así pues, de momento no había por qué preocuparse; él seguiría al frente de sus negocios como todos los días.

—Los rumores son inevitables en casos así; incluso alimentados. ¿Ves esos cargueros del Nilo? —dijo señalando los típicos barcos mercantes fluviales situados a la otra orilla.

—Sí.

—Se están preparando para zarpar. Cuando caiga la noche, media ciudad estará corriendo hacia los muelles desconcertada, buscando un barco en el que huir. Darán lo que se les pida por ello. Los capitanes llenarán los barcos hasta las bordas de toda esa gente enajenada; y harán un gran negocio.

El egipcio le miró y sonrió pícaramente.

—Los negocios y la guerra, a menudo andan de la mano —concluyó Hiram.

Sin embargo, para Nemenhat, aquella noche quedó grabada para siempre como sinónimo de confusión. A la que se había apoderado de la ciudad, se unía la que él sentía por todo lo que había ocurrido. Y lo peor era que no podía sustraerse de aquellos pensamientos mezcla de culpabilidad e inocencia.

—Los dioses me han jugado una broma pesada —acababa diciéndose, sin acertar a comprender que los seres humanos nos bastamos para hacerlas.

Se dirigió a las murallas, al lugar donde había estado acudiendo los días pasados. Allí estaban todas las cuadrillas trabajando frenéticamente; recomponiendo los maltrechos muros lo mejor que se podía.

Le recibieron con alegría, y al verle con su arco al hombro, el jefe de su unidad le dio unos afectuosos golpes en la espalda.

El trabajo fue como un bálsamo para él, ayudándole a abstraerse; y se sintió mejor.

A veces cruzaba su mirada con la de algún otro hombre y pensaba que sabía lo que había hecho y le recriminaba por ello. Esa sensación de sentirse observado le acompañaba durante unos instantes, hasta que de nuevo se aplicaba en su tarea.

Aquella noche, miles de hombres aunaron sus esfuerzos ante la amenaza que se cernía sobre ellos. Perfectamente organizados en equipos, trabajaron hasta la extenuación intentando mejorar sus defensas. Cuando algún grupo se veía desfallecer, se entonaban viejas canciones en loor de la madre Isis, en las que solicitaban su protección. Entonces el ánimo se encendía de nuevo, contagiando de entusiasmo a aquellos hombres.

Nadie durmió esa noche en Menfis. Una parte de la población se apiñó, junto a los muelles, en busca de un barco que les sacara de allí; mas la mayoría ayudó cuanto pudo en preparar a la ciudad ante un posible ataque. Los hombres, trabajando y las mujeres y ancianos, llevando agua o provisiones.

Próximo al alba, Nemenhat vio a Nubet ofreciendo agua a una de las cuadrillas cercanas. Sus miradas se cruzaron un instante; mas la muchacha continuó con su tarea como si nada hubiera visto. Al poco, desapareció entre los trabajadores y no la volvió a ver.

Cuando el amanecer llegó a la ciudad, los hombres se apostaron en las almenas intentando atisbar sobre las todavía dispersas sombras, cualquier indicio que les revelara la proximidad del enemigo. Se hizo el silencio y todos aguzaron sus sentidos; mas sólo oyeron los alegres trinos de los pájaros al despertar, saludando a la mañana ya próxima.

Ra apareció por el horizonte después de navegar toda la noche por el inframundo. Como cada día, el disco solar ascendió por entre las tierras del este, desparramando su luz, generoso.

Los hombres volvieron a mirar con ansiedad en busca de alguna señal que, en la lejanía, les pudiera alertar de la proximidad de las hordas del desierto. Mas todo parecía tranquilo y no se veía a nadie.

¡Gloria al Egipto, tierra de inmortales que con disfraz de dioses la bendijeron, sacándola del baldío olvido. Loa a ellos que mezclaron su semilla con los hijos de los hombres alumbrando una tierra que es custodia de ancestral sabiduría. Estirpe de semidioses que, desde tiempos remotos, hicieron de aquel valle réplica fidedigna de la morada celestial donde sus padres vivían!

¡Gloria a ti, Kemet, que desde el principio fuiste isla rodeada de toda barbarie la cual, celosa de tu grandeza, siempre ansió someterte para impregnarse de tu majestad. Pueblos que, desde la oscuridad de su noche, no pueden sino postrarse a tus pies, desconcertados ante tanto poder!

Estas u otras alabanzas parecidas bien podrían haber sido cantadas por los cientos de heraldos que recorrían la ciudad anunciando la victoria del faraón sobre los pueblos del oeste; invitando así al pueblo a presenciar la entrada victoriosa de los ejércitos del dios.

Todo Menfis bullía de alegría tras la angustia de los días pasados. Cada calle era una fiesta y la gente se abrazaba alborozada gritando sus bendiciones al cielo que, de nuevo, les había protegido.

El encuentro entre los dos ejércitos había sido brutal. Como más tarde Ramsés grabó en los muros de su templo de Medinet Habu, el enfrentamiento fue «en una sola vez», y en él tuvo lugar una terrible carnicería. El ejército
tchehenu
fue derrotado en una gran batalla, en la que los ejércitos egipcios dieron muerte a veintiocho mil enemigos. Una cifra espantosa, que Ramsés se encargó de transmitir a todos los puntos del mundo conocido, quedando grabado en sus anales como aviso de lo que era capaz. Además se apoderó de sus mujeres, hijos y todo su ganado, haciendo un gran botín, que luego se repartirían los grandes templos.

Era aún muy temprano cuando, aquella mañana, Nemenhat se dirigió a la gran explanada del templo de Ptah. Allí terminaría el gran desfile que, atravesando Menfis por una de sus grandes avenidas, desembocaría justo en aquella plaza.

La ciudad en pleno llenaría las calles del trayecto para agasajar al faraón y a sus soldados, y hacer escarnio del vencido.

Sólo muy de tarde en tarde se presentaba la posibilidad de presenciar un espectáculo semejante, así que ese día había que madrugar si quería coger un buen sitio.

Ya cuando llegó la gente pugnaba por los mejores puestos, por lo que tuvo que abrirse paso a codazos para llegar al lugar que había elegido; un punto desde el que vería la llegada del cortejo sin ser molestado.

A media mañana, la plaza se encontraba abarrotada de un público expectante que dirigía sus miradas hacia aquella avenida que daría entrada a la parada. En las puertas del gran templo, todo estaba dispuesto para recibir al faraón, que rendiría culto al dios local, el Señor de la Verdad, en acción de gracias.

La espera se hizo tediosa. La gente no quitaba ojo a aquella avenida buscando alguna señal reveladora. Mas el primer signo de la proximidad del desfile fue el clamor lejano de las miles de gargantas que ya vitoreaban.

El griterío iba subiendo de volumen conforme se acercaban las tropas, hasta que al fin se las divisó a lo lejos; al fondo de la vía. Ya se oían claramente los tambores percutidos por orgullosos soldados y el agudo sonido de las trompetas que anunciaban el paso del faraón.

Sonaron con fuerza cuando el augusto cortejo llegó a la gran explanada. Ramsés III entraba en triunfo en la más antigua de las capitales del país, dispuesto a rendir homenaje a su dios.

Para Nemenhat, aquello resultó un espectáculo que perduraría en su memoria para siempre.

Entraron primero trompetas y tambores entonando marchas guerreras seguidos de los
kenyt nesw,
las tropas de élite; los valientes entre los valientes que cruzaron la explanada envueltos en aclamaciones. Llevaban un
siryon,
ligeras corazas de cuero con escamas de bronce, sobre las que el sol producía dorados destellos. Portaban escudos cimbreados en la parte de arriba y el
harpé,
espada corta y curva que era terrible en la lucha cuerpo a cuerpo.

Lo más granado del ejército estaba allí y Nemenhat agudizó su vista.

Reconoció a Userhet, inconfundible por su estatura, al mando de su unidad. El más grande de los guerreros de Egipto, vencedor en mil combates, reencarnación de la fiera Sejmet, iba sólo precedido por su
uartu
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, seguramente un miembro de la realeza. Tras él, marchaban el resto de los soldados moviéndose como si de uno solo se tratara.

A Nemenhat le dio un brinco el corazón al ver a uno de los soldados que marchaba tras el nubio.

Llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza por el que caía una abundante cabellera negra; y sus andares le resultaron inconfundibles.

—¡Es Kasekemut! —exclamó entusiasmado.

No podía creerlo; Kasekemut formando parte de aquel grupo escogido. Aquello sobrepasaba, con creces, las mejores perspectivas de su amigo.

Sintió una inmensa alegría al verle desfilar y dio gracias a los dioses por los honores que le dispensaban. Pero enseguida, aquéllos parecieron también acordarse de él, porque un amargo regusto le subió desde el estómago. Bien sabía él a qué era debido; mas no tuvo demasiado tiempo para paladearlo, porque de nuevo sonaron las trompetas anunciando la llegada de Ramsés.

Precedido por el estandarte de Amón, el dios viviente entró en la explanada montado en su carro real. Como actuados por un resorte, el pueblo se postró mostrando su espalda al sol mientras pasaba el Horus viviente.

Nemenhat se apostó muy hábilmente de modo que pudiera observar sin llamar la atención.

Dos magníficos caballos, que formaban el «Gran Primer Tiro de Su Majestad conocido como Amado de Amón, tiraban de la regia carroza. Iban enjaezados con una belleza sin parangón. Hermosas mantas con los colores reales cubrían sus lomos con toda suerte de adornos. Bridas que relucían con fulgor en cabezas acicaladas con largos penachos de plumas rojas, amarillas y azules.

Nobles brutos que levantaban sus manos al paso con gracia sin igual, sabedores que transportaban al señor de aquella tierra. El carro del que tiraban era una obra maestra de la más exquisita orfebrería egipcia. De ligera madera, estaba chapado con láminas de oro, en las que se habían grabado toda suerte de filigranas. Brillaba de tal modo, que parecía que el faraón hubiera querido quitar un pequeño fragmento al sol, y sobre él, recorrer su tierra. Hasta las ruedas, de seis radios, relucían de igual manera. Luego sobre el pescante, varias fundas también doradas, donde guardar sus armas; aljaba para sus lanzas y un primoroso carcaj del que asomaban áureas flechas.

Sobre aquella espectacular biga iba el faraón. User-Maat-Ra-Mery-Amón
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conducía el carro llevando de las riendas a sus caballos, ataviado con sus distintivos reales. Sobre la cabeza portaba el
kheprehs,
el casco azul electro que los faraones llevaban a la guerra.

El rey, que ya estaba en la cuarentena, irradiaba tal poder y majestad que, al verle, Nemenhat se sintió el más insignificante de los hombres.

El dios iba acompañado del Primer Auriga de Su Majestad, el
kdn
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que acompañaba al faraón cuando iba a la batalla. El auriga era su hijo, el príncipe Sethirjopshef que, en este caso, había cedido las riendas a su padre permaneciendo tras él, de pie en el pescante.

La carroza real iba flanqueada por los dos leones favoritos del rey, a los que acompañaban varios hombres que movían grandes abanicos de plumas.

Por último, y para que no quedara duda de la magnitud del espectáculo que Ramsés quería dar a su pueblo; avanzaba el drama.

Uncido a su carro con una larga cuerda, iba el rey de los vencidos. Themer, el rey
libu,
caminaba desnudo con los brazos atados por los codos a la espalda, y el nombre del faraón marcado a fuego en su piel.

Aquella escena impresionó vivamente a Nemenhat, que tardó mucho tiempo en olvidarla. Mas ése era el precio que había que pagar por haber osado levantarse en armas contra el faraón, puesto que una de las obligaciones de éste era defender a su pueblo, siendo común al regresar victorioso el mostrar al enemigo cautivo e implorando el perdón.

Los pechos del pueblo menfita estallaban de fervor patriótico y pedían a gritos toda clase de salvajadas para con el prisionero.

—¡Sácale los ojos, sácale los ojos! —se escuchaba como un clamor.

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