El ladrón de tumbas (26 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Era cuanto precisaba escuchar. El egipcio se levantó, y cortésmente se despidió de él. Mas antes de abandonar la oficina se volvió hacia el comerciante.

—No quisiera irme sin que supieras por qué elegí hacer negocios contigo. No fue por tu reputación como buen comerciante, sino por tu afamada discreción. Ella es para mí tu mejor aval y no dudo que sabrás mantenerla.

Hiram hizo un leve movimiento con la cabeza dándose por enterado y luego Shepsenuré se marchó.

El fenicio volvió a la ventana para ver cómo aquel hombre se perdía entre el gentío que, a esa hora, llenaba el puerto.

—Curioso —se dijo—, parece saberlo todo sobre mí y yo en cambio…

En ese momento se dio cuenta que no conocía el nombre del egipcio.

Bueno, eso no le preocupaba y pronto lo averiguaría, pues siempre gustaba de saber con quién trataba. En cuanto a la joya, también acabaría sabiendo su procedencia.

—No me cabe duda que los dioses nos ayudarán si es necesario —aseguraba Seneb circunspecto.

—Permíteme que te diga que tengo más confianza en las cuatro divisiones de Ramsés que en el inconmensurable poder de nuestros dioses —replicó Shepsenuré mientras devastaba un tablón de madera con su azuela.

—Suponía que dirías eso; a veces olvido lo creyente que eres —exclamó Seneb con cierto disgusto.

—¿Acaso supones que nuestro panteón atravesará los Campos del Ialu para combatir? Sí, ya sé lo que vas a decirme; ellos guiarán a nuestros soldados para que la victoria caiga de nuestro lado.

—Te repito que los dioses no abandonarán a Egipto en este momento.

Shepsenuré sonrió a la vez que dejaba la azuela sobre su mesa de trabajo.

—¿De verdad crees que guiarán a nuestros soldados?

—Sin ninguna duda.

Shepsenuré se aproximó a un estante y escanció vino de un ánfora en sendas copas. Luego le ofreció una a su amigo.

—No deja de ser curioso —dijo en voz baja tras dar un sorbo de su copa—. Perdóname, pero que yo sepa la mitad de nuestro ejército está formado por mercenarios; gentes de otros pueblos. Supongo que cada uno hará votos a sus propios dioses, muy diferentes a los nuestros.

Seneb chasqueó la lengua mientras paladeaba el vino.

—Sólo los nuestros crearon el orden natural que nos rodea. Ellos nos protegerán —contestó mientras volvía a beber.

Shepsenuré lanzó una carcajada.

—En verdad, Seneb, que eres poseedor de una fe inquebrantable. Créeme si te digo que en ocasiones te envidio.

—Está bien, eres un caso perdido, lo cual no creas que no me disgusta. Sólo espero que Osiris sea benevolente con tus creencias para que podamos seguir disfrutando juntos de tu excelente vino en el paraíso.

—Confío en que la psicostasia
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tarde en llegar, amigo mío; mas entretanto lo compartiremos siempre que quieras. A propósito, me gustaría que te llevaras un ánfora de este elixir. Es una cosecha excelente y muy difícil de encontrar.

—¿Me regalas un ánfora?

—De todo corazón. Qué menos podría hacer para con quien soporta paciente mi impiedad con nuestros dioses.

Ahora fue Seneb el que rió calladamente.

—Creo que con un vino así, hasta Osiris vendría a beber con nosotros.

Shepsenuré acompañó con su risa a su amigo. Se le veía alegre y quién sabe si hasta feliz; aunque esto fuera harto difícil de adivinar, puesto que no lo había sido nunca en su vida. Desde hacía varios meses se dedicaba por completo a su oficio de carpintero y por primera vez se sentía satisfecho.

Ambos amigos habían dejado de frecuentar las casas de la cerveza y preferían reunirse en casa de Shepsenuré. Cada tarde, al regreso del trabajo, Seneb se detenía camino de su casa, para tomar el excelente vino con que solía obsequiarle su amigo. Ni en la mejor taberna de Menfis se podía tomar un caldo semejante, por lo que el embalsamador estaba encantado de parar allí cada día lejos del bullicio que las tabernas habitualmente tenían y que en nada le agradaban. Además, si Shepsenuré no estaba muy ocupado en algún encargo, podían echar una partida al
senet,
juego al que era tan aficionado y que a veces le hacía perder el sentido del tiempo. En ocasiones, su propia hija había venido a buscarle preocupada, con las sombras de la noche cubriendo ya la ciudad. Min, sin embargo, prefería continuar disfrutando de todo lo que las tabernas podían ofrecerle, por lo que una vez finalizada su jornada laboral se despedía, a veces hasta el día siguiente.

Shepsenuré continuó devastando el tablón y cualquiera que le viera no dudaría en decir que disfrutaba con ello.

Ahora que disponía de una buena madera, tenía tal cantidad de pedidos que había tenido que negarse a aceptar más clientela.

Seneb saboreaba su enésima copa de vino mientras le observaba. Realmente se complacía al ver trabajar a su amigo.

—¡No hay trabajo que dignifique más al hombre ante los dioses, que el que se hace con las manos! —solía repetir—. Y he de reconocer que las tuyas son primorosas.

Se oyeron pasos y Nemenhat entró en la habitación. Sudoroso y cubierto de polvo, Nemenhat volvía de trabajar en las obras de reparación de la muralla, en la zona oeste de la ciudad. Como otros muchos jóvenes, se había alistado a un cuerpo de voluntarios destinado a mejorar las defensas o reconstruir las que ya había en Menfis; tal era la psicosis que se vivía, ante las noticias de la proximidad del ejército enemigo.

—Veo que al fin te has convertido en un
iqdw inebw
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—exclamó el embalsamador con ironía en cuanto le vio
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.

El muchacho le miró algo azorado.

—Bueno, dadas las circunstancias es el más loable de los trabajos —prosiguió Seneb—. Te felicito por ello.

Nemenhat sonrió y fue a la habitación contigua.

—Supongo que debes estar orgulloso de él —dijo Seneb dando otro sorbo.

—Esto ha sido decisión suya y poco tengo yo que ver, Seneb.

—Razón de más para que estés orgulloso. Bendita juventud; lleva siempre a cabo sus ideales con entusiasmo.

Shepsenuré, que seguía cepillando la madera, no dijo nada.

—Además —prosiguió Seneb—, he de reconocer que he cogido cariño a tu hijo. Es un joven con muy buenas cualidades que, a pesar de la terrible impiedad de su padre, es capaz de desarrollar.

—Sabes lo que pienso al respecto. Él será como quiera ser, y procuraré no influir lo más mínimo en ello.

—¡Eneada bendita!, eres imposible. ¡Qué obcecación!; creo que te equivocas. Deberías aconsejar a tu hijo en la forma apropiada en cada momento.

—Y así lo hago.

—¿Que lo haces? Renenutet
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proteja nuestro destino, ¿y cómo?

—Mira, de nada vale que esté todo el día diciendo lo que debe o no debe hacer; él ha de experimentarlo por sí mismo. El día que ya no esté aquí, no creo que pueda ayudarle; así que es mejor que se valga por sí mismo.

—Pero esto no es óbice para que guíes sus pasos de forma conveniente.

—Sobre esta conveniencia podríamos estar una tarde entera hablando sin ponernos de acuerdo. Pero si quieres saber si le doy mi opinión sobre las cosas, te diré que siempre que me la pide se la doy; aun a riesgo de equivocarme.

Hubo un instante de silencio mientras Shepsenuré observaba el perfil del tablón.

—Respecto a los consejos que has comentado antes —continuó mientras volvía a pasar el cepillo en uno de los lados—, le di uno hace ya tiempo que espero le valga para toda su vida. Si alguna vez no sabes qué camino tomar, o tienes dudas sobre qué debes hacer, escucha a tu corazón, él te guiará.

Seneb bajó los ojos hacia su copa quizás algo avergonzado por haberse inmiscuido en algo que no le correspondía.

Shepsenuré, que se dio cuenta de inmediato, continuó:

—Además te estás convirtiendo en un viejo gruñón, y los dioses que tanto veneras te lo reprocharán. No en vano ellos te han bendecido con una hija maravillosa, compendio de todas las virtudes que tú anhelas. No me extraña que se te caiga la baba ante ella —acabó soltando una carcajada.

—¡Ah!, tienes razón, amigo mío. Debe ser la vejez que está próxima; mas no hay don más preciado para mí que ella, y si me he equivocado en su educación habrá sido más por exceso de celo que por lo contrario. ¿Sabías que últimamente se ha aficionado a la recolección de todo tipo de plantas?

—¿De veras?

—Sí; sale al campo a recoger hierbas de lo más variadas con las que hace cosméticos, perfumes e incluso medicamentos.

Shepsenuré le miró algo sorprendido.

—No te extrañes, pues al fin y al cabo me ha visto preparar pociones y ungüentos desde muy pequeña.

—Había olvidado que los dioses te ungieron con la facultad del conocimiento —le contestó burlón.

Pero Seneb pareció no darse cuenta y continuó hablando de las habilidades de su hija, embobado.

—¿Quieres que te diga lo que mejor hace de todo? —preguntó alelado—. Las lentejas.

—¿Las lentejas?

Shepsenuré lanzó una carcajada.

—Sí, sí, no te rías; las lentejas. No he comido nada igual en mi vida. No sé cuál es su secreto, pero les añade algún tipo de hierba que las hace deliciosas; deberías probarlas.

—Estaría encantado.

—No hace falta que te diga que puedes venir a mi casa a comerlas cuando quieras; y tú también —le dijo a Nemenhat que volvía ya aseado.

Éste no dijo nada, pues no tenía mucho interés en comer con Nubet y menos probar algo que hubiera hecho ella. La sola idea le repelía, pues le parecía una persona de una pedantería insufrible. Mas procuraba no demostrar sus sentimientos y menos delante de su padre, al que apreciaba y respetaba.

Quizás indirectamente influenciado por él, se había enrolado en una de las brigadas que trabajaban en las defensas de la ciudad. Él nunca había sentido la llama del patriotismo pero dadas las circunstancias, había decidido ayudar en lo que pudiera ante el enemigo común.

El trabajo era muy duro, pues parte de las murallas se hallaban en un estado lamentable. Desde la época de Ramsés II, habían permanecido descuidadas por lo que la tarea era sumamente ardua. Sin embargo, no le importaba, y desde muy temprano se incorporaba a las obras. Allí descubrió cómo otros muchos conciudadanos suyos acudían como él, todos los días, a trabajar codo con codo unidos ante el peligro que les acechaba. Era un sentimiento nuevo el ver cómo gente que no se conocía unía sus esfuerzos con generosidad, haciéndolo por el bien general.

Aquello satisfacía mucho a Seneb que, inflamado de ordinario de un gran amor a su patria, animaba al muchacho a que continuara cooperando.

—Tu esfuerzo no será baldío y unido al de los demás, originará fuerzas que quizá no imagines. Los dioses te llenarán de su gracia por ello.

Mas para Nemenhat aquellas palabras poco significaban pues, al igual que su padre, no tenía confianza alguna por el prolífico panteón egipcio.

Desde que Kasekemut partió con los ejércitos del dios, Nemenhat no había vuelto a ver a Kadesh. No había olvidado la promesa que le hiciera a su amigo, mas pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en las murallas y le había sido imposible cumplimentarla. Así pues, una mañana madrugó más que de costumbre y decidió visitarla por si necesitara algo.

Al verle, la muchacha le dirigió una mirada de reproche y le acusó de haberla tenido abandonada incumpliendo así la palabra que le había dado a su amigo.

—Kasekemut me aseguró que velarías por mí, y hoy es el primer día que te veo desde que se fue.

Nemenhat trató de disculparse haciéndole ver que tenía que trabajar todo el día en las fortificaciones; pero a ella aquello no le convenció. Observaba al joven con los brazos cruzados, dando nerviosos golpecitos con un pie en el suelo mientras oía sus explicaciones.

—Creo que a Kasekemut no le va a gustar nada cuando lo sepa —dijo al fin.

A Nemenhat aquello le pareció ridículo, pero no tenía ninguna gana de discutir, por lo que le preguntó si necesitaba alguna cosa.

—Aunque tarde, debo aceptar tu ofrecimiento pues mañana he de llevar algunos encargos a las afueras de Menfis, y no quisiera tener que atravesar sola los palmerales. ¿Podrías dignarte acompañarme?

Nemenhat accedió cortésmente, por lo que quedaron en encontrarse a la mañana siguiente.

No hay duda de que a veces los dioses parecen divertirse con los simples mortales empujándolos hacia caminos tortuosos cuyo final es, cuando menos, incierto. Acertaría quien dijera que, en ocasiones, hace que la vida parezca una burla de dudoso gusto. Claro que esto a Nemenhat jamás se le hubiera ocurrido en aquella mañana del mes de
koiabk
(finales de octubre).

Desde muy temprano esperaba a Kadesh en el sitio convenido, pues había decidido que, dado el humor que parecía tener la muchacha, era preferible esperar a ser esperado y así evitar problemas.

Había pasado la noche dándole vueltas al asunto y apenas había podido dormir; y es que la cita no le gustaba nada. No era el hecho de acompañarla lo que le disgustaba, sino la conducta caprichosa que le demostraba al reprocharle el que no la galanteara como antes. Esto no era fácil de entender para un joven como él, al que Kadesh continuaba encendiendo íntimamente su pasión. Pero ella era la prometida de Kasekemut y aquello, pensaba, era determinante; sería mejor mantenerse apartado de ella. Sin embargo, el juramento hecho a su amigo le obligaba, en cierta forma, a guardarla para él hasta su vuelta. Algo egoísta, bajo su punto de vista, pues lo que Kasekemut le pedía era que ignorara su pasión en aras de su amistad.

Ante el hecho inevitable de tener que volverla a ver, Nemenhat había decidido ser parco en palabras y prudente en su actitud para con ella, a fin de eludir conflictos.

Pero el problema no era su actitud, el problema era ella; y viéndola venir calle arriba, era insoluble para Nemenhat.

A pesar de su compromiso, continuaba tan provocadora como siempre; regalando su seductora mirada por doquier y regodeándose íntimamente de sus efectos.

—Al fin los dioses mostraron a tu corazón el significado de la cortesía —dijo ella a modo de saludo.

Nemenhat le contestó con un hola tan bajo, que al momento se arrepintió y volvió a darle los buenos días a la vez que la ayudaba a llevar los canastos del pan.

—Me habría irritado mucho el que no hubieras estado —refunfuñó Kadesh.

—Pero ya ves que estaba —cortó el muchacho sin mirarla.

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