El ladrón de tumbas (21 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Definitivamente, Sejmet había demostrado su auténtica naturaleza y ya no estaría más en fiesta en aquel lugar.

—Al fin y al cabo, la diosa ha cumplido con su cometido —se dijo Kasekemut entre dientes mientras sonreía maliciosamente.

Kasekemut tropezó con un fardo y lanzó un juramento. El pobre tendero que se afanaba en poner sus hortalizas en el puesto le miró confundido, pero, al ver el gesto desafiante que el joven le mostró, optó por seguir en su faena como si nada hubiera pasado.

Desde luego, no era el mejor día para llevar a cabo una misión de tal importancia, pues con un humor como el que tenía, Kasekemut podía tener algún acceso de ira que echara por tierra todo su futuro proyecto. Mas su determinación estaba por encima de su estado de ánimo y hacía que siguiera caminando a pesar de su malestar general.

La mañana se asomaba ya clara, cuando llegó Kasekemut. Ya para entonces la calle se encontraba tan concurrida, que se hacía difícil el caminar por ella, teniendo que sortear todo tipo de obstáculos, bien fueran tenderetes, mercancías, personas o animales. Como todavía era temprano, Kasekemut optó por tomar una oblea de miel y leche de cabra recién ordeñada, en uno de los puestos situados en la parte alta de la calle. Desde allí, podía divisar todo el ir y venir del gentío, de modo que cuando apareciera le sería fácil distinguirla. Mientras masticaba, pensaba en la forma más adecuada de abordarla, aunque después de meditarlo un poco, se dijo que aquello no tenía demasiada importancia y que su natural decisión sería suficiente.

Tras el frugal refrigerio se sintió mucho mejor, incluso fue capaz de hacer alguna broma con unos mercaderes cercanos que se empeñaban en venderle unas sandalias de cuero blanco, como las que solían usar los sacerdotes.

—Mis pies serán lo último que purifique —les contestó con una mueca burlona—. Mi alma está mucho más necesitada de sandalias.

Los vendedores próximos celebraron la chanza y aprovecharon para hacer todo tipo de comentarios, y de paso contar algún que otro chiste a los que tan aficionados eran.

Atisbó de nuevo entre la gente, intentando descubrir algún signo que le informara sobre la presencia de la muchacha. Pero tan sólo fue capaz de observar un auténtico laberinto comercial, en el que se hacían transacciones y ventas del más variado pelaje; y todas en medio de un ensordecedor griterío.

Miró al cielo y los primeros rayos del sol le dieron de lleno en su cara. Aspiró profundamente como si quisiera alimentarse de ellos, mientras cerraba los ojos. Era capaz de notar cómo el divino Ra llegaba así hasta el lugar más recóndito de su cuerpo, nutriendo con su energía hasta el último de sus miembros. Aquél era un placer que gustaba de experimentar cada mañana y en el que él decía llenarse de todo el Egipto; aquella tierra que tanto amaba.

Hizo un intento por abrir los ojos pero volvió a cerrarlos de inmediato negándose así a renunciar a aquel placer. Se abandonó en un placentero letargo, en el que el tiempo dejó de tener sentido. Aquellos benefactores rayos eran cuanto necesitaba en ese momento y él se olvidó de lo demás. ¿Cuánto duró? Nunca lo supo, quizá sólo un instante; mas le daba igual, pues aquella sensación era del todo intemporal. Al cabo suspiró y parpadeó regresando al mundo tangible.

Al principio todo le pareció igual, mas al fondo, calle abajo, vio como la gente se abría paso para dejar pasar a alguien. Al poco, el griterío se fue apagando pues las gargantas, que a voz en cuello vendían sus mercancías, enmudecían súbitamente al paso de aquella figura.

Ahora Kasekemut pudo distinguirla con claridad y al hacerlo, sintió que su pulso se aceleraba cual si fuera a entrar en combate.

Era la mujer más hermosa que había visto nunca la que se abría hueco entre el gentío; sin necesidad de pedirlo, la calle se abría ante ella, porque sin duda aquélla le pertenecía.

—Es la reina, la reina indiscutible de todas las calles de Menfis —se decía alborozado.

En ese año de separación, aquella muchacha hermosa de turgentes formas se había convertido en una mujer de rotundas proporciones. No era extraño que todos callasen un momento para ver pasar a semejante hermosura. Instantes que no se podían contar y en los que más de una lengua humedecían los labios de aquellas bocas abiertas. Luego sus ojos seguían fijos, inmóviles en aquella figura que se alejaba con el cesto de pan sobre la cabeza moviendo las caderas con voluptuosa cadencia. Un delirio para cualquier hombre de aquella tierra.

—No hay duda de que tu padre fue Knum
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—se alzó una voz poderosa entre la multitud.

—Sí —corearon algunos—, Knum el alfarero, el creador de toda vida fue tu padre, pues tú eres diosa entre los hombres.

—Nunca vi belleza igual —gritaban otros.

Y Kadesh a todo esto, continuaba con paso regio calle arriba henchida de orgullo y con el aplomo propio de quien posee una esencia divina. En verdad que la calle le pertenecía.

Era curioso cómo el populacho había encumbrado a Kadesh al panteón egipcio, pues lo que empezó como una broma, se había convertido en un hecho diario y había quien aseguraba que sólo el dios Knum pudo haber sido su padre y haber esculpido con su barro una figura de tal perfección.

—Porque, no nos engañemos —decían algunos—. Su madre, la pobre Heret, es más bien feíta; ¿de dónde si no salió tal beldad?

Kasekemut se plisó los pliegues del faldellín y con ambas manos peinó su negro cabello hacia atrás.

Aunque los egipcios solían llevar el pelo corto, tanto por comodidad como por higiene, él se lo había dejado crecer a la moda de los príncipes tebanos que, durante la XVII dinastía, expulsaron a los invasores hiksos tras cruentos enfrentamientos, en los que aparte de grandes muestras de valor, muchos dejaron su vida.

—La gloria de Egipto vino con ellos —se decía a menudo—, pues de ellos nació la XVIII dinastía que llenó su tierra de grandeza como ninguna otra.

Es por esto que se sentía orgulloso de llevar el pelo a la moda de aquellos valientes guerreros; aunque ya hubieran pasado cuatrocientos años.

Así que, tras mesarse los cabellos de nuevo, se compuso lo mejor posible para su ansiado encuentro.

El encuentro, por inesperado, hizo que Kadesh se detuviera sorprendida. Al último que hubiera esperado ver entre toda aquella gente era a Kasekemut, y sin embargo allí estaba; plantado ante ella con aquella resolución que le caracterizaba y que tan diferente le hacía del resto de personas que conocía.

Al verle sintió un desasosiego en su interior que, por nuevo, Kadesh no fue capaz de explicar. Poco quedaba del chiquillo que, no hacía mucho, había partido a los ejércitos del rey en busca de fortuna y gloria. Frente a ella se hallaba ahora un hombre de amplio pecho y fuertes brazos, y que percibía venía dispuesto a hacer cumplir su promesa de antaño. Al mirarle a la cara notó que la zozobra que sentía se incrementaba, pues de inmediato quedó subyugada.

No es que Kasekemut fuera el más hermoso de los hombres, pero poseía un indudable atractivo. Tenía unas facciones varoniles bien definidas, con un cuadrado mentón que siempre mantenía erguido bajo sus labios plenos, y que solía levantar a menudo en un rictus característico de su natural resolución. Pero eran sus ojos, sin duda, los que expresaban su auténtica personalidad. Grandes y oscuros; poseedores de una mirada de la que surgía la fuerza del ser indomable que llevaba dentro y que utilizaba con su natural dominancia.

Kadesh, sabedora de que todos los ojos de la calle estaban pendientes de ella, siguió su camino; mas Kasekemut no estaba dispuesto a darle la más mínima concesión y rápidamente se puso junto a ella cogiéndole el cesto, y aunque su primer impulso fue mantenerlo sobre su cabeza, la muchacha no pudo conseguir que sus manos la obedecieran.

—Tus días de venta ambulante están contados, Kadesh.

Ésta, sobreponiéndose todavía a la primera impresión, soltó una pequeña carcajada.

A Kasekemut le sonó hermosa y a la vez embaucadora y fatua. Risa de quien está acostumbrada a conseguir sus caprichos con ella, sin importarle nada más.

—¿Pretendes acaso que cambie mis hábitos?

—He vuelto como juré que lo haría, y sabes muy bien con qué intenciones —contestó mirándola fijamente.

—¿Intenciones?, ya veo. ¿Y son acaso buenas para ti o para mí?

—No voy a entrar contigo en juegos de palabras, quiero que seas mi esposa.

Kadesh volvió a reír.

—¿Y qué te hace pensar que yo esté dispuesta a ello?

—El saber que me amas tanto como yo a ti.

—Desde luego eres un presuntuoso, Kasekemut; de eso no hay duda —contestó divertida.

Éste no se inmutó y siguió caminando junto a ella.

—¿Acaso tú me amas? —le preguntó maliciosa.

—Sabes que desde el primer día que te vi.

—Bueno, eso les ocurre a otros muchos hombres —contestó veleidosa.

—Pero no pueden ofrecerte lo que yo.

—¿Ah no? —exclamó sorprendida a la par que volvía a reír abiertamente—. ¿Y qué me ofreces tú, Kasekemut? ¿Tu amor?

—En cierto modo debería bastarte —replicó con dureza—. Ya sé que tu corte de admiradores halagan tus oídos con todo tipo de promesas de bienestar.

—¿Lo sabes? —le cortó con sorna.

—De sobra. Pero tú necesitas mucho más que eso para ser feliz.

Kadesh se paró súbitamente y le fulminó con la mirada.

—¿Cómo te atreves a hablar de mis necesidades? Jamás vi tal osadía.

El joven permaneció imperturbable mientras su brazo la invitaba a continuar.

Siguieron caminando en silencio por un tiempo, durante el cual Kadesh repartió algunos de los panes a sus clientes.

—Créeme si te digo que yo puedo satisfacerlas todas —dijo Kasekemut rompiendo por fin el silencio.

—Eres asombroso. Desapareces cerca de un año y ahora regresas con tu distintivo de
w'w,
dispuesto a orientar mi vida y cubrir mis necesidades —dijo Kadesh volviendo a reír, ahora burlonamente.

—Esa risa no será mi enemiga —cortó Kasekemut mientras seguían avanzando—. Ya sé que podrías haberte convertido en la esposa de algún rico mercader que cubriría tu vida de sueños y regalos, pero eso no sería suficiente.

—No tienes ni idea de lo que es o no suficiente para mí.

—Te equivocas, Kadesh —dijo el joven mientras se paraba en mitad de la calle y con una mano asía fuertemente el brazo de la joven volviéndola hacia él—. Lo sé muy bien; llevo pensando en ello días, meses, noches enteras en las que la única luz que veían mis ojos era la tuya. Eres tan hermosa que mereces más que ninguna otra el cubrir tu cuerpo con las mayores riquezas; pero ardes por dentro, lo sé muy bien, por mucho que trates de disimularlo conmigo. ¿Te imaginas todas las noches junto a tu obeso y rico marido incapaz de poder tomarte en tu lecho porque su barriga no se lo permite?

Kadesh dio un fuerte tirón para desprenderse de él, pero aquella mano la sujetó con mayor fuerza.

—Escúchame bien —dijo lentamente mientras la miraba a los ojos—. Yo te colmaré de todo lo que anhelas; te amaré cada noche con la desesperación del sediento en busca de agua en los desiertos de Occidente, y te verás poseída con tal frenesí, que para ti será un alivio la llegada del alba. Hoy sólo soy un simple
w'w,
pero muy pronto mis insignias serán bien diferentes y te juro que algún día llegaré a general de los ejércitos reales. Te ríes al oír que nadie puede ofrecerte más que yo, pero es verdad; porque yo te ofrezco Egipto entero. Egipto corre por mis venas, Kadesh, y yo lo pondré a tus pies.

La joven le miraba hipnotizada, confusa ante aquella explosión de sentimientos vertidos sobre ella y que la habían transportado, por un momento, al filo del abandono. Ahora, mirándole, tuvo la sensación de que sólo un pequeño cordón hacía que su voluntad no dejara a su alma entera desamparada en brazos de aquel hombre.

Por un momento estuvo a punto de claudicar pero una voz, en la lejanía de su abstracción, vino en su ayuda acabando con el hechizo.

—Paso, paso a Siamún.

Kadesh parpadeó a la vez que se deshizo de la mano de Kasekemut.

—Paso a Siamún —se volvió a escuchar ahora muy cerca.

«Siamún —pensó Kadesh—, cómo te aborrezco. Sin embargo, sin querer hoy me hiciste un buen servicio.»

—Paso a Siamún —se oyó de nuevo.

El gentío se abrió ante ellos y apareció Siamún en una silla junto a sus dos porteadores.

Al ver a la pareja, aquél mandó detenerse.

—¡Isis divina!, la mañana se ha vuelto más clara a mis ojos —dijo a modo de saludo. Luego reparando en Kasekemut continuó-: Ah, ya veo que hoy tienes un siervo que te lleve la cesta. Sin duda te doy mi aprobación, querida; tu cuerpo no debería llevar nada pesado que no fueran hermosas joyas.

Kasekemut se dio la vuelta para mirarle fijamente.

—¿Es con alguien así con quien quizá te desposes, Kadesh? —preguntó burlón.

—Lo debería haber hecho ya —cortó Siamún mientras se miraba las uñas de las manos—. Pero ya se sabe que la juventud lleva implícita, digamos, cierta terquedad.

—No más que la tuya por lo que veo. Según parece llevas tiempo insistiendo.

Siamún se acomodó mejor en su silla entrecerrando los ojos.

—Uhm, ya veo —dijo al fin—. Aquí tenemos a un mozalbete que te corteja, y por lo que parece es un soldado. Puedo augurarte toda suerte de desdichas si te desposas con él.

—Yo te las auguro a ti —contestó Kasekemut fríamente.

La gente, que hacía todo tipo de transacciones a su alrededor, calló por un momento observando la escena.

—Oh, ¿quizá mandes a tu compañía contra mí? Ah, olvidé que eres un simple
w'w
y
que sólo obedeces.

Kasekemut se le aproximó lentamente.

—Escuchad a este hombre —gritó de repente—. No hay duda que en hombres como él está el futuro de nuestro pueblo. Los pilares que lo mantendrán estarán hechos con mimbres como éste.

—El comercio hace florecer a los pueblos… —empezó a decir Siamún.

—Tu barriga es la que florece con tu comercio —dijo alguien mientras la gente estallaba en una carcajada.

—Danos un poco de tu vino y así también floreceremos nosotros —dijo otra voz.

De nuevo la ocurrencia fue alabada con risas.

Siamún vio que no tenía nada que ganar y se dispuso a seguir su camino.

—Deberéis ir entonces a casas principales, pues es allí donde se degusta —contestó con soberbia.

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