El ladrón de tumbas (24 page)

Read El ladrón de tumbas Online

Authors: Antonio Cabanas

—Si Set se lo permite, estamos seguros de que llegará a donde se proponga.

—¿Te refieres que puede llegar a ser jefe supremo del ejército? —preguntó Heret con cara llena de incredulidad.

—Para ser
mer meswr
(general en jefe) hay que tener sangre real. Sólo los príncipes acceden a semejante cargo; pero sí puede llegar a mandar una división. Te aseguro que el poder de un
mer mes
es enorme, Heret, y nunca se sabe —continuó bajando la voz—, pero recuerda que el padre de nuestro faraón, el gran Setnajt, era general.

Estas palabras hicieron removerse incómoda a Heret en su asiento. No estaba preparada para escucharlas y por el momento no fue capaz de asimilarlas; así que no consiguieron sino sembrar su cabeza de nuevas dudas.

—Qué duda cabe que el camino se hace más empinado según se quiere llegar más alto; pero no olvides algo, el rey recompensa largamente a los que le sirven bien.

Tampoco significaron mucho estas frases para la viuda, pues eran más conceptos vagos que otra cosa. Como poseedora de un pequeño negocio, ella sólo entendía de transacciones y del valor comercial de las cosas. Comprar un artículo a un precio y venderlo a otro sí representaba un resultado tangible; lo otro no era más que humo.

Sus ojos, que habían permanecido fijos en algún lugar indefinido, se movieron un instante para mirar a su hija. Esta había permanecido callada durante toda la conversación, escuchando sin hacer el más mínimo gesto. Heret clavó su mirada en ella, intentando hacerla ver el disparate que cometería si aceptaba a aquel hombre por esposo. Sus ojos la imploraron durante interminables segundos para que reconsiderara su postura; pero Kadesh más parecía un cuerpo inerte que un ser vivo capaz de devolverle aquella mirada. Nada, ni el más leve signo que pudiera infundirle esperanzas salió de su hija. En aquel momento tuvo que hacer grandes esfuerzos por no romper a llorar.

«Neftis protectora, sólo me queda resignarme», pensó con desesperación.

Userhet, que no perdía detalle, advirtió la callada angustia de la viuda y en verdad que no le extrañó porque, francamente, si él tuviera por hija a semejante beldad, no se la entregaría a ningún soldado u oficial meritorio por muy valiente que fuera. Y es que, observando a la muchacha, se apreciaba que ésta no desmerecería ni un ápice en el mismísimo harén real. La vida del soldado era dura, la más dura de todas, como ya fue cantada mil años atrás en la «sátira de los oficios»
[112]
; eso lo sabía muy bien. Sólo aventureros, mercenarios o parias eran capaces de afrontar las calamidades que conllevaba la vida militar; y una mujer como aquélla podría aspirar a lo que quisiera antes de tener por marido a un guerrero que, probablemente, la haría enviudar antes de tiempo.

Mas la misión del nubio aquel día no era la de comprender a Heret, ni tan siquiera el de compadecerla; él había ido a conseguir un compromiso para el muchacho, y esto era lo único que importaba.

Examinó fugazmente el rostro de Heret, que era de auténtica desolación, y pensó que había llegado el momento de jugar la baza que llevaba preparada.

En las actuales condiciones, la viuda no sería capaz de dar su beneplácito a aquella unión de buena gana. Era pues necesario darle muestras de buena voluntad, haciéndole una proposición con la que demostrar que el futuro de su hija al lado de Kasekemut no sería tan negro como ella pensaba.

—Comprendo perfectamente tus sentimientos, Heret —dijo Userhet adulador—, son lógicos tus temores de buena madre, pero como habrás podido advertir, los jóvenes no entienden de ellos cuando es el amor lo que les une. Créeme si te digo que no es nuestra intención el que la unión de estos dos enamorados signifique la desgracia para ti. Por ello, y como prueba de nuestra buena disposición, te haremos una propuesta que espero sea de tu agrado.

La mujer movió una de sus cejas en lo que no fue sino un acto reflejo; mas se limitó a mirar fijamente a Userhet sin decir nada. Éste cogió uno de los pastelillos que había sobre la mesa y se lo comió con cara de satisfacción.

—Están deliciosos —dijo chupándose los dedos con cierta parsimonia—. Mira, Heret —continuó el nubio mientras masticaba—, los dioses, a veces, hacen cruzar sus extraños caminos con los nuestros. El elegir uno de ellos no tiene por qué ser una equivocación; nunca se sabe dónde está la fortuna. Te diré algo más, nosotros te demostraremos que el camino que te proponemos puede llevar a ella.

Userhet adelantó su cuerpo levemente mientras miraba a ambos lados con cautela; luego bajando la voz, continuó hablando, empleando su tono más confidencial.

—Supongo que estarás al cabo de todos los rumores que, últimamente, corren por la ciudad. Qué duda cabe que la mayoría de ellos son descabellados; mas no por eso la situación es halagüeña.

Heret se envaró un poco mirándole sin decir palabra.

—Debes comprender que lo que voy a contarte es algo reservado que sólo los oficiales del faraón conocen —continuó con cierta afectación—. Y es por eso que espero que, como buena egipcia, no salga de esta habitación.

Al oír aquellas palabras, la viuda cambió su semblante al momento prestando la máxima atención, pues si había algo en esta vida que le gustara a Heret, eran los chismes.

—Ni la más segura de las tumbas protegerá tu secreto como yo —contestó con irreprimible ansiedad.

Userhet la observó un momento mientras reía para sus adentros. Aquella mujer era incapaz de callarse hasta la menor nimiedad; mas el nubio, con aire circunspecto, continuó hablando.

—Las noticias referentes a que las tropas invasoras se ciernen sobre nosotros son ciertas; y créeme, no se trata de un grupo de beduinos en busca de pillaje. Lo que se acerca, es un ejército en toda regla.

Heret abrió los ojos desmesuradamente a la vez que se pasaba la lengua por los labios.

—Son soldados libios —prosiguió el nubio bajando aún más la voz—. Buenos soldados y muy crueles. Huelga el que te diga lo que ocurriría a esta ciudad si no les detenemos.

—¿Qué ocurriría? —balbuceó apenas la viuda.

—Harían pillaje por doquier, sin respetar bienes ni almas. Y… siento tener que decirte esto, pero no creo que quedara mujer viva en Menfis que no fuera tomada por la fuerza.

Ahora Heret se sobresaltó mientras se llevaba una mano al pecho para sujetarse el sofoco que le venía.

—¿Nos violarían?

—Sin remisión —contestó Userhet mientras volvía a coger otro pastelillo.

Heret miró asustada a su hija y luego volvió sus ojos al soldado. Este asintió levemente mientras degustaba el dulce.

—Son las reglas de la guerra —dijo encogiéndose de hombros.

La mujer se levantó gimoteando y se abrazó a Kadesh impulsivamente.

—Después arrasarán la ciudad —continuó tranquilamente—. No dejarán en ella nada que no puedan llevarse.

Se hizo un súbito silencio mientras Heret continuaba abrazada a su hija. Viéndolas ahora, a Kasekemut le pareció que la mujer había perdido toda su arrogancia; juntas pintaban un cuadro de auténtica desolación.

Userhet por su parte se regocijaba, pues despojada de toda su petulancia, tenía a la viuda justo donde quería.

—Mas no todo está perdido, pues nuestro señor el gran Ramsés, a quien Osiris tarde en llamar, pondrá los medios para que nuestro país quede a salvo de tan bárbaras hordas. Esta misma tarde nos incorporaremos a nuestra división y saldremos de inmediato a su encuentro.

Kadesh, que había estado en silencio todo el tiempo, sintió un repentino estremecimiento.

—El combate será cruento —prosiguió Userhet con naturalidad—, y sin duda las bajas se contarán por millares.

De nuevo se hizo el silencio en el que Userhet volvió a mirar fijamente a la viuda. Después continuó.

—Mas no quisiera aburrirte, como de costumbre, con mis historias de soldado; así que vayamos directamente a lo que nos ha traído aquí. Esto es lo que te proponemos, Heret; si el muchacho vuelve convertido en héroe como «grande de los 50»
[113]
, accederás a darle a tu hija. El oro con el que el faraón recompensa a sus valientes será su dote. Si no fuera así, él renunciaría a ella y podrás casarla con quien te plazca.

La viuda miró a ambos mientras calculaba el alcance de la oferta.

—Creo que es una proposición generosa. Con ella, Kasekemut te demuestra que hará cualquier cosa por el futuro bienestar de Kadesh. Poco tienes que perder, Heret; o hay oro o no hay boda.

Aquello lo entendió a la perfección, y dadas las circunstancias, no le pareció mal pues, incapaz de hacer cambiar de opinión a su hija, la propuesta le abría una puerta a la esperanza; o había dote o no habría enlace. Por otra parte, el muchacho podía morir en combate, con lo que la cuestión quedaría zanjada.

—¿Qué me dices, Heret?, ¿aceptas?

Esta miró por última vez a su hija, que con sus ojos le imploraba su beneplácito.

—Acepto las condiciones tal y como se han dicho aquí. El oro del rey es tu aval, Kasekemut.

—Bien; queda claro que, entretanto, guardarás a tu hija de otros pretendientes, Heret.

—Se hará con arreglo a nuestras más antiguas tradiciones.

—Me alegro de escuchar eso, pues el corazón que habla con doblez no merece latir —concluyó mirando muy fijamente a la mujer—. ¿Queda pues cerrado el trato?

—Queda cerrado, Userhet.

El guerrero lanzó un suspiro mientras se incorporaba e hizo un guiño al joven. Éste sentía su pecho henchido de gozo por el desenlace de la negociación, que tan hábilmente había llevado su amigo. Nunca podría agradecer suficientemente lo que había hecho por él.

—Debemos irnos ya, Heret. Nos queda poco tiempo para preparar la partida.

Todos se levantaron y se dirigieron hacia la puerta de la casa. Antes de salir, Kasekemut se volvió hacia Kadesh.

—Cuídate de todos hasta mi vuelta —le dijo cogiéndola por los hombros—. Si no vuelvo como marido es que habré muerto.

Kadesh se sintió sobrecogida ante el poder que Kasekemut le transmitía. Nada parecía capaz de detenerle.

—Sé que volverás para desposarme —le contestó con fulgor en los ojos.

Kasekemut le regaló la mejor de sus sonrisas y luego, junto a su amigo, salió de la casa.

Aquella misma tarde, Kasekemut fue a despedirse de Nemenhat y a comunicarle la buena nueva.

Nemenhat se quedó de una pieza al escucharle.

—¿De veras que vas a casarte con ella?

Kasekemut movió la cabeza afirmativamente mientras sonreía.

—Pero, pero… es algo increíble.

—Te dije que lo conseguiría; Kadesh estaba predestinada para mí.

Nemenhat volvió a sentir aquella extraña mezcla de emociones que últimamente tenía cuando hablaba con su amigo. Recordó la conversación que ambos mantuvieron en el palmeral y, por todos los dioses, que Kasekemut la había llevado a efecto. Había asaltado la fortaleza de Kadesh y la había conquistado. No había duda que audacia no le faltaba a su amigo, mas había algo que le molestaba en todo este asunto. En todo el relato de aquella historia, Kasekemut no habló ni una sola vez de sus sentimientos; sus labios no pronunciaron ninguna palabra de amor hacia la muchacha. Ésta parecía que no era más que un trofeo; el más hermoso que ningún hombre pudiera conseguir; y aquello, francamente, era algo difícil de asimilar para Nemenhat. Simplemente había decidido que aquella muchacha le debía pertenecer; y le pertenecería. Eso era todo.

Luego, el cariño que verdaderamente sentía por su amigo, le hacía avergonzarse en cierto modo de aquellos pensamientos.

En el fondo, debía de admitir que su natural timidez nunca le permitiría actuar como él. Debía pues congratularse de la noticia y darle la enhorabuena.

—¿Y Heret accedió sin reservas?

—Userhet estuvo magnífico. Deberías haberle visto negociar con la vieja; hasta se comió sus pastelillos.

—¿Se comió sus pastelillos?

—No dejó ni uno; y mientras, le explicaba las bondades de mi futuro. Yo mismo me quedé con la boca abierta cuando le aseguró que regresaría convertido en «grande de los 50».

Nemenhat soltó un silbido de asombro.

—Está claro que fuerzas inexplicables obran a mi alrededor, ¿cómo si no podría ocurrirme todo esto? Es como si las aguas se abrieran a mi paso, Nemenhat, permitiéndome así, alcanzar mis anhelos. Fíjate, esta guerra se ha presentado justo cuando la necesitaba, y te aseguro que la aprovecharé. Estoy eufórico.

—¿Son ciertos pues los rumores que advierten de la proximidad de los Pueblos del Oeste?

—Están saqueando el corazón del Delta a su antojo; debemos salir a su encuentro o lo pasaremos mal —contestó con cierta mirada ausente.

—¿Tan grave es la situación?

—Me temo que sí, amigo mío. El dios nos ha llamado con urgencia para incorporarnos con el resto de las tropas en Pi-Ramsés. Juntos saldremos a su encuentro.

Nemenhat se quedó un momento pensativo mirando al suelo.

—Pero dime —siguió su amigo—. ¿Por qué no te unes a nosotros alistándote hoy mismo? Un brazo como el tuyo nos sería de gran ayuda; jamás vi arquero como tú.

—Ya sabes lo que opino sobre eso, Kasekemut.

—Bueno, quién sabe, quizá tengas que ir; si las cosas se ponen feas el dios hará leva. Uno de cada diez por circunscripción sería llamado a filas.

—Espero que no sea necesario; mas si tengo que ir, lucharía a tu lado con gusto.

Kasekemut le dio unas palmaditas en la espalda de agradecimiento.

—Hay otra cosa que quisiera pedirte, Nemenhat.

—Lo que quieras; sabes que haría cualquier cosa por ti.

—Gracias, amigo mío; se trata de Kadesh. Me gustaría que cuidaras de ella en mi ausencia; es un favor que te pido, ¿lo harás?

—De todo corazón, Kasekemut; haré cuanto esté en mi mano.

Éste abrió sus brazos invitando a su amigo a fundirse en un abrazo en el que, dando rienda suelta a sus emociones, ambos se estrecharon con fuerza.

—Ahora debo marcharme ya —dijo al fin despidiéndose—. El ejército no esperará por mí.

—Antes de irte quiero darte algo —dijo Nemenhat sacando una pequeña figura de entre el faldellín.

—¡Pero si es Sejmet!

—Toma, la hice yo mismo en el taller de mi padre; ella te dará fuerzas cuando desfallezcas.

Kasekemut la cogió apretándola con fuerza dentro de su puño.

—La llevaré siempre conmigo, te lo prometo. Adiós, amigo.

Other books

LS: The Beginning by O'Ralph, Kelvin
Dare to Dream by Donna Hill
Deadly Honeymoon by Block, Lawrence
The Girl of His Dreams by Amir Abrams
The Ammonite Violin & Others by Kiernan, Caitlín R
Sword Quest by Nancy Yi Fan
Entwined by Kristen Callihan