El ladrón de tumbas (23 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Los gordos mofletes de Siamún chorreaban de sudor mientras gemía lastimeramente.

—Mira, Siamún —prosiguió tras chasquear la lengua después de otro trago—, Kadesh ya me pertenece; además, al lugar al que vas a ir, lo más parecido que verás a ella será a Ammit, la devoradora.

Esto hizo que Siamún volviera a gimotear moviendo sus piernas incontroladamente.

Aker lanzó una suave carcajada.

—¿Le mato ya? —preguntó después.

—No, por favor, no me matéis; Isis divina, Osiris redivivo, Atum bendito; tened piedad.

—Chissst —volvió a cortar Kasekemut poniendo un dedo sobre sus labios—. Nada de escándalos; no sabía que fueras tan devoto. Pero dime, ¿a quién solicitarás clemencia?, ¿a los dioses o a nosotros?

—A vosotros, a vosotros. Tened piedad y haré cuanto me pidáis.

—Creo que deberíamos matarle de una vez —insistió Aker—. Así dejamos zanjado el problema.

Siamún volvió a lloriquear.

—No, no lo hagáis. No ensuciéis vuestras manos conmigo, os juro…

Al escuchar sus palabras, al kushita casi le dio un ataque de risa.

—¿Ensuciarme las manos? —decía mientras hacía ímprobos esfuerzos por no lanzar otra carcajada—, ¿contigo? En todo caso las lavaría de todos los cuellos que he cortado —le susurró ahora muy cerca.

Siamún sintió como se aflojaba de nuevo.

—Uf, qué peste —protestó de nuevo Aker—. terminemos cuanto antes y salgamos de aquí.

—Tienes razón en eso de ensuciarme las manos —intervino Kasekemut sin hacer caso a su amigo—. Pero qué quieres, tenemos pocas opciones…

—Te equivocas, te equivocas —cortó ansioso el comerciante—, las tenéis todas, te lo juro.

—Bien, dinos entonces cuáles son.

—Ya te dije que haré lo que queráis. No volveré a molestar a Kadesh; renuncio a ella. Os daré dinero…

—¿Renuncias a ella?

Al oír aquella pregunta, el astuto comerciante se dio cuenta de las pretensiones del joven.

—Completamente. Iré a casa de su madre y le diré que mi interés por ella ha desaparecido. Créeme, nunca más me cruzaré en su camino.

Aquello era lo que quería Kasekemut. De nada le valía matar a Siamún allí mismo, aunque ganas no le faltaran; mas necesitaba que fuera a casa de Heret y hacerle ver que ya no sentía ninguna inclinación por su hija. Esto le allanaría el terreno para lograr su propósito; de otro modo, sería imposible que Heret diera su beneplácito ante la posibilidad de emparentar con el rico comerciante.

Kasekemut se acarició la barbilla fingiendo pensar en la propuesta.

—Te juro que lo haré; mañana mismo iré a ver a la vieja y renunciaré irrevocablemente. Le diré que voy a casarme con otra mujer… Sí, eso haré —exclamó al fin atropelladamente.

—Deberás hacer algo más.

—Lo que quieras, te lo juro.

—Olvidarás quiénes somos y que hoy estuvimos aquí. Y quítate de la cabeza la idea de mandarme a un puesto en la frontera de Nubia. Simplemente para ti no existo, porque si lo haces, nunca volverás a dormir tranquilo, y una noche, alguien vendrá a terminar el trabajo. Ese día, te aseguro que no habrá piedad. ¿Lo has comprendido?

—Perfectamente.

—Bien, me alegro de que así sea, entonces creo que ya no tenemos nada más que hacer aquí —continuó mirando con curiosidad la habitación—, será mejor que nos vayamos. Por cierto, que tienes un vino magnífico; deberías obsequiarnos con un ánfora como prueba de tu hospitalidad por la visita.

—Por supuesto, por supuesto. Podéis tomar cuanto queráis.

—Con ésta será suficiente —respondió cogiendo una que había junto a un arcón—. No somos huéspedes que gusten de abusar. Espero que no tengamos que volver a vernos, Siamún.

Este, todavía asustado, se limitó a hacer una mueca estúpida a modo de despedida, mientras los dos amigos salían de nuevo de la estancia hacia la noche estrellada.

En el año quinto del reinado del dios Useer-Maat-Ra-Meri-Amón, Ramsés III, los vientos de guerra soplaban de nuevo sobre Egipto; y como siempre que esto sucedía, el país se llenó de todo tipo de rumores. De hecho, Menfis entero era un rumor que crecía día a día y que no hacía sino alterar el ritmo social y económico de la ciudad.

Las noticias del avance de un poderoso ejército libio hacía que el nerviosismo cundiera entre la población. Y no era para menos, puesto que la proximidad de la ciudad al desierto occidental la hacía muy vulnerable a cualquier invasión por aquel punto. En realidad, Menfis ya había sufrido a lo largo de su historia alguna correría por parte de aquellas tribus, que sometieron la ciudad a pillaje, dejando amargo recuerdo. Era por eso que la población se sentía siempre sensible ante cualquier noticia acerca de la proximidad de dichas tribus, acudiendo si era necesario a reforzar las defensas de la ciudad.

Las confrontaciones con los pueblos del oeste habían tenido lugar durante toda la historia del país; no en vano dichos pueblos formaban parte de los «nueve arcos», frase con la que se denominaban a los enemigos tradicionales de Egipto. La mayoría de ellas fueron cantadas como gestas victoriosas por numerosos faraones e inscritas en los muros de los templos como un recuerdo imperecedero.

Mas el peligro que se cernía ahora sobre Egipto era de naturaleza diferente.

Todo había empezado más de un siglo atrás cuando algunas tribus libias comenzaron a instalarse en determinadas zonas del Delta occidental.

Lo que en un principio no fueron sino débiles asentamientos, con el tiempo acabaron convirtiéndose en una verdadera emigración que, poco a poco, se fue instalando en el ramal occidental del delta del Nilo. En su época, Seti I ya tuvo que enfrentarse seriamente con ellos, pero la cuestión no quedó del todo zanjada, recrudeciéndose el problema con el paso de los años.

Corría el año quinto del reinado de Merenptah, hacía ahora cuarenta años, cuando una confederación de tribus, conocida con el nombre de
tchehenu,
invadió los oasis septentrionales desde donde realizaron continuas razzias a la parte central del Delta. Dichos
tchehenu
englobaban a dos tribus, los
libu,
que habitaban la zona desértica interior y los
mashauash,
que vivían en la franja costera mediterránea y que tenían contacto permanente con otros pueblos del litoral. Fue el jefe de los
libu,
Meryey el que, al mando de un respetable ejército en el que, además de su tribu hermana, contó con la adhesión de los
shardana, shkalesh
y hasta los
lukki,
se dirigió hacia los graneros de Egipto. Merenptah salió a su encuentro y los derrotó completamente entre una fortaleza en Pi-Yer, y un punto llamado «el comienzo de la tierra».

En aquel combate, Merenptah dio muerte a más de nueve mil
tchehenu,
consiguiendo además un rico botín. Mas a la muerte de este faraón, el Estado se fue debilitando de nuevo, favoreciendo de este modo los asentamientos que antaño se habían producido, quedando de nuevo las cosas más o menos como estaban.

El advenimiento de una nueva dinastía hizo frenar el claro declive al que se veía abocado el país. Primero Setnajt y luego su hijo Ramsés III, intentaron reparar la pesada maquinaria que representaba aquella Administración. Además, ambos, como militares que eran, reorganizaron y potenciaron de nuevo el ejército, haciéndolo operativo a semejanza del que tuvo en tiempos Ramsés II, rey en el que estos faraones se miraron.

Gracias a ello, el país podía hacer frente con garantías a la amenaza que le acechaba y que era, con mucho, mayor que la que tuvo que afrontar Merenptah.

De nuevo un ejército
tchehenu,
esta vez de más de treinta mil hombres, había entrado en Egipto. Al mando, iba de nuevo un jefe
libu
de nombre Themer, que contaba además de con los
mashauash,
con la ayuda de los
thekel
y los
peleset
[110]
, y que evitando la zona de fuertes fortificaciones situadas en el noroeste del Delta, se extendieron a lo largo del nomo III, el llamado Amenti-Occidente. Primero desde su capital Imu, se apoderaron de todas las ciudades situadas al oeste del ramal oriental del Nilo
[111]
y luego fueron penetrando hacia el Delta central, despojando las ciudades del nomo VI, Ka-Senef (el toro de la montaña); llegando también hasta su capital Khaset.

Qué duda cabe que todos estos acontecimientos no hicieron sino alimentar todo tipo de chismes entre la población. La ciudad de Menfis era un hervidero de comentarios, la mayoría de ellos infundados que, ciertamente, lo único que conseguían era angustiar a sus ciudadanos. Además, como ya había ocurrido con anterioridad en situaciones similares, el comercio se resentía al disminuir la llegada a los muelles de los barcos mercantes que, cargados de existencias, arribaban desde los más diversos puertos. Ante estas circunstancias, Egipto entero imploraba a su señor una acción inmediata que desbaratara aquella amenaza.

Fue en medio de aquel estado de crispación general en el que Kasekemut tuvo que ir a pedir la mano de Kadesh. No era el momento más propicio, mas no tenía elección ya que, aquella misma tarde, se debía de incorporar urgentemente a los cuarteles menfitas.

No había podido preparar la visita como hubiera querido, pero el ejército del dios le reclamaba para ir al combate y él se sentía eufórico. Aquélla era la oportunidad que llevaba esperando toda su vida, y la sentía tan cerca, que nada ni nadie le impediría llenarse de gloria. En cierto modo, se decía, puede que hasta aquella guerra hubiera llegado en el momento oportuno.

Por su parte, Kadesh había comunicado su decisión de casarse con él a su madre, lo que casi logra el que Heret tuviera que presentarse precipitadamente ante el tribunal de Osiris. Fue tal el disgusto que se llevó, que anduvo un par de días sin poder articular palabra, llegándose a pensar que se había quedado muda. De sobra conocía la tozudez de su hija y que no habría manera de hacerla cambiar de opinión; pero es que aquello era demasiado para ella.

Ver a su hija, la muchacha más hermosa de Menfis, casada con un soldado, ¡Hathor divina! Esto era inadmisible, y ella nunca bendeciría tal unión.

A los pocos días se presentó Siamún en su casa, lo cual le hizo concebir algunas esperanzas, mas enseguida comprendió los verdaderos motivos de la visita y cuando el mercader le anunció su próximo enlace con cierta mujer de Heliópolis, Heret rompió a llorar desconsoladamente; definitivamente los dioses de Egipto le habían retirado su protección.

En los siguientes días, Heret se negó sistemáticamente a aceptar un encuentro en su casa para discutir los términos del enlace.

Kadesh, por su parte, insistió e insistió haciendo oídos sordos a las amargas quejas de su madre, así como de los consejos acerca de la desgraciada vida que le esperaba si se casaba con un militar. Ni las advertencias sobre los largos períodos de tiempo que pasaría sola, con Isis sabe cuántos hijos esperando la incierta llegada de su esposo; ni la posibilidad de que no regresara jamás, hizo cambiar de opinión a la joven.

Para terminar de una vez con todo aquello, Kadesh amenazó a su madre con el hecho de abandonar la casa y unirse a aquel hombre sin su consentimiento, lo cual fue de nuevo motivo de llantos y juramentos; pero a la postre, Heret no tuvo más remedio que considerar la inutilidad de sus quejas y aceptar la visita por parte del novio.

Kasekemut sabía de sobra que su posible suegra era el último escollo a salvar para ganar aquella batalla, y comprendió que de nada le valdría un enfrentamiento abierto con ella. Era necesario, por tanto, llevar a Heret al terreno en donde a ella le gustaba estar. Debería hacer ver a la señora que su boda con Kadesh podría reportarle beneficios en los que quizá no hubiera reparado.

Decidió para ello presentarse acompañado de un padrino que le diera ciertas garantías, para lo cual ya había acordado con anterioridad el que Userhet se prestara a ello. Aker, el kushita, insistió mucho en acudir también a la cita y a duras penas pudo ser convencido para que no lo hiciera.

—Creo que os equivocáis —decía muy serio—, pues si la vieja pone problemas, yo me la llevo y asunto solucionado.

—¿Quieres decir que la raptarías?

—Bueno, enviudó hace ya muchos años, ¿no? Una buena noche de fornicación y seguro que verá las cosas de otra manera.

«Y por todos los genios del Amenti que es muy capaz de hacerlo», pensaba Kasekemut imaginando el lío que podía organizar su amigo.

A Userhet, como siempre, le divertían las ocurrencias del kushita; mas esta vez se puso muy en su papel de serio valedor del novio y zanjó el asunto haciéndole ver que era costumbre en Menfis, que sólo el padrino acompañara al futuro marido a la pedida.

Cuando llegaron aquella mañana a casa de Heret, el recibimiento fue todo lo gélido que se podía esperar; con una cara que mal podía disimular su disgusto, la viuda apenas se dignó saludarles.

Kasekemut pensó por un momento que tal vez debieran haber traído a Aker, y haber terminado con aquello definitivamente. Pero haciendo ímprobos esfuerzos, trató de hacer caso omiso a aquel desprecio y mostrar su cara más amable, dadas las circunstancias.

Userhet, por su parte, supo llevar el asunto muy hábilmente. Estaba imponente con sus mejores galas y sus insignias que le acreditaban como
Tay-Srit
(portaestandarte). Además, lucía los distintivos que le vinculaban a los
kenyt nesw,
«los valientes del rey»; el cuerpo de élite del ejército del faraón del que formaba parte.

Mas aquello no pareció impresionar demasiado a Heret; ni tan siquiera el hecho de que el mejor guerrero de Egipto la honrara aquella mañana con su visita, le interesó. Fue otra cosa la que hizo cambiar de inmediato su gesto adusto por otro más amable, y que con el paso de la conversación se tornó hasta risueño.

Kasekemut notó sorprendido el cambio, mas enseguida reparó en el motivo. Este no era otro que la profusión de collares de oro que el nubio llevaba alrededor de su poderoso cuello. ¡Allí portaba una fortuna! Las más prestigiosas condecoraciones, impuestas por el faraón en persona, caían sobre su pecho. Nadie en Egipto poseía tantas como él. Esto hizo que algún mecanismo en la mente de Heret la hiciera pararse a considerar la situación; escucharía por tanto la propuesta sin comprometerse a nada.

Userhet también se dio cuenta del cambio obrado en la mujer y de cómo sus ojos observaban una y otra vez el oro que llevaba encima, como tratando de calibrar su valor. Así que continuó comportándose con exquisita cortesía, a la vez que comenzó a reseñar las excelencias del joven al que vaticinaba que llegaría a general.

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